Julio Guillén Navarro, Los Animeros de Caravaca: tradición musical y revitalización en las cuadrillas del sureste español, Caravaca de la Cruz, Murcia: Gollarín, 2019, 401 pp. + Un cedé con Ejemplos sonoros.

Caravaca de la Cruz es una ciudad que cuenta hoy con unos veinticinco mil habitantes, y que está situada en las estribaciones de la Sierra de Mojantes, en el interior de la Región de Murcia. Su nombre resultará más que familiar a todas las personas practicantes o conocedoras o estudiosas de la religiosidad popular en el espacio ibérico, porque en su Basílica del Real Alcázar de la Vera Cruz se conserva un relicario en cuyo interior se guarda la que la tradición dice que es una parte del Lignum Crucis o cruz en que murió Cristo. El perfil de cruz patriarcal del relicario ha sido replicado durante siglos en millones de dibujos, pinturas, impresos, maderas, metales y moldes, que han recibido tradicionalmente, en España, el nombre de cruces de Caravaca, y que han tenido todo tipo de usos no solo religiosos, sino también mágico-místicos. Fue creencia tradicional en pueblos de toda España, por poner un solo ejemplo, que los saludadores o curanderos carismáticos podían ser reconocidos desde el momento del nacer, porque tenían una cruz de Caravaca inscrita en el velo del paladar.

La ciudad murciana es notable por más razones, por supuesto; entre ellas porque es la sede de la Hermandad de Ánimas de Caravaca de la Cruz, o de los Animeros de Caravaca, si se prefiere: un micromundo complejo, caleidoscópico, cuyos miembros son cantores e instrumentistas que cultivan un amplio repertorio de música religiosa y de música profana de carácter tradicional y popular. Se trata de una institución que ha llegado a un grado de identificación insólito (aunque no desprovista de vaivenes y hasta de enfoques y actitudes diversos e incluso contrapuestos en lo que se refiere a sus propias identidad y actividad) con el pueblo en que tiene su raíz.

La Hermandad de Ánimas de Caravaca es un caso muy destacable entre muchos, porque fue el primero en resurgir en la década de 1970, tras su apagamiento durante la posguerra; y porque ha sido un modelo para otros grupos, dentro de la densa trama de cuadrillas de música popular que tienen actividad en una gran cantidad de pueblos y ciudades del sureste español, en una «zona que comprende la comarca de Los Vélez de Almería, la actual Región de Murcia y otras zonas cercanas de las provincias de Granada, Jaén y Albacete desde aproximadamente el siglo XVI hasta principios o mediados del siglo XX» (informa la p. 34 del libro). La tradición de los Animeros o cuadrilleros de Caravaca está además estrechamente conectada con la de los auroros murcianos.

La ciudad de Caravaca se ha hecho notable además porque al calor de esa Hermandad y de toda la insólita galaxia de músicas, versos, ceremoniales y ritos de sociabilidad que emanan de ella ha visto la luz el libro Los Animeros de Caravaca: tradición musical y revitalización en las cuadrillas del sureste español y, con él, una de las obras elaboradas más a conciencia y con objetivos y métodos más renovadores de entre las que han producido hasta hoy la etnomusicología, la etnografía, la folclorística, la antropología o la sociología de nuestro país. Sigue siendo mucho lo que los estudios de humanidades deberían decir a propósito del riquísimo fenómeno de las hermandades, cuadrillas y grupos de música popular del sureste español, y este libro marca un hito, al tiempo que propone un modelo que debería ser emulado en las poblaciones del entorno y de más allá.

Su autor, Julio Guillén Navarro, es no solo el firmante de la tesis doctoral (defendida en la Universidad de Valladolid en 2012) de la que este libro es reflejo; es además músico, etnomusicólogo y profesor de música, y ha tocado, cantado e investigado durante largos años con los Animeros de Caravaca, en un proceso sostenido y fecundo de lo que los antropólogos llaman observación participante: una estrategia de inmersión no tan común, por desgracia, en el panorama de nuestras ciencias sociales.

Guillén Navarro es no solo un músico y un etnomusicólogo especialista en folclore: es un estudioso interdisciplinar, que se mueve con solvencia en los campos más diversos, y que lo hace con una prosa dúctil y certera, y con una capacidad llamativa para estructurar con orden y transparencia la (muy compleja) secuencia de sus observaciones y argumentos.

El primer capítulo del libro, el que lleva el título de «Ejes de articulación: lo espiritual, lo identitario y lo sonoro», nos ofrece un trabado marco interpretativo, que vincula de manera persuasiva y cimentada sobre una bibliografía interdisciplinar las nociones de religión y religiosidad, identidad e historia, ritual musical y fiesta; y lo hace en el plano teórico igual que en el aplicado de manera específica al caso de Caravaca, cuyas geografía y ecología son también entendidas como factores influyentes en sus manifestaciones culturales. Especial interés tiene el epígrafe acerca de «las cuadrillas y grupos de Animeros del sureste español», dado que es imposible entender el proceso de construcción de la identidad de los Animeros de Caravaca fuera de la secuencia de los encuentros e intercambios (que por largos períodos de tiempo fueron muy intensos, y por otros quedaron restringidos, por designio de los propios cuadrilleros) que ha tenido con otros grupos que se hallan dispersos por cinco provincias y tres regiones.

Siguen dilucidaciones muy escrupulosas del nexo que «una cofradía laica» como es la Hermandad de Caravaca mantiene con respecto a las actividades y a las fiestas eclesiales; de la composición, las jerarquías y el papel decisivo que cumple en ella la figura del mayordomo; de la cronología de la Hermandad, cuyas raíces remiten a un pasado inmemorial, puesto que no hay documentos que expliquen su fundación ni sus primeros tiempos; se sabe, eso sí, que perduró durante siglos, hasta que le llegó un período de declive que desembocó en su práctica extinción, en los duros años de la posguerra, la inmigración, la despoblación, allá por el tránsito de la década de 1940 a la de 1950.

La minuciosa rememoración, hecha por el autor a partir de las conversaciones y entrevistas con muchos de quienes fueron sus impulsores y protagonistas, de la revitalización (Guillén Navarro emplea los términos revitalización y revival; a mí me parece preferible el primero) que arrancó en la década de 1970, se lee con sostenido interés. Da cuenta del desinterés de la política cultural franquista y de la poderosa Sección Femenina por las cuadrillas de Animeros, y de cómo hubo que esperar a que en el año 1975 el joven folclorista Manuel Luna, que había estado haciendo trabajo de campo en la Sierra de Segura, diese una conferencia en Caravaca que despertó entre varios jóvenes oyentes, universitarios algunos de ellos, el deseo de recuperar la tradición que llevaba más de dos décadas perdida. Fueron ellos quienes tomaron la iniciativa de informarse acerca de las viejas prácticas y del viejo repertorio, y quienes invitaron a los más mayores a sumarse al empeño de volver a poner en pie, al cabo de un cuarto de siglo, la tradición cuadrillera. Se trata de una iniciativa histórica porque, tal y como recalca Guillén Navarro en la p. 63 de su libro, «es bastante probable que Caravaca fuese el primer lugar del sureste español en el que surgió la intención de recuperar la actividad de un antiguo grupo de Animeros, gracias al impulso de los jóvenes y la ayuda de los viejos Animeros, que transmitieron todo el repertorio de conocimientos que tenían en su haber».

En aquellos tiempos de refundación fue muy importante, sin duda, el espaldarazo que las nuevas cuadrillas recibieron, en 1976, del programa televisivo Raíces y de su director Manuel Garrido Palacios; igual que lo fueron los discos comerciales que fueron grabados en los años siguientes: factores todos ellos que estimularon la adhesión en la misma Caravaca, y la proliferación de más grupos en otras poblaciones. Ello se tradujo en años de actividad expansiva, porque además de acompañar con sus músicas las festividades de signo religioso, hubo también una entusiasta presencia de las cuadrillas en fiestas y celebraciones absolutamente profanas, y en espacios que llegaron a ser bares y discotecas.

Desde muy pronto, y mientras el movimiento no dejaba de crecer, se hicieron patentes las diferencias entre los cuadrilleros que defendían que había que centrarse más en las prácticas y repertorios tradicionales y en la actividad local, y los (más jóvenes, en general) que defendían una especie de cosmopolitismo cuadrillero, que se manifestó por bastantes años en la frecuentación de encuentros y festivales propios y foráneos, en la renovación (que algunos vieron como corrupción) del repertorio, e incluso en la aproximación al mundo (con sus recursos y mercadotecnias intrusivos) del espectáculo folk. Los Animeros llegaran a disponer de un local propio y fue creada una escuela de folclore, que no duró mucho. Se debatió y no prosperó la propuesta de «actuar» con una indumentaria «típica».

Aunque en la década de 1990, con la retirada o la desaparición de los músicos de mayor edad, la balanza pareció inclinarse hacia los viajes, encuentros y convivencias con otros grupos de otras comarcas y provincias y hacia la transformación (o contaminación, para algunos) del repertorio, la década siguiente trajo un mayor equilibrio entre las dos posturas. Se establecieron, por un lado, normas escritas que obligaban a mantener la distancia con respecto a los espectáculos de tipo folk y a los concursos y festivales de sesgo costumbrista o seudofolclórico, así como a mantener la lealtad hacia el ritual animero y los bailes sueltos de toda la vida. Pero tampoco dejó de haber participación en encuentros (menos, y muy escogidos) con otros grupos, ni se abandonó la interpretación de los bailes agarraos (cuya tradicionalidad era más tenue que la de los sueltos), ni dejaron de incorporarse a las cuadrillas jóvenes con intereses más cosmopolitas. Los cambios demográficos de los últimos años, con la instalación en Caravaca de muchos vecinos procedentes de otros lugares, sin conocimientos previos de la tradición, está suponiendo un desafío más, aunque no se ha traducido en una merma de la identificación ni de la presencia de los cuadrilleros en las fiestas religiosas y profanas de la ciudad.

Julio Guillén Navarro fue testigo y partícipe de todos estos vaivenes en la última década, y conoció personalmente y recibió las informaciones y las opiniones de muchos de los que fueron las almas del movimiento cuadrillero desde los tiempos de la refundación, y hasta de alguno de los supervivientes del período de la posguerra en que se produjo la extinción de la Hermandad antigua. De ahí lo enormemente documentado, detallado y delicado de su historiografía y de su hermenéutica.

Aunque esa sección marque un punto álgido en el libro, hay otras que no desmerecen en absoluto de ella. El capítulo 3, «Los Animeros en acción: entre misas y encuentros de cuadrillas», profundiza en los aspectos sociológicos e ideológicos, y el 4, «Tocar música, saber de música. Tradición y actividad musical en torno a los Animeros de Caravaca» traza una caracterización exhaustiva de las prácticas musicales tradicionales en Caravaca y en «la zona de las cinco provincias», incide en la importancia de la transmisión y del aprendizaje oral, y remata con un muy detallado y técnico análisis etnomusicológico, que atiende con especial detalle a la organología, muy singularmente a la de la guitarra (y el guitarro, el laúd, la bandurria y el laudino, sus parientes) y el violín, sin que haya olvido del resto: los panderos y panderetas, el tambor, la campana, los platillos, y también, aunque su uso sea más ocasional, las postizas o castañuelas, la castañeta o caña rajada, el acordeón, la flauta, el flautín, el clarinete, el requinto, el saxofón.

El capítulo 5, «De la Malagueña cifrá a las animeras. Música de baile y rito animero en Carava y su entorno», comienza con el análisis de «la pieza más característica del repertorio animero en todo el sureste: […] las animeras, conocidas también como aguilando, aguilandás, aguilanderas, pascuas o animerás» (p. 205), y con el escrutinio de sus dos modalidades principales: las cifrás y las de arriba. Siguen más análisis de otras modalidades de músicas para el acompañamiento de las festividades religiosas. Aunque lo más sustancial del capítulo es la caracterización de la música profana, que se asociaba y se asocia, básicamente, al acompañamiento de un amplio elenco de bailes.

El autor enumera y caracteriza primero los bailes sueltos, que están considerados como los más tradicionales y antiguos, con sus modalidades de seguidillas (pardicas, pardicas poblatas o toreras, gandulas, manchegas), malagueñas (cifrá, de Juan Breva, borracha o cambiá, de arriba y de los tangos), jota (de arriba y de abajo) y yerbabuena. Da cuenta a continuación de los bailes agarraos, introducidos a partir del final del siglo XIX, sin partes cantadas y muy refractarios a la variabilidad: mazurca, vals, pasodoble, chotis, pericón o polca. Lo más original y de mayor densidad técnica de esta sección es el epígrafe dedicado a las «Estrategias para analizar el sonido animero», el «Análisis de las piezas sujetas a variabilidad» y el «Análisis de piezas religiosas (no sujetas a variabilidad)».

El último gran capítulo del libro, el 6, «Revival, identidad y música participativa en Caravaca», vuelve a analizar el proceso de recuperación de la música y del ritual cuadrillero, que había sido minuciosamente historiado en el principio del libro, pero ahora con un todavía más vigoroso despliegue de hermenéutica y de bibliografía académica internacional relativa a los conceptos de sonido, tradición, revitalización, folclore y folk, oralidad, autenticidad, patrimonio y patrimonialización, identidad, y unos cuantos más. Son conceptos que habíamos visto aflorar en otras secciones del libro, pero que aquí quedan encajados en un discurso comprensivo, de gran solidez y claridad.

En el libro, elegantemente editado, hay tablas y esquemas, una gran cantidad de fotografías de alto valor etnográfico, mapas, transcripciones musicales, glosario, una «recopilación de coplas tradicionales» y un cedé adjunto con un fragmento de la histórica conferencia (es decir, del evento desencadenante de todo el proceso de revitalización de la Hermandad) que dio Manuel Luna en Caravaca de la Cruz el 5 de febrero de 1975, y con cantos, músicas y algún testimonio oral de cuadrilleros, grabados desde la época de la refundación de hace más de cuarenta años hasta casi hoy mismo.

Si tuviésemos la fortuna de contar con una crónica tan concienzuda y tan interdisciplinar de cada grupo e institución de cultura popular de cada núcleo de población de España como la que nos confía este libro, podríamos jactarnos de atesorar un conocimiento digno y profundo de nuestro patrimonio tradicional. Por desgracia no es así, y este libro ha de quedar, por el momento al menos, como un jalón excepcional, y como un modelo que ojalá encuentre ecos en otros lugares.

José Manuel Pedrosa
(Universidad de Alcalá)