Salomón Plata, J. S. (2023). Aproximación a la historia del fenómeno neológico en español
RILEX. Revista sobre investigaciones léxicas, 6/II. pp. 45-65
APROXIMACIÓN A LA HISTORIA DEL FENÓMENO NEOLÓGICO EN ESPAÑOL1
APPROACH TO THE HISTORY OF THE NEOLOGICAL PHENOMENON IN SPANISH
Juan Saúl Salomón Plata
Universidad de Extremadura
salomon@unex.es
RESUMEN
El presente estudio pretende ser una contribución a la lexicografía española y, de forma más específica, al neologismo por medio de una revisión bibliográfica que compila, analiza e interpreta las numerosas posturas que han ido sucediéndose a lo largo de los siglos sobre las dicciones de nueva creación. El recorrido diacrónico trazado profundiza, de este modo, en cómo era el neologismo en el Renacimiento, en el Barroco y en la Ilustración y, de forma más reciente, en los siglos XIX, XX y XXI, de lo que se concluye cómo, con independencia del auge que ha experimentado en las últimas décadas, el fenómeno de la neología no es en absoluto reciente en el ámbito hispánico, ya que se remonta a los orígenes de la lengua española. Desde entonces hasta hoy, no han faltado opiniones ni argumentos tanto para aprobar como para rechazar en español el uso de voces de nueva creación, hecho que con la fundación de la Real Academia Española derivó en la diatriba que supone incluir o rechazar un neologismo en un instrumento filológico de referencia como es el Diccionario de la citada institución.
Palabras clave: neologismo, Diccionario, diacronía, lexicografía, español.
ABSTRACT
This study aims to contribute to Spanish lexicography and, more specifically, to neologism by means of a bibliographical review that compiles, analyzes and interprets the numerous positions that have been following one another over the centuries on newly created dictions. The diachronic route traced thus delves into what neologism was like during the Renaissance, the Baroque and the Enlightenment and, more recently, in the 19th, 20th and 21st centuries, from which it can be concluded that, regardless of the boom it has experienced in recent decades, the phenomenon of neology is by no means recent in the Hispanic sphere, because it goes back to the origins of the Spanish language. Since then, there has been no shortage of opinions and arguments both to approve and reject the use of newly created voices in Spanish, a fact that with the founding of the Royal Spanish Academy led to the diatribe of including or rejecting a neologism in a philological instrument of reference such as the aforementioned institution's Dictionary.
Keywords: neologism, Dictionary, diachrony, lexicography, Spanish.
Recibido: 31-03-2023
Aceptado: 19-05-2023
DOI: https://doi.org/10.17561/rilex.6.2.7860

1. INTRODUCCIÓN
La voz neológica, concebida como una palabra de nueva creación en una lengua, es inherentemente efímera; y ello porque en su devenir solo caben dos posibilidades: en primer lugar, que quede circunscrita a un registro documental sin mayor trascendencia, y, en segundo lugar, que el neologismo acabe por ser considerado un elemento más que forma parte del caudal léxico general de una lengua. Tanto es así que ya el propio Alarcos Llorach (1992, pp. 21-22) declaró que lo que motivaba que un neologismo dejara de serlo y, en consecuencia, se convirtiera en palabra de un sistema lingüístico era que la dicción se despojase de su carácter neológico originario. No obstante, para ello, era necesario que el usuario la tratase como tal; es decir, que pasara inadvertida entre los demás elementos léxicos y que no se sintiera como una forma diferente o extraña dentro del sistema lingüístico.
En este sentido, el hecho de que en las últimas décadas el neologismo se haya incrementado notablemente como vía con la que renovar, ampliar y cambiar el léxico español –y de cualquier otra lengua– ha ocasionado que en nuestra realidad circundante surjan no pocas polémicas entre la institución académica y el usuario de la lengua con respecto a la inclusión y a la sanción de voces neológicas en el Diccionario de la lengua española (2021 [2014]) de aquella2. Para unos, la aceptación de nuevas dicciones conlleva ofender sobremanera el honor, la esencia y la seña de identidad de nuestra lengua española, especialmente en lo que se refiere a sus orígenes y a su evolución histórica y lingüística. Para otros, en cambio, los neologismos constituyen, sencillamente, un nuevo asidero que permite comunicarse y expresarse en sociedad con unos vocablos que reflejan la época en la que se enmarca la enunciación.
Así pues, se advierte una amplia gama de posturas que vienen a ser “una manifestación de cómo vive el idioma en la cabeza de los hablantes, en nuestra alma”, palabras con las que se expresaba Lázaro Carreter en la inauguración del I Curso de Lexicografía Hispánica (Lázaro Carreter, 2002, p. 1) acerca de la presencia o ausencia del fenómeno neológico en el Diccionario. Además, el académico destacaba, muy oportunamente a nuestro juicio, la constante pugna “entre el rechazo de lo alienígena, porque nos desvirtúa, y la aceptación resignada o entusiasta de cuanto lo renueva y lo hace más útil para vivir con los tiempos”.
Ahora bien, pese al reciente incremento del neologismo, como apuntábamos, debemos recordar que no es este un mecanismo lingüístico en absoluto moderno, puesto que, como llegó a declarar Manuel Alvar, “hace años que el problema de los neologismos está entre las preocupaciones cotidianas de los lingüistas” (1992, p. 52)3. Y ese problema surge precisamente de la concepción de neologismo, como él mismo explica:
¿Qué es un neologismo? Porque la acepción que neologismo tiene en el Diccionario académico, “vocablo, acepción o giro nuevo en una lengua”, no resulta suficiente o no deja de tener ambigüedad4. Pues en ella vale tanto la nueva acepción como la palabra recién inventada, el préstamo como el tecnicismo y, sin embargo, obedecen a causas totalmente diferentes, con unos resultados que tampoco pueden ser idénticos. Porque es obvio que neologismo significa novedad, pero con una infinidad de matices que hacen ser compleja a la palabra. [...] La neología es, ciertamente, la producción de unidades léxicas nuevas, pero el campo que se abre ante el observador es mucho más complejo de lo que se descubre en tan simple enunciado (Alvar, 1992, p. 52).
Junto con este problema interesa destacar, no lo olvidemos, la antigüedad del fenómeno neológico. En efecto, ya el propio Horacio, el gran poeta de la literatura latina, aludía a la renovación del léxico de la lengua de los romanos en su Epistola ad Pisones cuando declaraba que “igual que de un año para otro los bosques cambian de hojas y caen las primeras, así perece la generación de las viejas palabras y, al igual que los jóvenes, florecen y cobran vigor las que han nacido hace poco” (Horacio, 2008, vv. 60-63).
Ante esta situación y, sobre todo, teniendo en cuenta los orígenes clásicos del fenómeno neológico, esto es, de las voces de nueva creación con las que renovar, ampliar y modificar una lengua, debemos cuestionarnos en qué momento surge el neologismo en la lengua española, algo a lo que da respuesta ya Lázaro Carreter en el citado discurso inaugural del I Curso de Lexicografía Hispánica:
No puede empezar, es claro, mientras no se sienta que el idioma está plenamente constituido, reconocido así explícitamente o de hecho por los hablantes, y puedan sentir extrañeza, por tanto, ante las presencias no familiares. Y por supuesto, mientras no entre el contacto estable con otra u otras lenguas (Lázaro Carreter, 2002, p. 1).
En consecuencia, habrá que esperar a que el español sea considerado una lengua diferente de la latina, esto es, un código lingüístico que presente características y rasgos definitorios que se opongan a aquellos de los que evoluciona. A continuación ofrecemos una reflexión diacrónica que intenta combinar las diferentes posturas y opiniones que sobre el neologismo español han venido dándose en los siglos precedentes, a fin de acometer la pugna neológica actual con esta perspectiva historicista.
2. ESTUDIO DIACRÓNICO DEL NEOLOGISMO EN LA LENGUA ESPAÑOLA
2.1. EL NEOLOGISMO RENACENTISTA
Será en el Renacimiento cuando se inicie la preocupación y conciencia crítica con respecto a lo que se considera “lo propio” y “lo ajeno” en la lengua. Como declara Lázaro Carreter (2002, p. 2), la primera muestra reflexiva del fenómeno neológico en español la constituye el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés, quien, en pleno siglo XVI, comenta la afluencia de arabismos que han pasado a formar parte del léxico hispano, lo que aplaude por no existir manera neolatina de designarlas oportunamente5.
Pero nuevamente, más adelante, como trae a colación el académico, Juan de Valdés expresa también su postura ante las dicciones de nueva creación. Rescatamos, asumimos y suscribimos las precisas palabras con las que lo manifiesta Lázaro Carreter:
Valdés, quien interviene con su nombre en el Diálogo, enumera algunas que el castellano debería adoptar (como facilitar, fantasía, aspirar a algo, entretejer o manejar), por lo cual sufre el reproche de otro de los coloquiantes, Coriolano, precoz purista: “No me place que seáis tan liberal en acrecentar vocablos en vuestra lengua, mayormente si os podéis pasar sin ellos, como se han pasado vuestros antepasados hasta ahora”. Otro tertuliano, Torres, interviene con decisión: cuando unos vocablos ilustran y enriquecen la lengua, aunque algunos se le hagan “durillos”, dice, dará su voto favorable y, “usándolos mucho”, prosigue, “los ablandaré”. Un cuarto personaje, Marcio, toma la palabra: “el negocio está en saber si querríades introducir éstos por ornamento de la lengua o por necesidad que tenga dellos”, a lo que Juan de Valdés contesta resolutivamente: “Por lo uno y por lo otro” (Lázaro Carreter, 2002, p. 2).
Un tercer indicio de la reflexión neológica que aduce Lázaro Carreter (2002, pp. 2-3) respecto de la obra renacentista es la sensación de vejez que transmiten ciertos vocablos y, por lo tanto, la necesidad que presentan las jóvenes generaciones de sustituirlas por otras que estén barnizadas con un aire de cierta frescura y modernidad y que sean reflejo de la realidad y de la época en las que se utilizan. Por tales motivos, no resulta descabellado declarar que las aseveraciones de Juan de Valdés bien parecen una emulación de las palabras horacianas anteriormente citadas.
2.2. EL NEOLOGISMO BARROCO
Si “prestigio, autoridad, necesidad y uso son las razones esgrimidas por los primeros autores españoles enfrentados a valorar la oportunidad de los neologismos” (Jiménez Ríos, 2015, p. 47), el afán por renovar el caudal léxico va a caracterizar todo el siglo XVII. Coincidimos con Lázaro Carreter (2002, p. 3) cuando afirma que el prurito innovador del mencionado siglo, pese a que es agudísimo y muy frecuente en el terreno literario, apenas fue asimilado por parte del vulgo, de ahí que las ingeniosas invenciones de los grandes áureos –como Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, fray Hortensio Félix Paravicino o Fernando de Herrera– no germinaran más que en los registros documentales, cuyas fronteras no consiguieron salvar.
Sin embargo, la conciencia neológica sí era patente entre los autores del Barroco español, de lo que es muestra un pasaje del Genio de la Historia (1651) de fray Jerónimo de San José. Según el eclesiástico, pese a que ya era notable la decadencia del imperio español, su orgullo pervive, de ahí que afirme que en España “más que en otra nación, parece que andan a la par el traje y el lenguaje: tan inconstante y mudable el uno como el otro” (Lázaro Carreter, 2002, p. 3). En este sentido, el fraile destaca que, en líneas generales, el usuario gustaba de “servirse de los trajes y lenguajes de todo el mundo, tomando libremente lo que más le agrada y de que tiene más necesidad para enriquecer y engalanar su traje y lengua”, por lo que, de este modo, “mejorando lo que roba, lo hace con excelencia propio”. Nótese aquí cómo el neologismo se justifica, principalmente, por una cuestión histórica, que está relacionada con la gestión y con las decisiones que se toman en política territorial. De hecho, como consecuencia, es este el motivo por el que tan tempranamente constituyen, en términos de Lázaro Carreter, “un honroso botín”.
Por su parte, en opinión de Jiménez Ríos (2015, p. 48), “a la superioridad política, social y cultural de Francia sobre el resto de Europa se une la depresión española”, es decir, la “quiebra en la tradición hispánica y [el] auge de la influencia extranjera”, que propicia la afluencia del galicismo. Tal hecho conduce a que “los autores más reflexivos marquen el camino que ha de seguirse” y a que comience un constante y descarnado “debate sobre el neologismo” que tiene como objetivo último “el cuidado de la lengua”, cuyo fin no parece conseguirse sin “los factores de propiedad y pureza idiomáticas”.
2.3. EL NEOLOGISMO ILUSTRADO
Será en el Siglo de las Luces cuando las diatribas neológicas alcancen uno de sus puntos más álgidos, si bien van a combinarse con sensatas declaraciones. Es el caso de Mayans, quien anima a conocer la propia lengua y sus posibilidades creativas antes de buscar en los sistemas lingüísticos extranjeros los significantes con los que expresar los significados que queremos, dado que juzga, como se observa a continuación, que antes de recurrir a ellos es conveniente indagar en los recursos que un hablante tiene a disposición en su idioma:
Porque si se considera la facultad que hay de inventar voces nuevas cuando la necesidad las pide, podrá una lengua no ser abundante antecedentemente; pero no en el caso en que se haya de hablar, supuesto que no habrá cosa que alguno diga en su lengua, que otro forzado de la necesidad no pueda también decir en la suya, pues obligado de ella, es lícito inventar algún vocablo o expresión. Digo obligado de ella, porque si de alguna manera se puede expresar lo mismo fácil e inteligentemente, formar un nuevo vocablo es hacer un barbarismo y confesar de hecho la ignorancia de la propia lengua, pues no se sabe decir en ella lo que se pudiera muy bien (Jiménez Ríos, 2015, p. 48).
La importancia de tales aseveraciones radica, según consideramos, en que conceden a cada lengua la capacidad de originar nuevas dicciones. En otras palabras, invitan a no buscar el modo de expresión más allá de nuestras fronteras si el español dispone de una amplia cantidad de mecanismos con los que es posible formar palabras. Por ello mismo, en aras de un conocimiento de la propia lengua más vasto, atento y pormenorizado, Mayans señala que “yo, en caso de haber de formar algún vocablo nuevo, antes le formaría de raíz conocida en la lengua española o compuesta de voces de ella, que tomándole de alguna raíz desconocida o de voces extranjeras” (Jiménez Ríos, 2015, p. 49).
Pero el culmen de la diatriba neológica se alcanza con la escandalosa proposición del benemérito P. Feijoo, quien, por medio de una erudita carta, fechada en 1756, animaba a que los jóvenes no estudiaran ni griego ni latín, puesto que, en su opinión, las obras maestras de tales lenguas ya estaban traducidas a vernáculo, y no había motivo para acudir a ellas. Según explica Lázaro Carreter, “es por entonces cuando el problema del neologismo sale de los círculos minoritarios de escritores y letrados, para dar lugar a un verdadero y secular debate público” (2002, p. 4). Como apunta Jiménez Ríos, el intelectual dieciochesco, “partidario de la innovación y el cambio –es el acuñador del concepto de neologismo necesario–, en sus Cartas eruditas [...] señala que es lícita la inserción de voces por razones de estilo, y en sus escritos se sirve de galicismos calificados luego de violentos” (Jiménez Ríos, 2015, p. 49).
Muy clarificadora es la diferenciación terminológica que esgrime Lázaro sobre dos posturas: por un lado, el casticismo, y por otro, el purismo. Así, como confiesa el académico (2002, p. 4), el casticismo (cuyo máximo exponente es José Cadalso) “limita su aspiración a mantener activo el caudal léxico castizo”, mientras que el purismo (de la mano de Jorge Pitillas) “es una fuerza que pugna contra la novedad”. En esta línea, Jiménez Ríos, muy certero, en nuestra opinión, estima que “recomendar responde a una actitud casticista, y rechazar, a otra purista” (2015, p. 48).
El primero empezó a comienzos del siglo XVIII, y contaba a su favor con el apoyo de la Academia, que trataba de determinar qué palabras eran legítimas, cuyo empleo podía aplaudir o reprobar la institución, según juzgase conforme a sus ideas y teniendo muy en cuenta la pureza idiomática del español con respecto a su evolución etimológica desde la lengua latina. Por ello mismo, en lugar de asumir palabras de nueva creación procedentes de otras lenguas, se propuso resucitar aquellas de casta y larga raigambre en los anales hispanos. Y, de hecho, el motivo que promovió la gestación de la Real Academia Española, según Lázaro Carreter, no fue otro que “fijar la lengua, que, según ella, había alcanzado su perfección en los Siglos de Oro” (2002, p. 4). Recuérdese el conocido lema “limpia, fija y da esplendor”.
Con elocuentes palabras se pronuncian no pocos intelectuales dieciochescos acerca de las voces nuevas, como sucede con Ignacio de Luzán, mencionado por Jiménez Ríos en su estudio:
El uso tiene en la habla una suma autoridad que a veces pasa a tiranía: desecha unos vocablos e introduce en su lugar otros nuevos, deja unos modos de hablar y prohíja otros, autoriza irregularidades, y, finalmente, es árbitro soberano de las lenguas. Pero hase de entender esto del uso de los eruditos y doctos, y de los que hacen profesión de hablar bien (Jiménez Ríos, 2015, p. 49).
Como menciona Lázaro (2002, pp. 4-5), Feijoo se muestra tajante al declarar, con un bello juego lingüístico, “¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad”, y también cuando, refiriéndose a los puristas, opina que estos “hacen lo que los pobres soberbios, que quieren más hambrear que pedir”; con esta aserción tan interesante como burlesca denuncia sobre todo la radicalización de aquellos que se ofenden por incorporar palabras neológicas al caudal léxico del español. Así, para que se introduzca un neologismo no se precisa un sinónimo, sino que, en su opinión, “basta que lo nuevo tenga o más propiedad, o más hermosura, o más energía”. El mismo Jovellanos refiere que su tragedia Pelayo había sido censurada por impureza idiomática, por no hablar de Capmany, para quien “todos los puristas son fríos, secos y descarnados”. A su postura se refiere también Jiménez Ríos con gran precisión:
En Filosofía de la eloquencia (1777), Capmany hace un elogio del castellano por lo que tiene de capacidad para expresar los asuntos más elevados, y se refiere de este modo a la pureza y al purismo: “no hemos de confundir la pureza del lenguaje con el purismo, afectación minuciosa que estrecha y aprisiona el ingenio” (Cabrera, 1991, 21). Sin embargo, en la edición de esta obra de 1812 Capmany experimenta un cambio, al criticar el uso de palabras de moda que han hecho perder otras más arraigadas en la lengua: “La mitad de la lengua castellana está enterrada, pues los vocablos más puros, hermosos y eficaces hace medio siglo que ya no salen a la luz pública” (Jiménez Ríos, 2015, p. 50).
Como explica Jiménez Ríos, el citado Capmany estima que cuantas más palabras albergue una lengua, más perfecta será esta última, dado que con ellas favorece tanto la exactitud como la precisión al expresar el concepto, por lo que, en una línea que podríamos asemejar a la antes comentada de Mayans, para Campany conocer la propia lengua evitaría “mendigar” en otros idiomas. Así, como juzga Jiménez Ríos (2015, p. 50), el pensamiento de Capmany evoluciona desde la tolerancia hasta la innovación pasando por la renuncia al cambio.
Por su parte, José Reinoso juzga que toda persona instruida tiene derecho a innovar con tiento, lo que constituye otra postura contraria también a la de los reaccionarios casticistas y puristas. Y con gran vigorosidad y energía expresiva se presentan las objeciones de Álvarez Cienfuegos:
¿Por qué no ha de ser lícito a los presentes introducir en la lengua nuevas riquezas traídas de otras naciones, cuando los antiguos usaron libremente de este derecho imprescriptible?...
Léanse nuestros escritores del siglo xvi, compárense con los de este siglo antecedente, y se verá cuántas novedades introdujeron los primeros, cuántas locuciones extranjeras, cuántas voces, cuántas frases, cuántas construcciones latinas, italianas, francesas. Si nuestros padres acertaron siguiendo este camino, ¿por qué se les ha de prohibir, por qué se les ha de cerrar enteramente a sus hijos? ¿Por qué?...
Por este amor a la patria tan mal entendido, tan diametralmente opuesto a la humanidad, los puristas han levantado el grito contra toda voz tomada del extranjero, por más que ordene recibirla la necesidad imperiosa (Jiménez Ríos, 2015, p. 51).
Como se aprecia, Álvarez Cienfuegos es partidario de enriquecer la lengua española mediante la aceptación y, en consecuencia, la inclusión de vocablos específicos de otros sistemas idiomáticos. Para ello, se basa en el proceder de los autores del Siglo de Oro y en cómo ellos supieron, muy acertadamente, según el autor, rescatar y adaptar otros conceptos con un único fin: hacer del español un código comunicativo mucho más vasto, rico y completo. Tal hecho, además, permitía poner nombre a aquellas realidades a las que, hasta el momento, no podía hacerse referencia con una única palabra por la carencia de un significante, con lo que asumirlo de otro país lograba suplir ese hueco de significado.
2.4. EL NEOLOGISMO DECIMONÓNICO
El contexto sociohistórico decimonónico –condicionado, ante todo, por la Revolución Francesa y por el exilio a otros lugares vecinos– trajo como consecuencia, asimismo, la aparición de muchos neologismos que reflejaban un modo de vivir y de convivir concreto; en este sentido, el influjo inglés y francés fue esencial para dar nombre a los movimientos liberales y románticos.
Lázaro Carreter (2002, p. 6) ejemplifica tal situación con el caso de Simón Bolívar, un hispano culto y políglota en el que era constante el goteo de neologismos que tardarían varias décadas en entrar a formar parte del Diccionario académico. De igual forma, curiosa es, cuando menos, la interpretación que ofrece Monlau con respecto a la neología y al neologismo, que toma como punto de partida la defensa de la tradición:
Una cosa es, en efecto, la neología, arte de formar analógicamente las palabras indispensables para significar las ideas nuevas, o mal expresadas, y otra cosa es el neologismo, manía caprichosa de trastornar el vocabulario de la lengua sin necesidad, sin gusto y por ignorancia. La neología nutre y engruesa el idioma; el neologismo no hace más que inflarle, entumecerle. ¿Qué nutrimento ha de sacar el castellano de banal, concurrencia, debutar, financiero, y otros mil neologismos de todo punto innecesarios? [...] Neologismos en general he llamado las innovaciones hasta aquí enumeradas, pero sin dificultad podemos darles también el nombre especial de galicismos, puesto que de Francia nos han venido casi todas (1863: 34). [...] Un pueblo puede aceptarlo todo de otro pueblo, menos el idioma, porque todo puede ser bueno menos el suicidarse; y un verdadero suicidio comete un pueblo que corrompe su lengua, y la trueca por otra, y borra y anula el carácter más propio y expresivo de su nacionalidad (1863: 46) (Jiménez Ríos, 2015, p. 57).
Tanto es así que Jimeno Ajius apela a una “ley de necesidad” para solucionar la diatriba de la creación y adaptación de neologismos, tan oportuna como explícita, que bien podríamos aplicar al proceder académico actual. Recuperamos sus palabras de la mano de Jiménez Ríos:
Ante la aparición de una idea nueva que ha de ser expresada, recomienda, en primer lugar, comprobar si hay una palabra propia castellana (lo que abre la puerta a la recuperación de arcaísmos); en segundo lugar, si no la hay, se intenta crear otra, de “corte español” (1897, 97), al estilo de lo ya defendido por Feijoo o Mayans; y, por último, si tampoco esto es posible, se adopta y adapta –es decir, se naturaliza– la foránea “con el hermoso ropaje de las voces castellanas” (1897, 207). Todo, concluye, menos mezclar palabras castizas con extranjeras, “que la inmensa mayoría de los españoles ni siquiera sabe pronunciar” (Jiménez Ríos, 2015, p. 58).
En efecto, Jimeno Ajius y después Saralegui y Medina, defenderán que es conveniente el vocablo que permita expresar lo que el español diría con un rodeo o con una perífrasis, así como aquella voz que venga a solventar las dudas y confusiones originadas por una dicción hispana con diversos significados, tal como señala Jiménez Ríos (2015, p. 59). Tal aseveración es bastante convincente, creemos, sobre todo si tenemos en cuenta que las lenguas tienden siempre a una máxima como es la economía lingüística: tratar de comunicar todo lo posible con el menor número de palabras.
2.5. EL NEOLOGISMO DEL SIGLO XX Y DEL SIGLO XXI
Algo similar sucede en el siglo XX y en nuestro vigente siglo XXI. Así, en las primeras décadas del XX, Toro Gisbert se mostraba contrario a los neologismos innecesarios (Jiménez Ríos, 2015, p. 60), pues en su opinión era el conocimiento profundo del español el que podría determinar si tal creación era oportuna o no lo era.
Bien podemos extrapolar esta concepción a la situación académica, ya que se entiende que son sus miembros los que mejor conocen nuestra lengua para sancionar o admitir el uso neológico, si bien mostramos aquí ciertas reticencias. Aunque no cabe duda de que los que integran tal institución son los más notables y preparados para enfrentar tal labor; sin embargo, según juzgamos, su denso conocimiento del español debe combinarse con el denso conocimiento también de la sociedad actual, y ello, además, con la heterogeneidad que implica respecto de la edad, de los múltiples intereses, de las numerosas ideologías y de los distintos niveles sociales y culturales.
Sea como fuere, Toro Gisbert cree que “si no hay motivo para acanallar la lengua, tampoco la hay para privarla de los elementos nuevos capaces de enriquecerla y hermosearla” (Jiménez Ríos, 2015, p. 60). Como refiere Jiménez Ríos (2015, p. 61), el también académico Segovia admitía ya a inicios del siglo XX que la tarea del futuro diccionario de neologismos no era otra que determinar entre las novedades surgidas cuáles eran naturales o plausibles y cuáles eran innecesarias y perniciosas con respecto al uso de los buenos escritores, como referiría también el filólogo Saralegui y Medina, al que hemos aludido ya con anterioridad. En este sentido, Jiménez Ríos considera que tal postura, en realidad, no deja de ser al mismo tiempo tanto “conservadora, porque frena exageraciones” (2015, p. 61) como “innovadora, porque admite toda creación bien hecha” (2015, p. 61). Por tales motivos, de hecho, y como indica Saralegui y Medina, es el vulgo el que propone y, en cambio, el erudito el que dispone, en función de la conveniencia y necesidad neológicas. Retomamos aquí su reflexión acerca de los criterios de diccionarización (Bernal, Freixa & Torner, 2020, pp. 592-618), para lo que debemos tener presente la objeción que presenta con respecto a la frecuencia y al uso de la voz nueva, que explica Jiménez Ríos:
Baja al ruedo de la realidad en sus artículos periodísticos, aparecidos desde comienzos de siglo y reunidos luego en Saralegui y Medina (1928), para insistir en que la admisión de una voz no resulta porque se diga, ni porque se diga con frecuencia; es preciso “saber a un tiempo quién y cómo lo dice” (1928, 73): “Lo que esencialmente interesa en estos casos no es tanto el saber qué se dice como el conocer quién es el que lo dice; su cultura, su talento, su imparcialidad, su ponderación, su sensatez, su cordura...” (1928, 75). Y si la voz adquiere carta de naturaleza en la lengua, se incorporará al diccionario: “La característica de nuestro diccionario es prosperar y siempre prosperar, aceptando todo aquello que de veras lo requiere... aunque no lo que pretende el capricho o la ignorancia, el prejuicio o la presunción” (1928, 98). Como independizar al lado de emancipar, pero no explotar por estallar, presupuestar por presuponer, o entrenar por adiestrar o ejercitar. Y concluye Saralegui y Medina: “¡Se dice... se dice...! ¿Pero es que eso puede ser una razón?” (Jiménez Ríos, 2015, p. 62).
Sobre la creación de voces y la acción de la institución académica, se pronuncia también Casares y muy acertadamente. Así, el estudioso otorga a la Academia la capacidad de decidir si una palabra es legítima o es espuria y si puede perturbar el idioma español, pero también “apela a la necesidad como criterio de admisión y creación de una palabra, si se trata de designar una nueva realidad” (Jiménez Ríos, 2015, p. 63). Y, junto con ello, considera que su aceptación y consecuente inclusión en el Diccionario los hace depender del uso que de tales voces hagan los usuarios que, no olvidemos, son los que le dan vida a las palabras cuando se comunican y cuando viven en sociedad dentro un marco cultural específico6.
Años más tarde, Manuel Seco defendió que para admitir voces en español había que tener presente la existencia de una norma lingüística, de manera que aquellos criterios que propiciarían la aceptación del neologismo serían el uso de los buenos escritores, la necesidad y el ajuste al “genio del idioma”, lo que Jiménez Ríos juzga como “una actitud abierta a la innovación y al cambio, más allá del conservadurismo que lo fía todo al criterio de necesidad” (2015, p. 63). Con esta perspectiva del fenómeno neológico, da la sensación de que es en este momento cuando se pasa de la pugna entre la aceptación o rechazo de la voz recién creada a la pugna sobre la vigencia y oportunidad “de los criterios utilizados para la admisión de voces” (2015, p. 63). A este respecto, María Moliner (Jiménez Ríos, 2015, p. 65) es partidaria de que la lengua y el diccionario admitan las novedades, ya que muchas de las que incipientemente son rechazadas acaban por ser admitidas; así pues, declara que para garantizar el éxito de un neologismo, este requiere cuatro criterios: claridad, precisión, elegancia y naturalidad. También Jiménez Ríos recupera y explica la opinión de Lorenzo de los últimos años del pasado siglo:
Este autor “[c]ree interpretar correctamente los actuales criterios académicos, rogando a todas las personas de buen sentido, profesionales o no, que contribuyan al asentamiento de aquellas variantes que sean menos ambiguas, más eufónicas y más capaces de enriquecer el campo de la humana experiencia a través de ese instrumento de expansión de la mente que llamamos lenguaje” (1994 [1966], 35). No tiene una postura purista, pero critica que se admire lo exótico y se ignore lo propio, y reclama una política de aclimatación, pues a veces se produce una incorporación léxica irreflexiva (Jiménez Ríos, 2015, pp. 64-65).
De manera coetánea, Manuel Alvar se pronuncia con respecto a los neologismos en el umbral del Diccionario y alude a la complejidad que entraña el acceso o no de instrumentos tan variados al instrumento filológico; con ello, hace ver que “si el diccionario es un repertorio sancionado por el uso de la colectividad, será esta la que motive la aceptación o el repudio” (Alvar, 1992, p. 53). No obstante, estima que adquirir términos no debe considerarse algo desdichado, sino “una necesidad sentida de muchos modos, y esa necesidad puede cambiarse al actuar en el nuevo ámbito en el que se inserta” (Alvar, 1992, p. 54).
No obstante, como afirmábamos al comienzo de este epígrafe, prestar atención a la evolución de la diatriba neológica siglo por siglo nos hace concluir que esta no es moderna, dado que “el problema de la transmisión de esos términos nuevos se ha suscitado desde siempre” (1992, p. 54) y, como afirma Alvar, no cabe duda de que “el autor de un diccionario, la Academia en nuestro caso, debe atender a unas necesidades y a unos usos” (1992, p. 54). Así lo expresaba el filólogo remontándose al Prólogo de la novena edición del Diccionario (1843) para aludir a quienes tachan sin empatía la ardua labor del académico al aceptar o al rechazar ciertas voces:
Este es el objeto primordial del Diccionario, dar a conocer las palabras propias y adoptivas de la lengua castellana, sancionadas por el uso de los buenos escritores; pero muchos no lo entienden así, y cuando no encuentran en el Diccionario una voz que les es desconocida, en vez de inferir que no es legítima y de buena ley, lo que infieren es que el Diccionario está diminuto (Alvar, 1992, p. 54).
Por ello, entiende y quiere hacer entender a los usuarios de la lengua española que el proceder de los miembros de la Real Academia Española no es otro que velar por la pureza del español hasta los límites en que lo toleren sus hablantes, pues considera que lo que, ante todo, hay que evitar es que la gente vaya por un camino y los lexicógrafos oficiales por otro. Así, la Academia no debe ni claudicar repentinamente ante modas pasajeras, ni hacer extensible su resistencia sin escuchar al hablante, puesto que este último “no es tan solo un elemento pasivo en esta transmisión, sino que manifiesta sus preferencias y con ellas la suerte de las palabras” (Alvar, 1992, p. 56).
Muy necesario sería, en nuestra opinión, emprender un ejercicio hermenéutico de los prólogos del Diccionario, a cuya labor alentamos, ya que, como declara Manuel Alvar, estos ofrecen “unos planteamientos que las exigencias de la vida moderna han impuesto a nuestros diccionarios”, si bien prestar atención a las compilaciones académicas, en las que “hay un riquísimo venero para estudiar la introducción de términos nuevos en nuestro léxico”, no es una tarea “cómoda en estos momentos”. A ello pretende contribuir también, en cierto modo, la investigación que abordamos en las presentes páginas.
Por otra parte, Manuel Alvar se mueve entre la intención de escuchar al hablante, por un lado, y el lento proceder en la incorporación de voces al Diccionario, por otro. De ello son prueba sus elocuentes aseveraciones:
Unas palabras son necesarias: otras, menos; muchas disuenan por su estructura –tan larga– ajena a la tradición del español, pero esta es una cuestión de que me he preocupado en otro sitio. Ahora solo quiero decir que bajo tanta minucia subyace un problema muy general, que aún no se ha podido resolver, y es la participación del hablante como masa y no como creador. Porque un político, un investigador, un artista puede poner en circulación cualquiera de las formas que he considerado hasta aquí (y también las que luego pueda considerar), pero nunca prosperarán si no hay una colectividad que las haga suya, y les dé una vida que no tenían al nacer. Mortureux nos da un ejemplo muy valioso en el que vemos cómo no resultaron pertinentes las “manipulaciones personales”: Saussure creó la forma *interventionnaire que es gramatical, pero la masa hablante no la aceptó, sino que dignificó interventionniste creada mucho después, por 1931. Es esa “masa hablante” la que determina la difusión y de ella depende lo que nosotros podamos decidir. La Academia conoce esas creaciones neológicas, muchas han llegado al Diccionario manual, otras esperan en sus ficheros. Pero no se puede proceder con prisas. Es una limitación, bien lo sé, pero las rectificaciones podrían inducir a yerros todavía mayores que la dilación. ¿Son creaciones estables? ¿Se difundirán? La existencia de dos diccionarios (los llamados de uso y manual) acaso faciliten una adopción progresiva: primero en el repertorio que no tiene valor normativo; después, si el neologismo resulta válido, en el común (Alvar, 1992, p. 61).
Por ello, para Manuel Alvar, dictaminar qué neologismos deben acceder al instrumento filológico de referencia es difícil. En tal decisión interviene una gran diversidad de criterios que pueden tenerse en cuenta a lo largo del proceso de creación y gestación del Diccionario, lo que hace de su sistematización una compleja y ardua empresa, que ni siempre es compartida, ni siempre es respetada.
Dejando a un lado la concepción del neologismo propuesta por Manuel Alvar, tras haberse lanzado ya los “dardos” de Lázaro Carreter, encontramos otras posturas “que se mueven entre la tradición y la innovación, entre apelar al criterio de necesidad como razón para la admisión de voces o al de uso, y la de considerar operativos los dos factores, pues se refieren a realidades distintas” (Jiménez Ríos, 2015, p. 65). Citamos una de las mejores explicaciones que, según creemos, consiguen reflejar y poner de manifiesto el problema de las nuevas voces y de su inclusión o rechazo en la obra de referencia de la institución académica:
Pero, en fin, esta historia de criterios opuestos es interminable, y se ha agudizado, como decía al principio, al aparecer hace unos meses la nueva edición del Diccionario. Y es que la lengua tiene su propio vivir dentro de cada uno de nosotros, y lo que es afrentoso para unos es normal y conveniente para otros, lo cual suele producir desacuerdos con la Academia, a la que, hasta ahora, se ha solido tildar, con justicia, de retrasada respecto del uso, o, como en esta ocasión, de demasiado claudicante con todo lo nuevo, cualquiera que sea su estirpe, bien provenga del lenguaje suburbial, bien viva solo en un círculo de iniciados. Entre estos vocablos figuran, claro es, los xenismos, de que me ocuparé enseguida.
Como el prólogo de esta reciente edición hace notar, al DRAE le reconoce casi toda la gente hispana un carácter oficial. Las palabras son válidas si figuran en sus filas; de lo contrario, aunque estén en la boca de todos, piensan muchos que no valen; se exige, pues, a esta Corporación que sea árbitro del uso. Por otro lado, no debe “autorizar” –así se dice con palabra odiosa: mejor diríamos registrar– tosquedades, dichos de moda que pronto pasarán, groserías que hacen daño a los sentidos... Y así, se exige al Diccionario que sirva para descifrar lo escrito y lo hablado desde 1500 y, si ese material de extrarradio se omite, la Academia pasará por ignorante o estrecha; pero si lo integra se la inculpará por blanda (Lázaro Carreter, 2002, p. 7).
Muy significativo y loable es que sea un académico como Lázaro Carreter el que enuncie tales palabras y el que confiese sin tapujos el alcance que implica que un neologismo sea recogido o no en el Diccionario de la Academia y la repercusión que tiene en la aceptación y en el uso de la creación. En efecto, como declara, los académicos tienen la sensación de que se atenta contra el tesoro lingüístico español si se da cabida a novedades recientes, especialmente si formalmente incluyen alguna que otra uve doble o ka. Tan moderno como sincero se expresa cuando confiesa que “en nuestro tiempo está pujando una realidad nueva y cambiante que habla, y con cuánta fuerza, a la que es casi imposible no escuchar” (Lázaro Carreter, 2002, p. 7).
Resignándose y solicitando empatía casi a partes iguales, Lázaro Carreter denota la complejidad que entraña una tarea tan peliaguda como la que subyace a la lexicografía de nuestro tiempo7, pues bien conocidos y previstos son los desacuerdos y debates que van a suscitar sus posturas, sean cuales sean, tanto por exceso de restricción como por exceso de manga ancha:
Todo ello, y más que no puedo abordar, se abate sobre el lexicógrafo a la hora de confeccionar el elenco de su diccionario; y es especialmente difícil de afrontar cuando se trata de construir y reconstruir el Diccionario por antonomasia, el de esta Real Academia, tarea, como es bien sabido, en la que participan todas las Academias de América ¿Cuáles han de ser sus límites por arriba y por abajo, por los sótanos idiomáticos donde pulula lo malsonante, trivial o jergal, y por su ático, donde se recluyen las voces para pocos, entre ellos los tecnicismos? Evidentemente, si se quisiera acentuar el carácter rígidamente normativo, lo convertiríamos en ser un catálogo de antigüedades, como es el de la Academia francesa, con solo unas 30 000 entradas, el cual sirve para poco más que para leer a Molière. Dejaríamos fuera del lenguaje a los millones de hablantes que van al cine, a la discoteca, al fútbol, que se expresan en los periódicos, ante los micrófonos o las cámaras, y hablan en juzgados, en cámaras legislativas, en aulas o, incluso, en las sesiones académicas.
Quede este arduo problema para otro momento; voy a ocuparme [...] de la incorporación de vocablos nuevos, lo cual constituye un escollo máximo en la elaboración de un diccionario al cual se le reclama la acción normativa, que, por su misma naturaleza, debe poseer. Pero, ¿cuál es la fuente de que debe nutrirse de novedades? A esta pregunta parece razonable contestar que el Diccionario académico debe registrar los vocablos conocidos por un hablante ideal, tanto en lo hablado como en lo leído, que conozca o tenga los medios para conocer todos los aspectos diastráticos y diatópicos del idioma (Lázaro Carreter, 2002, p. 8).
Así pues, es al fin y al cabo la conciencia idiomática común que representan los académicos la que se combina con la agudeza personal para detectar, de ese modo, qué innovaciones son dignas de entrar en un repertorio lexicográfico o, por el contrario, de quedarse a las puertas. Este hecho trae aparejado que su incorporación al Diccionario sea un proceso lento y dilatado en el tiempo, algo de lo que Lázaro Carreter es bien consciente; incluso, lo comprende, pues sostiene que “parece claro que nuestra Corporación, tradicionalmente ha sido muy cautelosa a la hora de registrar neologismos; [...] pero la fuerza de la novedad es a veces tanta, como ya constataba Valdés, que puede con todo” (Lázaro Carreter, 2002, p. 9).
Por su parte, Casado Velarde (Jiménez Ríos, 2015, p. 68) juzga que la neología y el neologismo son fenómenos naturales propios de cada lengua, que resultan más de la conveniencia u oportunidad y del cambio lingüístico que de la necesidad, lo que le ha llevado a hablar del criterio vacilante que conlleva admitir o censurar una voz nueva, como efectivamente señala:
Si los académicos desean realmente, como cabe esperar, ofrecer un instrumento útil para los usuarios del idioma, deberían adoptar un criterio más inclusivo, consistente en registrar todas aquellas unidades léxicas de uso corriente. Registrarlas no significa recomendarlas. Pero al incluirlas en el lemario, los lexicógrafos obtienen la posibilidad de ofrecer, además del significado, una valiosísima orientación idiomática (Jiménez Ríos, 2015, pp. 68-69).
En estas líneas, según se aprecia, Casado Velarde establece una diferenciación entre aceptar que un neologismo pase a formar parte del caudal léxico de los repertorios lexicográficos y recomendar el uso de tales dicciones de nueva creación. Así pues, para el autor, que se registre una nueva unidad léxica en el Diccionario no significa que sea recomendable; por el contrario, el lemario únicamente es reflejo de la realidad que vive el usuario de la lengua española y de las palabras que utiliza en su forma de vivir en sociedad.
3. CONCLUSIONES
En las páginas precedentes hemos tenido ocasión de atender al fenómeno de la neología en la lengua española por medio de un recorrido diacrónico que ha tratado de sistematizar las numerosas posturas que, desde el Renacimiento hasta nuestra más reciente actualidad, han venido defendiendo la inclusión o la sanción de voces de nueva creación en el instrumento filológico de referencia: el Diccionario de la Real Academia Española.
En esta andadura, hemos compilado, de forma reflexiva e interpretativa, las múltiples pugnas a favor y en contra de la aprobación de neologismos españoles con aseveraciones tan sesudas como disparatadas. Esta revisión y actualización bibliográfica, ha permitido, pues, percatarse de cuán fundamental es acometer con perspectiva histórica la situación actual en la que, por una parte, la Academia no tiene en cuenta las necesidades del usuario y, por otra, el hablante se ofende porque no ve reconocidas en el Diccionario todas y cada una de las palabras que emplea en su día a día.
En este sentido, con la trayectoria emprendida, hemos podido evidenciar que este no es un problema reciente ni moderno, sino tan antiguo casi como la lengua española, ya que es en el momento en el que esta se forja y consolida cuando surge la conciencia de lo propio frente a lo ajeno. Tal indicio conlleva plantearse, en un primer momento, la aceptación o el rechazo del neologismo, y posteriormente, desde la creación de la Real Academia, el de su inclusión o no en el Diccionario.
No obstante, con independencia de la antigüedad del fenómeno neológico, sí es cierto que este ha aumentado exponencialmente en las últimas décadas –Jeudy hablaba ya del “delirio neológico intermedio entre la perversión y la neurosis” (Alvar, 1992, p. 63)– y, en consecuencia, su aceptación en el Diccionario por excelencia sigue dando lugar a opiniones tan variadas como complejas, cuya ordenación es difícil de solventar.
En definitiva, confiamos en que este estudio haya logrado arrojar luz sobre uno de los temas de la lexicografía hispana más controvertidos, como es su aceptación y diccionarización o, por el contrario, su rechazo. Es posible que en nuestra labor como investigadores y, más aún, como hablantes de la lengua española, no estemos de acuerdo con las decisiones de la institución académica, pero, al menos, estas si merecen el respeto de todos los que juzgamos y examinamos la configuración del Diccionario de la lengua española.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Adelstein, A. & Freixa, J. (2013). Criterios para la actualización lexicográfica a partir de datos de observatorios de neología. Comunicación presentada en el Congreso Internacional El diccionario: Neología, lenguaje de especialidad, computación, 28-30 de octubre. Ciudad de México.
Alarcos Llorach, E. (1992). Consideraciones sobre el neologismo. En C. G. Reigosa (coord.), El neologismo necesario (pp. 17-30). Fundación EFE.
Alvar, M. (1992). Los diccionarios académicos y el problema de los neologismos. En C. G. Reigosa (coord.), El neologismo necesario (pp. 51-70). Fundación EFE.
Bernal, E., Freixa, J. & Torner, S. (2020). Criterios para la diccionarización de neologismos: de la teoría a la práctica. Revista Signos. Estudios de Lingüística, 53(104), 592-618. https://doi.org/10.4067/S0718-09342020000300592
Cabrera, C. (ed.) (1991). Antonio de Capmany. 1786. Observaciones críticas sobre la excelencia de la lengua castellana. Universidad de Salamanca.
Estopà, R. (2015). Sobre neologismos y neologicidad: Reflexiones teóricas con repercusiones metodológicas. En I. M. Alves & E. Simões Pereira (eds.), Neologia das Línguas Românicas (pp. 111-150). Humanitas.
Horacio (2008). Sátiras, epístolas, arte poética (J. L. Moralejo, ed. y trad.). Biblioteca Clásica Gredos.
Jiménez Ríos, E. (2015). Recorrido histórico por las razones para la admisión de voces nuevas en la lengua y en el diccionario. Philologica Canariense, 21, 45-80. https://doi.org/10.20420/PhilCan.2014.0034
Lázaro Carreter, F. (2002). El neologismo en el Diccionario. Discurso en la presentación la Escuela de Lexicografía Hispánica [Real Academia Española, 15 de febrero de 2002]. https://bit.ly/45d8bPj
Real Academia Española (2021 [2014]). Diccionario de la lengua española, 23.ª ed. https://dle.rae.es
Sánchez Manzanares, C. (2013). Valor neológico y criterios lexicográficos para la sanción y censura de neologismos en el diccionario general. Sintagma, 25, 111-125.
San José, J. de (2022 [1651]). Genio de la historia. Legare Street Press.
_______________________________
1 La realización del presente estudio ha sido posible gracias al Plan Propio de Iniciación a la Investigación, Desarrollo Tecnológico e Innovación de la Universidad de Extremadura.
2 Para ampliar a este respecto, consúltese Adelstein y Freixa (2013).
3 Muy útil resulta el reciente estudio de Bernal, Freixa y Torner (2020), que combina un marco teórico muy detallado con una aplicación práctica muy resolutiva y elocuente.
4 Pese a los treinta años que tiene esta afirmación, la definición de neologismo no ha sufrido variaciones, lo que concede mayor vigencia a las palabras de Alvar.
5 No obstante, como declara Jiménez Ríos, “con anterioridad a esta obra, Nebrija había mostrado en su diccionario latino-español reparos a las voces nuevas y bárbaras, solo recogidas las primeras por necesidad, y las segundas, si contaban con el aval de la autoridad de los buenos escritores” (Jiménez Ríos, 2015, p. 47).
6 Confróntese el estudio “Valor neológico y criterios lexicográficos para la sanción y censura de neologismos en el diccionario general” (2013) de Sánchez Manzanares.
7 Para ampliar, véase el estudio de Estopà, titulado “Sobre neologismos y neologicidad: Reflexiones teóricas con repercusiones metodológicas” (2015), donde se ofrece una visión muy completa del fenómeno que en estas líneas analizamos.