Voces infantiles sobre lo tenebroso. Nuevas y viejas caras del miedo en niños de Sevilla

Children’s narratives on the scary side of life. New and Old faces of Fear among Children in Seville (Spain)

Fernando C. RUIZ MORALES Y Alberto DEL CAMPO TEJEDOR

(Universidad Pablo de Olavide, Sevilla)

fcruimor@upo.es / acamtej@upo.es

ORCID: 0000-0002-8181-967X / 0000-0001-7374-6215

ABSTRACT: This paper explores the experiences, practices and discourses of fear of children aged between 9 and 10. A comparative analysis between these and the experiences and memories of adults of their childhood fears reveals multiple developments, such as the diminishing popularity and sinisterness of traditional bogeymen (the sack man, witches, etc.). These have been replaced by characters, plots and situations deriving from films and video games, which have been transformed into both oral accounts and other products of audio-visual culture. A combination of written, oral and visual forms, global stereotypes and local adaptations, and real and fantastic elements, children’s narratives of fear stem from many sources and clichés that are fueling each other at a rapid pace. Versus this tendency towards condemning and combating everything relating to childhood fears —at school and at home—this study demonstrates the continued influence and dual nature of terrifying practices and discourses: These are just as frightening as they are appealing for children who do not passively suffer it, but also recreate, spread, discuss, challenge, explore, play and invent, especially as regards their favourite fears, such as those associated with haunted places.

KEYWORDS: childhood fears, bogeyman, horror stories, survival and horror films and videogames

RESUMEN: Inserto en una investigación sobre los asustaniños en Andalucía, este artículo indaga en la experiencia, las prácticas y los discursos del miedo en niños de 9 y 10 años. La comparación con la vivencia y la memoria que guardan los adultos sobre sus miedos infantiles, revela múltiples transformaciones como la pérdida de popularidad y el blanqueamiento de los asustaniños tradicionales (el coco, la bruja, etc.). En su lugar irrumpen personajes, tramas y situaciones derivadas de películas y videojuegos, que se transforman tanto en relatos orales como en otros productos de la cultura audiovisual. Mezcla de formas escritas, orales y visuales, arquetipos globales y adaptaciones locales, elementos reales y fantásticos, las narrativas del miedo presentes en los niños provienen de una multiplicidad de fuentes y tópicos, que se retroalimentan a gran velocidad. Frente a la tendencia —en escuela y familia— a condenar y combatir todo lo relacionado con el miedo infantil, el estudio demuestra la vigencia y la doble naturaleza de las prácticas y discursos pavorosos: lo terrorífico resulta tan temible como atractivo para unos niños que no lo sufren pasivamente, sino que también lo recrean, propagan, debaten, cuestionan, exploran, juegan e inventan, especialmente en torno a sus miedos predilectos, como los derivados de espacios encantados.

PALABRAS-CLAVE: miedo infantil, asustaniños, relatos de terror, cine y videojuegos de terror y supervivencia

INTRODUCCIÓN

El miedo goza hoy de mala reputación; sería, en esencia, negativo, singularmente en los niños1, a los que, por ejemplo, habría que explicarles sin alarmarlos lo que ocurre con el COVID-19, para que no desarrollen inseguridad ni ansiedad excesivas. En la misma línea, se ha generalizado en las últimas décadas una corriente pedagógica que critica la antigua estrategia de padres y maestros de «meter miedo» a los niños para disuadirles de ciertos comportamientos y, en consecuencia, evitar ciertos actos o actitudes considerados peligrosos o perniciosos. Libros de psicología, guías escolares, blogs de crianza, páginas webs de consulta pediátrica, noticias periodísticas y de revistas han proliferado con la misma advertencia: la amenaza no educa ni previene malos comportamientos, sino que genera consecuencias negativas, físicas y psicológicas. Las referencias al coco o a la policía que nos llevará o encerrará si no obedecemos inmediatamente potenciarían el estrés, provocarían subidas de cortisol, dolores físicos, angustia, tensión, falta de concentración y, en el plano psicológico, sumisión, baja autoestima, desconfianza y un «incorrecto autoconocimiento»2. En vez de relatos de mantequeros, los adultos deberíamos narrar historias en las que el niño pueda identificarse «con algún héroe de ficción que acaba venciendo sus temores»3. De la misma manera que ver películas de terror o jugar a videojuegos violentos alentarían los comportamientos agresivos, así también la intimidación con algún asustaniños solo provocaría que el menor obedezca por temor a la terrible consecuencia y no porque haya comprendido e interiorizado las pautas de comportamiento deseables. El miedo, antigua estrategia de control social y educación, sería hoy tóxico, atenazador y generaría seres inseguros, acomplejados y ansiosos. Amenazar al niño con el cuarto oscuro, como contarle historias de brujas, constituiría un habitual pero perjudicial error educativo, concluye la Guía práctica de la salud y psicología del niño (Castells, 1999: 329)4.

Este artículo se enmarca dentro de un estudio antropológico sobre los relatos terroríficos con los que se amedrenta a los niños en Andalucía, y muy particularmente sobre los personajes principales de dichas narraciones, los llamados asustaniños, como el coco. En el presente estudio se analizan la experiencia, las prácticas y, sobre todo, los discursos del miedo en menores de 9 y 10 años, tomando como referente principal al alumnado de varios colegios de diferentes localidades sevillanas. El estudio parte de tres premisas:

(1) El miedo supone una respuesta neurobiológica, natural y adaptativa, a la percepción de un peligro, pero es aprendido, inculcado. Para la antropología social, toda experiencia emocional está asociada a contextos socioculturales específicos (Ramachandran, 2011; Burkitt, 2019): aprendemos a catalogar como peligrosos ciertos aspectos y no otros, de la misma manera que existe en cada cultura un repertorio de respuestas a dichos peligros (Morales y Acero, 2005; Olsson y Phelps, 2007; Barrera, 2010). Especialmente durante la temprana socialización, se nos enseña qué cosas temer, cómo y por qué evitarlas, así como qué emociones son lógicas y qué tipos de acciones deberíamos emprender (Furedi, 2002 y 2007). Varían las formas de ese aprendizaje, dependiendo, por ejemplo, de que la sociedad considere el miedo un sentimiento necesario para fomentar la prudencia o simplemente mantenerse alejado de peligros, o que, por el contrario, se tenga al miedo como una emoción limitante, incluso traumática. La enseñanza y la interiorización del miedo depende, además, de variables como el sexo, la edad o la clase social: se asusta a un niño de 5 años con el hombre del saco y a otro de 14 diciéndole que si persiste en su vagancia y en sus malos resultados académicos acabará como aquel indigente loco del barrio o como el «hombre de la basura». Los miedos reflejan valores, creencias, representaciones y otros aspectos relevantes de la sociedad en cuestión; aquello que lo provoca, y los mecanismos que se activan en torno al mismo, forman parte del conocimiento social del colectivo (Boscoboinik y Horáková, 2014). Nuestro primer punto de partida es, por tanto, que el miedo es una construcción social, tanto como el amor o el odio.

(2) La segunda premisa deriva de nuestras anteriores investigaciones sobre los asustaniños (Del Campo y Ruiz, 2015): así como atemorizar a los críos cumple diferentes funciones y tiene distintos sentidos, la experiencia del miedo no posee solo una dimensión negativa. Si así fuera, ni los adultos veríamos cine de terror, ni los jóvenes saltarían la valla para adentrarse en una casa abandonada con fama de «encantada», ni los niños se fascinarían por ciertos monstruos, tan intimidantes como sugerentes. ¿Es que, en su día, no nos subimos voluntariamente al tren de la bruja en la feria de nuestra localidad? Lo que nos asusta nos genera rechazo, repudio, animadversión, incluso puede paralizarnos, pero también nos atrae por múltiples motivos; por ejemplo, en algunos adultos esa seducción está relacionada con la posibilidad de ahondar en aspectos oscuros de nosotros mismos (Gilmore, 2003 y 2012; Classen, 2012). Para los niños, quizá más aún que para los adultos, explorar lo que les acongoja les permite explorar mundos fabulosos, ocultos, prohibidos, incluso que sugieren la posibilidad de poner a prueba la «verdad oficial» (Iturra, 1999: 71) del mundo de los mayores. El miedo no tiene por qué ser siempre desalentador, sino que puede constituir un impulso para actuar, o un motivo para transferir emociones, incluso para la compasión y la diversión (Humphrey, 2013).

(3) Nuestra tercera premisa intenta superar la generalizada tendencia en las ciencias sociales, y muy particularmente en la antropología social y en la sociología, de tomar al niño como un agente pasivo e inmaduro, destinatario de las formas de socialización imperantes, que irían moldeándole al antojo de los adultos, ideas que han criticado no pocos autores, especialmente desde los pasados años ochenta (Qvortrup, 1987; Neustadter, 1989; James, 2007; Moscoso, 2008; Pávez, 2012). En gran medida, son efectivamente los adultos los que crean y desarrollan relatos sobre asustaniños, reales o ficticios, o sobre situaciones escalofriantes, con propósitos muy concretos: por ejemplo, que el niño evite a tal o cual grupo de personas (consideradas malas influencias o peligrosas), o que se mantenga en los límites de lo conocido y seguro (el barrio, el pueblo, pero también el propio grupo étnico o la clase social). Sin embargo, nuestro estudio demuestra que, parafraseando un eslogan difundido por los científicos afines al llamado giro ontológico, «hay que tomar en serio a los niños», como ya hicieran a mitad del siglo XX los Opie (2001) en su trabajo de campo para analizar continuidades y cambios en el folklore infantil. Los niños son agentes sociales activos: sondean el mundo, lo interpretan y constituyen, en modo alguno siguiendo siempre los parámetros adultos (Urmeneta, 2010; Shabel, 2019). Dicho de otra manera, son activos constructores del miedo: hablan de ello con otros menores, reinterpretan relatos atemorizantes, crean otros nuevos y rastrean —a veces como juego— los límites de lo temible.

Estas tres premisas tienen su corolario en la metodología empleada. En la primera fase, ejecutada entre 2009 y 2011, se elaboró un cuestionario con una muestra heterogénea en cuanto a generaciones y entornos locales, compuesta por 689 personas. En dicha encuesta, llevada a cabo principalmente en localidades de Sevilla y Málaga, se pedía información sobre el principal asustaniños de la infancia, sus características y contextos de transmisión5.

Para comprender las significaciones y sentidos del coco, el mantequero y otros personajes, emprendimos una segunda fase entre 2014 y 2016, con entrevistas semiestructuradas a padres, a niños y adolescentes de Sevilla capital y las localidades sevillanas de San José de La Rinconada y La Algaba, con el fin de profundizar en aspectos como las formas de difusión y recepción, los sentimientos y las valoraciones de los sujetos.

Finalmente, entre 2017 y 2020, nos centramos en los niños, con dos técnicas de investigación desarrolladas con alumnado de varios colegios públicos sevillanos: tres en barrios obreros de las zonas norte y sureste de Sevilla capital; uno en Dos Hermanas, en el área metropolitana de Sevilla; otro en San José de La Rinconada, también cercano a Sevilla; y otro en Gelves, ciudad-dormitorio del Aljarafe. En primer lugar, se crearon grupos de discusión en las aulas, en los que, bajo la supervisión de sus respectivos profesores, pudieron hablar de las entidades y situaciones que les provocaban miedo. Por otro lado, se llevaron a cabo entrevistas semiestructuradas y charlas informales en contextos extraescolares, a veces en grupos de dos o tres, y solamente con niños con los que previamente nos habíamos familiarizado para generar la necesaria complicidad. Fue entonces cuando nos confesaron «cosas que no le contaría a mi profe ni a mi padre». Subsidiariamente nos entrevistamos también a veces con los padres y profesores del alumnado, para cotejar ciertos aspectos.

El espectro de la muestra en esta última fase se circunscribió a menores entre 6 y 10 años, que cursaban entre 1.º y 4.º de Primaria, si bien para contrastar los datos obtenidos llevamos a cabo también pesquisas, en menor número, con otros menores entre 11 y 14 años. Cualquiera que haya trabajado con niños conoce las dificultades que engendra la investigación antropológica con menores, en que la empatía y la confianza se generan con lógicas diferentes a las de los adultos (Fine, 1999). Por cuestiones en las que no es necesario detenernos aquí, la información fue singularmente rica en dos centros escolares, con respecto a los niños entre 9 y 10 años6: el de Gelves, en una urbanización de su término municipal, con predominio de alumnado de clases medias7; y uno de Sevilla, en el barrio Polígono San Pablo, con alumnado mayoritariamente de clases media y obrera, según la estructura ocupacional de las zonas donde se enclavan. Este artículo se centra principalmente en un análisis cualitativo de los discursos generados en esos dos centros y en ese rango de edad, aun si no desechamos la información obtenida con alumnado de otros colegios, ni la comparación con los testimonios que hemos recogido en anteriores fases y en esta última con informantes adultos, y en menor medida con jóvenes en la pubertad y la adolescencia.

El objetivo principal es analizar la experiencia del miedo de estos niños, deteniéndonos principalmente en sus propios discursos, es decir, en la manera en que rememoran, consumen, propagan, recrean relatos acerca de personajes, situaciones, objetos o acontecimientos que les suscitan desde inquietud hasta auténtico espanto. Nos interesa particularmente rastrear los cambios operados en las últimas décadas a través de la comparación de dicha experiencia infantil con la que nos fue revelada por adultos en las encuestas y entrevistas. Si es importante detectar las fuentes y los protagonistas de los relatos terroríficos, no lo es menos analizar las variantes que generan los propios menores, así como su inventiva. El protagonismo de los niños en la investigación permite comprender no solo las transformaciones en el miedo infantil, sino también sus múltiples dimensiones, no siempre asociadas a la naturaleza negativa que en los últimos años se ha impuesto como visión hegemónica. En definitiva, se trata de ahondar en el miedo escuchando la particular perspectiva que nos enseñan las voces infantiles, que lo mismo resuenan con terror que con burlona complicidad cuando hablan de monstruos, casas encantadas y otras entidades que asociamos al susto y la turbación.

PERVIVENCIA Y OLVIDO DE LOS ASUSTANIÑOS TRADICIONALES

En toda época y cultura se enseña a temer aquello que desafía la lógica de lo esperable, que cuestiona las delimitaciones claras y el estatus ontológico de quienes habitan el mundo (Graham, 2002; Williams, 2012); un mundo en el que hay vivos y muertos, humanos y no humanos, seres y cosas cercanas, propias, y otras ajenas, diferentes. Por ello, el miedo obliga a clasificar moral y cognitivamente: lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo limpio y lo sucio, lo normal y lo anormal, lo comprensible y lo incomprensible. Los antropólogos hemos comprobado la arraigada concepción, en muy diferentes lugares del mundo, de que asustar al niño es un tipo de incitación emocional para que su aprendizaje sea más efectivo y duradero, en la idea de que cuando más memorable fuera la experiencia, más eficaz sería ese aprendizaje. Obviamente no es el único recurso: también se elogia o se anima, pero parece que la estrategia de horrorizar es un universal en la crianza infantil (Quinn, 2005), de ahí que cada cultura tenga sus particulares personajes creados como asustaniños.

El trabajo de campo con los menores demuestra que no han desaparecido del todo los asustaniños «clásicos», que son los más rememorados por los adultos de entre 40 y 85 años: el coco, el hombre del saco, el mantequero, el momo. La experiencia infantil del coco —el asustaniños más emblemático y frecuente (Del Campo y Ruiz, 2018)— nos informa sobre algunos cambios en referencias y contextos de transmisión. No pocos de los menores lo categorizan hoy como «un zombi» de los que proliferan en el cine y vídeos que ven en sus tablets, traducido —como otros asustaniños clásicos— al imaginario espectacular de la cultura popular, que está más cerca de ellos que la voz de los abuelos y que la penumbra del hogar. No obstante, el cambio en formas, agentes y destinatarios de difusión no supone en el fondo la desaparición del tema ni de la variabilidad de relatos.

Además, y a diferencia de sus mayores, los pequeños no solo lo conocen hoy por la tradición oral, sino por los libros: «Es como los que aparecen en los libros» (niña); «Tenemos en la biblioteca un libro de leyendas, y aparecía el coco. Su historia es que una niña no se quería dormir, y al día siguiente…» (niña); «Mi madre compró un libro para controlar las emociones, y cada noche leemos una, y puso de ejemplo el coco y me puse a llorar» (niña). Este cambio está relacionado con la pérdida del hábito de transmitir relatos orales en el entorno familiar. Muchos padres acuden a una variada oferta de libros, amén de los que se utilizan en el entorno escolar. Tal vez ello haya tenido una incidencia en la magia y eficacia del coco, dado que dichos textos presentan a menudo al personaje como alguien amigable o como «malo pero que no da miedo» (niño). A diferencia de lo que ocurría hace cuatro o cinco décadas, los niños de hoy identifican al coco como un personaje «para asustar a los más pequeños», hasta el punto de que, normalmente, su mención les provoca hilaridad. Si algunos adultos (como un varón de 80 años) confiesan que temió al coco hasta los once años, los actuales infantes lo ven como una invención, sobre todo de las madres8.

El no menos tradicional hombre del saco motiva espontáneamente la habitual exclamación con que los niños han sido asustados —«¡que viene el hombre del saco!»—, escuchada (a diferencia de lo que ocurre con el coco), sobre todo, a padres y abuelos: «Mi padre me contó la leyenda del hombre del saco. Vi un hombre con un saco que se movía» (niña); «Cuando yo era chico, mi padre me dijo que el hombre del saco me iba a meter en el saco para siempre» (niño). También las madres amenazan a sus vástagos: «¡Como no me hagas caso, va a venir el hombre del saco!» (niña). Otra menor confiesa que durante años creyó ver a ese temible ser, «cuando mi madre me lo contaba». Al comparar los testimonios infantiles con nuestras anteriores indagaciones con adultos, queda claro que tanto el coco como el hombre del saco han perdido popularidad, aun cuando no han desaparecido del todo. Otro tanto ocurre con el mantequero, personaje también en declive pero que se ha almacenado en la memoria de una manera menos difusa que los anteriores. Los mantequeros —explica una niña, refiriéndose a ellos como una figura del pasado— eran «hombres con chaqueta larga y carretilla, robaban a los niños», mientras que otros infantes les identifican con chatarreros y otra gente ambulante: «Mi padre contó que el mantequero nunca vestía de blanco. Tenía una cárcel para los niños y allí se volvían locos» (niña); «Iba con paquetes de mantequilla y un cuchillo carnicero. Clavaba el cuchillo al niño» (niño); El mantequero «raptaba y mataba a los niños», aseguraban la vecina y el abuelo de un menor. Este tipo de personajes puede resultar especialmente desconcertante, dada su condición de ser humano que ronda entre nosotros, por lo que al miedo «se le añade la pesada carga de la sospecha, que es mucho más perturbadora y mucho más disolvente que el miedo. Y la sospecha pone en cuestión la confianza del prójimo, ataca los fundamentos de la vida comunitaria» (Pedrosa, 2008: 38).

En comparación con los asustaniños de hace unas décadas, en el proceso de amedrentamiento de los críos actuales juegan un importante papel los animales. Para que los menores no cruzaran la calle o para provocar otro tipo de obediencia, los niños han oído mil veces alusiones como «¡que viene el gorila!», o similares referencias a otros animales como el potro, la vaca, el mono o el dinosaurio. Ciertamente el animal es a la vez extraño y cercano, y por ello es un otro tan real como inquietante (Malaxecheverría, 1986: 198-199). Pensamos que la utilización de ciertos animales de granja como asustaniños está relacionada con la progresiva pérdida del contacto cotidiano con esos animales. Comentándolo con uno de nuestros entrevistados adultos, criado en una localidad donde abundaban las vaquerías hace décadas, aseguró tajante: «¡Anda que me iba a dar miedo a mí una vaca…, si yo iba a por la leche todos los días!». De la misma manera, la utilización del dinosaurio como asustaniños —ausente hace unas décadas— responde probablemente a la divulgación generada a partir de películas como Jurassic Park y Ice Age, que la mayoría de niños reconoce haber visto. Los animales prodigiosos están presentes en todas las mitologías. Como animal extinguido, no extraña que el dinosaurio se asocie a otros animales de naturaleza fantástica (la rampalla, por ejemplo, mitad pájaro, mitad mujer), pero es muy probable que su popularidad en las últimas décadas se explique por el boom que tuvieron los dinosaurios a raíz de alguna de las películas mencionadas.

Como cabía esperar, entre los niños de hoy han menguado considerablemente los asustaniños de inspiración local o incluso familiar. Han desaparecido también casi los asustaniños reales, de carne y hueso, que sus mayores conocieron vagabundeando por las calles del pueblo o del barrio. Pero pervive alguno, caso de Casiano. Ya superado por la pequeña, lo describe de esta forma: «Se lo inventaron mis padres, y se lo digo a mi hermano; cuando me subía en los columpios me decían: “¡Que viene el Casiano!”. Me lo imagino un poco feo, con nariz larga y ropa fea, color marrón; zapatos negros, las piernas grandes. Muy grande. Y con cuernos». La pervivencia de algunos relatos parece relacionada con las inquietantes emociones que provocan. Es el caso de la historia de la niña del pozo, un clásico con muchas variantes. Contaba su madre a una pequeña que se trata de «una niña que era muy mala y la empujó la madre al pozo…, se lleva a quien está durmiendo». Otra teme a los fantasmas «porque han muerto» (niña), según escuchó de sus mayores, quienes no desalientan ciertos temores: «Cuando me voy de vacaciones, mi casa se queda sola: temo que entren espíritus» (niña). Otro clásico que han citado, a partir de relatos de los padres, es la mano negra, aunque no se ajusta al tradicional cuento en el que esta es la sirviente de un ogro que castiga la curiosidad de las mujeres (Rodríguez Almodóvar, 1995: 82-89).

Algunos asustaniños tradicionales han muerto definitivamente. Así el lobo, por ejemplo, transformado de enemigo a batir (por las pérdidas que ocasionaba en el ganado) a especie protegida. Y los gitanos, otrora frecuentes, cuando no solo era común que acamparan en los márgenes de algunos pueblos (coincidiendo con ciertas fechas, como ferias o épocas de recolecta), sino que estaba más generalizado un tipo de racismo explícito que hoy se combate en las aulas, el ámbito familiar y los medios. Otro de los personajes otrora más emblemáticos, la bruja, goza actualmente también de poco predicamento. De hecho, apenas hay reacción cuando se les nombra a los infantes de hoy. En varios casos, la bruja dio lugar a interesantes intervenciones que establecían comparaciones entre las brujas de los cuentos y de las películas: «En el cuento las hay buenas, en las películas solo son malas», como si el personaje hubiera perdido su secular carácter ambivalente, frecuente en los relatos orales. El cine agudizaría la naturaleza malévola de la bruja. Refiriéndose a Hänsel y Gretel, un niño asegura que «en el cuento no siento miedo, en la película sí». Sin embargo, por otra parte, la bruja ha sido también objeto de un blanqueamiento en relación a ciertas políticas de género que intentan invertir el orden de un mundo creado por hombres en que valerosos héroes luchan contra la bruja para proteger a la indefensa doncella. La tradición de figuras femeninas perniciosas, ciertamente antigua (González, 2015), está en solfa. Incluso «hay brujas buenas», objetan algunos niños, como también «monstruos buenos», casi bobalicones, caso del «monstruo de los colores» tan en boga en las escuelas como material didáctico sobre la identificación y gestión de las emociones, asunto que se ha convertido en un nuevo mantra pedagógico.

Ciertos asustaniños antiguos, como las caras de Bélmez o el Lute, han quedado como personajes coyunturales de una determinada época en que acapararon parte considerable del foco mediático. Otros, como los bandoleros, han ido desapareciendo del imaginario; así también los casos de Verónica, Begoña, la Tragantía, los marimantas o los martinitos9. En comparación con sus predecesores, sin duda el número más exiguo de asustaniños y la repetición de ciertos personajes señala a la pérdida del relato oral como forma de difusión y su sustitución por canales más generalizados como los textos escolares o las películas. El relato oral en las reuniones de vecinos o simplemente en los minutos previos al sueño no solo fomentaba la transmisión de personajes y situaciones terroríficas que pasaban de generación a generación, sino la creación de infinidad de variantes locales. Cada pueblo, casi cada familia, tenía sus asustaniños ajustados a vivencias y miedos específicos, peculiares de tal o cual entorno. Libros, películas, textos escolares, unifican y moldean las mentes infantiles con cánones similares, comúnmente admitidos.

MUTACIONES E INNOVACIONES EN LOS RELATOS TERRORÍFICOS

Lo anterior podría estar relacionado con el triunfo de los paradigmas racionalistas, que conllevan la reducción de la complejidad de lo humano: los relatos contemporáneos habrían «perdido la funcionalidad primigenia del mito», y se insertarían en una sociedad atomizada en la que el miedo está presente «en múltiples situaciones sin ofrecer la posibilidad de canalizarlo para superarlo y poder reaccionar» (Antón, 2015: 268). La creencia en lo sobrenatural no ha perdido vigencia, y la vida social no se entiende sin la centralidad de los elementos simbólicos e imaginarios que la componen y estimulan (Bennett, 1999; Maffesoli, 2005). Y sin embargo, lo imaginario, especialmente en el terreno del miedo infantil, está sufriendo profundas transformaciones en los últimos años. En parte estos cambios se deben a modificaciones en las pautas educativas, tanto en el colegio como en la familia. Muchos padres entrevistados consideran inapropiado («cruel», «traumático», etc.) la tradicional estrategia del asustaniños y alegan que el recurso al temor y el castigo ha dado paso al diálogo y al premio. Sin duda, en Occidente ha cundido la idea de que, en un mundo plenamente civilizado, el miedo y el riesgo habrían de ser proscritos (Stearns, 2008: 21), muy especialmente en el contexto infantil. Ello va parejo a la asunción de uno de los mitos de las sociedades modernas nacidas en la Ilustración: la idea de que los niños son emocionalmente frágiles, sobre todo en lo concerniente a las impresiones consideradas negativas. Supone también la aceptación de un mundo en que se extirpa lo doloroso, lo preocupante, singularmente en el ámbito de los chiquillos, que habrían de vivir sin percibir la enfermedad, el dolor, la muerte, ni siquiera de sus familiares. El modelo es el de un niño feliz e ingenuo, absolutamente inconsciente de los avatares de una vida que se le presenta edulcorada. La amenaza y el miedo están tan extirpados como el trabajo duro y el castigo aleccionador. En una etnografía entre los saraguros (indígenas de Ecuador), comprobamos cómo los padres, al igual que los de los otavaleños y de otros grupos étnicos andinos, siguen considerando el «baño de ortigas» un vital recurso de «corrección» y «purificación» para los menores, procedimientos que los blancos y mestizos ven con horror. Por otra parte, en comparación con los occidentales, los saraguros no tienen una percepción alta de la vulnerabilidad de los niños y algunos de los que habían estado en España y en Estados Unidos durante años se asombraban de cómo los adultos de las sociedades «desarrolladas» vivíamos obsesionados con supuestos peligros a los que estarían expuestos los infantes, desde el acoso escolar, a los traficantes de órganos o la pederastia. En cierto sentido podríamos decir que el miedo ha pasado de los niños a los adultos: son estos los que viven con congoja la peligrosidad de ciertos personajes —como el rumano que rapta al niño para traficar con sus órganos— que, en su manera estereotípica y deformada, pertenecen al folclore contemporáneo más que a la realidad criminológica empírica.

También en las charlas con el personal docente de las escuelas pudimos comprobar cómo los colegios juegan un importante papel de quitamiedos. Conscientemente se evita reproducir las truculencias presentes en muchos relatos populares, y se difunden historias amables y positivas, creadas por expertos en pedagogía o en psicología, ligados a corrientes educativas internacionales. Algunas historias tradicionales, incluyendo Caperucita o Blancanieves, son «políticamente incorrectas», problemáticas para los planteamientos pedagógicos en auge10. Fundamentalmente se trabajan las emociones para buscar el control de las mismas por parte de los chicos, evitando experiencias críticas y buscando el refuerzo positivo. Gozan de aceptación libros como Los niños, el miedo y los cuentos. Cómo contar cuentos que curan (Gutiérrez y Moreno, 2012) o El libro valiente (Port, 2013)11. Sin embargo, como veremos más adelante, los niños esquivan esas intenciones, inclusive en la propia escuela.

Frente a las experiencias más perturbadoras que algunos adultos rememoran al recordar cómo cierto pariente les relataba, cuando eran niños, la turbia historia de tal o cual personaje siniestro, muchos menores de hoy resaltan que las admoniciones para asustarlos acabaron frecuentemente en bromas: al niño no habría que infundirle terror. Tanto los discursos como las correspondientes actuaciones de gesticulación que los acompañan, terminan dando paso, en muchos casos, al desvelamiento de que todo ello es inventado, ficción: «Mi padre me dice siempre que no hay que tener miedo de las brujas y esas cosas…, que no existen». Un chico reseña una reciente experiencia desconcertante y su resolución: «El otro día dejé cerrado mi cuarto, con pestillo, y al volver estaba abierto». No se dejó pasar tiempo para que cundiera el pánico y la inseguridad en el menor: el padre acabó reconociendo que había sido él el que estaba detrás de aquel misterio, que en otros tiempos se hubiera aprovechado quizá para infundir al niño tal o cual norma. En la playa, una niña recuerda cómo se asustó con un monstruo marino, que resultó ser «mi padre con algas en la cabeza».

Sin embargo, en algunos casos, y pese a las explicaciones tranquilizadoras de los progenitores, persiste la desconfianza de los niños: «El padre de mi amiga nos contó un libro de niños que se convertían en zombis; creo que la enfermera loca de ese cuento va a venir» (niña). Por otra parte, los patrones educativos estandarizados no se aceptan por igual en todas las familias. En algunas, los padres siguen recurriendo a antiguas estrategias atemorizantes para mantener alejados a los niños de ciertos espacios: «Mi padre, cuando era pequeña, había un cuarto de baño que estaba siempre apagado…» (niña). En ocasiones, se consideran necesarios ciertos efectos dramáticos: «Mi tío, su casa es como más antigua; y atrás hay un cuarto de baño. Cuando tenemos que ir allí, mi tío empieza: ʺ¡Huuuuu!ʺ» (niña).

Ayer como hoy, las transmisoras de relatos inquietantes son, sobre todo, las madres: «Me asusta el cuento del vampiro Untamantequilla, que me cuenta mi madre» (niña). Otros tuvieron pesadillas después de que la madre leyera en voz alta La Tormenta o un libro de la colección Pesadilla, sobre un coche fantasma: «Mi padre llega tarde de trabajar, escuché y creí que era el coche fantasma» (niño). No solo los ascendientes; también amigos, vecinos, tíos, primos y hermanos mayores son protagonistas como asustadores. A veces, provocan verdadera angustia12: «Mi hermano me contó que Stan Lee iba a morirse13. Es un señor que me gusta mucho, es creador de Marvel» (niño).

A diferencia de lo que ocurría hace algunas décadas, hoy algunos de los episodios más terroríficos no son relatados por los progenitores —muchos de los cuales lo consideran inapropiado— sino por otros niños, lo que demuestra la atracción que el miedo ejerce más allá de la estrategia aleccionadora y educativa. Entre los relatos de miedo narrados por menores para menores destacan los episodios protagonizados por payasos y por muñecos, muchas veces inspirados en el cine. A una niña su amiga le contó el caso de la muñeca Molly, que según una leyenda muy difundida, mató a la chica que la adquirió, así como también a sus padres: «Me compré una muñeca y le llamé Molly, y me creo que por las noches va a saltar» (niña). A otra también le mortifica «la historia de Molly, una muñeca; me lo contaron» (niña). En uno de los colegios donde se desarrolló nuestro estudio es popular «la monja que no puede andar», propagada por los propios niños. Ante la amenaza de esta, «siempre miro debajo de la cama» (niño). Una chica manifiesta temer «a las pesadillas cuando mi amiga me cuenta la historia de la monja que no puede andar».

En ocasiones, los relatos más truculentos corren a cargo de otros jóvenes, que parecen hallar un singular placer en escenificar y contar a parientes y amigos más pequeños historias zozobrantes: «Mi primo me cuenta historias de miedo. Pasé por esa escalera y empezaron a perseguirme mis primos, disfrazados de Chucky y la monja» (niña); «Mi hermano me asusta con una espada» (niño); «De pequeña, me daba miedo la careta de mi primo» (niña); «Mi hermano, de 6.º, para meterme miedo, me cuenta historias» (niño). En algunos casos, la naturaleza del relato demuestra que el niño es en esencia un transmisor de una historia narrada por un adulto: «Me da miedo una historia sobre un cuadro que tenía un espíritu, El retrato de Dorian Gray, y yo lo cuento» (niña). Pero los menores son también creadores de relatos de miedo, según sus propias experiencias. A una niña le atemoriza el «hombre que quita perros», evocado por su prima a quien, al parecer, le robaron su mascota mientras lo paseaba junto a su abuela. Lo empírico y lo fantástico se entremezclan frecuentemente. La fiesta de Halloween, muy popular desde hace años, ha dejado su huella entre los menores. Los adultos entrevistados no recrean relatos ambientados en esta fiesta anglosajona, pero sí los niños quienes, además de conocer películas de terror basadas en Halloween, han tenido experiencias inquietantes al salir por las calles durante esa celebración. Una niña recuerda cómo una bruja la atemorizó hasta el punto de mantener ese recuerdo como estampa del más vívido terror; otra cuenta inquieta cómo se topó en el ascensor con un payaso siniestro.

La comparación entre los personajes, objetos y situaciones elegidos para infundir el miedo hace medio siglo y hoy sugiere también una pérdida de importancia de lo fantástico. Algunos padres optan por describir hechos que consideran reales, en detrimento de los habituales relatos imaginarios: «Me da miedo la anorexia. Mi madre me lo cuenta» (niño). En ocasiones, se recurre a tópicos divulgados en relatos tradicionales, que recuerdan también los adultos, y que hoy cobran nuevo impulso: «Mi abuela se pinchó, y me dijo que cuidado con la aguja, que si penetra te puede llegar al corazón» (niña)14. Uno de los temores más frecuentes es el miedo «a que me pille un coche» (niña), a «que a mi hermana mayor le pase algo, que la quiero mucho» (niña), o a «que se esfumen las cosas que más quiero, y que se queden mis padres sin dinero» (niño). Lejos de los miedos a que el mantequero o que la bruja te coma, muchos niños han sido aleccionados en lo que llamaríamos «temores realistas y prácticos», por ejemplo, el pavor a quedarse atrapado en un ascensor o caer desde un balcón: «Mi abuela me contó que un niño que jugaba con los ascensores dándole para arriba y para abajo, fundió todo y se enganchó en la puerta y le cortó la cabeza… y cuando llamó un vecino al ascensor se encontró el cuerpo sin la cabeza» (niña); «Mi padre me dijo que el hijo de un amigo suyo que estaba jugando al escondite en la casa, se escondió en el congelador y alguien puso algo pesado encima y no pudo salir y cuando llegó la madre, el niño estaba congelado… y se murió allí congelado» (niño). Se trata de leyendas urbanas, en cuya generación y transmisión se utilizan múltiples fórmulas (Brunvand, 2011). Incluso, frente a los personajes concretos, que son posibles de imaginar aunque no se vean jamás, ciertas turbaciones personales tienen referentes abstractos: «el fin del mundo» (niño) o «el futuro y la soledad» (niña).

Clásico ha sido también amenazar al niño con que, de portarse mal, algún familiar —típicamente la madre— enfermaría, abandonaría a su menor, incluso moriría. «Como me porto mal, mi madre me dijo que algún día se podía morir» (niño); «Mi madre me contó que no paraba, me dijo que se iba a morir» (niña); «Mi madre dice que se va a ir si nos portamos mal» (niña). La pervivencia de semejante amenaza, por aterradora y contraria a las actuales corrientes pedagógicas que nos parezca, pudiera tener que ver con ciertas dificultades a las que se enfrentan algunos progenitores. Muchos adultos consideran que, ante la impopularidad de la aplicación de castigos físicos, se recurre más a cierta violencia psicológica: «Mi madre crio a cinco y sacaba el cinturón y estábamos todos corriendo…, yo ahora tengo dos y creo que les he amenazado más veces en un año que mi madre en toda su vida… ella no amenazaba con chantajes… ¡actuaba!».

En todo caso, el miedo no siempre es infundido intencionalmente: «Mi padre dice que el vaso se movió en una güija» (niño). A veces pervive el miedo al otro, al diferente, a pesar de que no hayan sido los padres los que hayan señalado hacia ciertos personajes marginales: el afilador, el chatarrero, y hasta «los enanos, por un sueño que tuve una vez» (niña). Ladrones y secuestradores siguen ocupando un lugar destacado. Ahora no es el coco, ni la gitana, sino cualquier individuo anónimo, cualquier persona puede esconder un criminal: «Estar solo en casa, que aparezca un hombre y me secuestre» (niño) es un terror frecuente; «Me asustan los ladrones y los ruidos por la noche» (niño); «En mi casa, que vengan a robar» (niña). Cuando el temor se perfila algo más, a menudo es el resultado de la memoria de escenas sangrientas frecuentes en el televisor: «[tengo miedo a] que por la noche entre un ladrón con metralleta o un francotirador, o con un dóberman» (niño).

INDUSTRIAS GLOBALES DEL TERROR: EL CINE, LOS VIDEOJUEGOS Y LA RED

La propagación de ciertas narrativas, originarias de las sociedades dominantes, y la extinción de otras de pueblos periféricos, con menor poder, es un fenómeno bien conocido. Leyendas, historias sagradas, cuentos populares han sido vehículos de difusión de las concepciones culturales hegemónicas, en detrimento de otros relatos que han caído en el olvido. El cine norteamericano está en la base de muchos de los relatos de miedo actuales entre los niños, lo que no constituye ninguna novedad: desde el siglo XX, el cine, adalid de la “cultura popular”, difundió motivos que alimentaron el folklore, muchas veces nutriéndose del mismo.

Hay quien considera que el género cinematográfico de terror ha difundido ciertos modelos-clichés, como el psicópata o el asesino en serie, especialmente en películas que buscan explícitamente provocar la angustia y el terror, con representaciones exageradas, de alto impacto, como la clásica situación en que un individuo solo y en oscuridad se enfrenta a un despiadado y violento descuartizador (Martos, 2004). Frecuentemente, la maldad de los personajes cinematográficos norteamericanos resulta más gratuita e inequívoca que la de ciertos asustaniños tradicionales. La perfidia de estos guarda una relación directa con los comportamientos infantiles que se quieren controlar y, a menudo, existe una clara relación causa-efecto entre los horribles actos del asustaniños y el indeseable comportamiento del menor que se quiere evitar. En la mayoría de casos, los monstruos del cine no se crearon, explícitamente, con fines de control social, corrección de acciones o asunción de ciertos valores. Son, en gran medida, puro entretenimiento, aun si están basados en «lugares comunes» como la necesidad de desconfiar del extraño o la lógica del castigo. Además, la divulgación del arquetipo del psicópata y, en general, del criminal que mata, viola o descuartiza por pura maldad, no relaciona los antivalores con ciertos rasgos concretos, ni ancla la maldad a ningún grupo o moralidad en particular, dado que el psicópata puede ser cualquier vecino que vive con aparente normalidad. Ello promovería la idea de un peligro ubicuo, y de que las amenazas pueden venir de cualquier lado y sin motivo, generando un miedo difuso y generalizado. En términos de Bauman (2010), estaríamos, también para el niño, ante el atenazador «miedo líquido».

Aunque los padres y abuelos de los actuales niños también se criaron viendo películas norteamericanas, no cabe duda de que la impronta de esa particular industria del miedo no ha hecho más que crecer. Sin embargo, no todo es nuevo en la sustitución de los relatos orales por las tramas cinematográficas. De hecho, el cine recoge elementos procedentes del repertorio de distintas tradiciones culturales, reconvirtiéndolas a un lenguaje con pretensión universal. Ya sean objetos malignos, sueños premonitorios, cosas con vida propia, palabras malditas, posesiones, animales devoradores o espíritus diabólicos, muchas de las invenciones del cine se basan en arquetipos tradicionales, extendidos en varias culturas, por lo que algunos de los nuevos miedos son en realidad readaptaciones de otros antiguos. Por ejemplo, los zombis, como muertos vivientes que vuelven para castigar a los vivos, se relacionan con las ánimas, los espíritus y otros personajes de ultratumba, muy extendidos por todo el mundo.

Por otra parte, la audiencia utiliza, reinterpreta y transforma lo que ve, en relación con sus propias necesidades y claves socioculturales que, a menudo, se alejan de las intenciones y significados de los productores de ese mercado cultural global. La recepción es determinante, como mostró J. Callejo (1995) respecto al impacto de la televisión. En ella participan los padres y otros familiares con quienes se suelen ver estas películas, y que dicen y hacen cosas que forman parte de ese contexto comunicativo. Así, incluso los personajes y situaciones más hollywoodienses se adaptan al contexto local. Una niña recuerda cómo su padre le contó que los zombis de una película, como los duendes, vivían realmente en un lugar del pueblo, proscrito para los menores. El peligroso ladrón de un largometraje puede dar pie a que el padre cuente un episodio familiar (no sabemos si cierto o no), que queda grabado en la memoria del niño: «Mi padre tiene una vara que utilizan los moros para matar a la gente, y ojalá venga alguien a robar para ver qué daño le puede hacer esa vara. Una noche escucharon un ruido de una puerta, con palanca; mi padre le clavó esa vara al hombre, le quitó la pistola y llamaron a la policía» (niño).

Los zombis se encuentran entre los personajes del miedo más aludidos por los niños, fenómeno inseparable del cine, los videoclips y otros formatos audiovisuales. Un adolescente nos recuerda cómo cuando tenía diez años «vi un video en la tablet de un zombi… por primera vez… y busqué en la tablet, en Internet… y me dio mal rollo… me daba miedo». También son populares ciertos muñecos cinematográficos, juguetes que se convierten en monstruos en la casa familiar, que es justo el espacio más íntimo y —en principio— afectivamente positivo. Impacto especial ha tenido Chucky: el muñeco diabólico, película que desde 1988 hasta, al menos, el año 2017, ha merecido varias versiones. O Annabelle (2014), «una muñeca que mata a la gente» (niño). Una niña manifiesta su recelo hacia «una muñeca que me regalaron de chica, me daba miedo porque vi Annabelle». La divulgación de varias películas de terror protagonizadas por muñecos y muñecas que cobran vida para ejercer el mal, impregna la visión que muchas niñas tienen de sus juguetes: a una niña le espantan «las Barbies, porque siempre están sonriendo»; a un chico, «los peluches de mi hermana».

Prueba de que el niño de hoy es, ante todo, un homo videns (Sartori, 1998), es que, a diferencia de los testimonios más parcos que nos ofrecen con respecto a los asustaniños tradicionales, les encanta hablar de tal o cual película, invariablemente producto de Hollywood15: El Exorcista (1973), Poltergeist (1982), Solo en casa (1990), Scary Movie (2000), Soy leyenda (2007), Pompeya (2014), La visita (2015), Pesadillas (2015), La monja (2018)… Es muy habitual que, cuando se pregunta a los niños qué les infunde más terror, respondan que les atemorizan «las películas de miedo» en general o «la música diabólica en el cine» (niña). Pero más frecuentemente, el pavor responde a situaciones que han quedado en la retina y que tienen su prolongación en la vida cotidiana. Así, el temor a una ventana abierta «desde que vi con mis padres una película sobre un hombre con gabardina» o «la güija» desde que la vio en algún filme. No faltan las motosierras descuartizadoras al estilo de La matanza de Texas (1974) o su secuela, Leatherface (2017), como la que teme una niña con miedo a «perderme en un laberinto y que los espantapájaros estén allí con una motosierra; tienen la cara sonriente». Otro menor recuerda perfectamente cómo un amigo le describió, una noche en un campamento, el peligro de encontrarse con Slender Man, personaje de creepypastas —breves historias de terror que se difunden en la red— y de fanfictions —variaciones sobre el texto u obra original que van creando los fans de la misma— (Morán, 2007), creado en 2009, al que los usuarios fueron añadiendo nuevos atributos siniestros. De él se han hecho videojuegos, así como la película Slender Man (2018):

Slender Man que es como un hombre muy, muy alto, sin cara, o sea es una cabeza blanca, no tiene ni cara, ni pelo, ni nada…, va vestido con traje de chaqueta y tiene como tentáculos detrás. Se supone…, eso ya no sé si es verdad o no…, pero lo que me contaron es que se teletransporta, por así decirlo, es decir, miras y está detrás tuyo, por ejemplo.

Algunas películas de terror resultan simplemente insoportables. Varios chiquillos reconocen que no pueden verlas si quieren conciliar el sueño. No solo los niños de diez años; incluso quienes tienen unos años más han claudicado ante ciertos largometrajes pavorosos: «Con La Monja…, la vi con mi madre…, nos salimos y nos metimos en otra película…, daba mucho miedo…, se fueron todos…, quedaron tres o cuatro viéndola…, ¡no te gustaría verla! La tengo en un pen drive pero no la voy a ver» (niño). Los grupos de discusión y las charlas informales con los niños demuestran que estos no siempre han visto tal o cual película, sino que la conocen a través de los relatos de otros niños o jóvenes. Así, por ejemplo, una chica teme a los muñecos desde que «mi primo lo vio en la tele y me contó sobre un muñeco que, si lo miras, te persigue». Un chico recela encontrarse con «un muñeco con cuchillo que va en silla de ruedas», que es un personaje que le describió un amigo. A otra menor le aterra El Exorcista, y especifica: «no visto sino contado». Los personajes del cine se recontextualizan, para protagonizar situaciones en tramas de recepción diferentes a las que podríamos pensar «consustanciales» a los mismos. Es el caso del mencionado disfraz de Chucky, que aparece en los relatos y las pesadillas de los niños en relación a muy diferentes situaciones cotidianas, en Halloween o en el carnaval del pueblo, por ejemplo.

El análisis pormenorizado de las diferencias entre los dos sexos, en cuanto al miedo experimentado y relatado, desborda las intenciones y extensión de este artículo. Sin embargo, resulta obligado referirnos a algún elemento reiterado. Una de las diferencias guarda relación con cómo se desarrolla socialmente el proceso de masculinización. Si bien en privado los menores varones pueden reconocer tal o cual miedo, entre sus iguales tienden a envalentonarse y mostrar cierta desafección. El varón de 9 o 10 años, edad en la que según Sutton-Smith (1997) suelen profundizarse las diferencias de género, habría de mostrar valentía: «Las películas de miedo me parecen cutres» (niño); El miedo es «lo que utilizan en las películas para dar miedo» (niño); «En la tele los monstruos son imaginación de los productores» (niño). Sin embargo, esos mismos niños son extremadamente creativos para hacer uso de idénticas películas y a menudo muestran un inusitado interés, frente a las niñas, cuyos aspavientos en público son no solo tolerados sino alentados. En varios de los colegios se nos dijo que eran los varones, sobre todo, los que «contaban» o «inventaban» historias de miedo que, además, les habrían ocurrido supuestamente. Pero no todo se ajusta a los roles de género estereotípicos. También las niñas bucean en Internet en busca de personajes y situaciones que les causen turbación. Una chica indagó sobre Rumanía para un trabajo del colegio: dio con leyendas de vampiros, más atrayentes que la información que buscaba. Otra es conocida en el colegio por reírse de los chicos más temerosos y se muestra desafiante: «Son historias inventadas».

La dependencia con respecto al uso de Internet ha generado pesadillas impensables hace unos años: «Sueño que me hackean el ordenador» (niño). Es popular, en versiones no siempre coincidentes, Charlie Charlie, una especie de güija que causa furor entre los niños de 9 y 10 años. Su popularidad no reside solo en su simpleza: se juega con dos lápices que se colocan, de forma inestable, uno encima del otro, en forma de cruz, formando cuatro cuadrados que se rellenan con la palabra «sí» o «no», lo que permite inferir una respuesta cuando se pregunta al espíritu de Charlie, que movería el lápiz hacia un cuadrante u otro. El juego se viralizó en las redes en 2005 a través del hashtag #CharlieCharlieChallenge, un desafío al que se apuntaron miles de personas grabando sus respectivos episodios. La difusión por Internet no fue azarosa, sino una inteligente estrategia de marketing para promocionar la película La horca (2005) que trata, precisamente, sobre unos estudiantes que invocan a Charlie. Desde luego, las cuestiones sobre las fuentes del juego permanecen ocultas a los niños, quienes no se interesan por esos asuntos, incluso cuando ya han alcanzado la edad de la pubertad, y se han pasado a la güija, que consideran menos infantil: «No tengo ni idea de dónde viene el Charlie Charlie…, yo tenía unos diez años…, simplemente lo veía, lo oía y lo hacía».

En nuestro estudio hemos comprobado que la invocación del espíritu de este chico se ha convertido en parte importante de los relatos orales de niños y jóvenes: «Es un niño que murió y entonces fue al infierno y se invoca haciendo el cuadro de Charlie Charlie» (niño); «En el otro colegio me contaron que era un espíritu, te respondía y a la noche siguiente te mataba» (niña); «Nunca he hecho Charlie Charlie porque no me dejan, y tienes que romper los lápices porque si no, su espíritu te posee» (niño). En algunos colegios, hay costumbre, cuando se ausenta el docente, de improvisar rápidamente el tablero de Charlie Charlie, aunque el alumnado sabe que ha de ocultarlo, dado que está prohibido. Mientras ciertos niños desprestigian la eficacia del juego, porque «algunos soplan para que se mueva el lápiz», otros, sin embargo, lo consideran una especie de oráculo, al que los más osados preguntan cuestiones como si tal o cual alumna va a morir ese año, lo que despierta en algunos el terror en caso de que Charlie responda afirmativamente. En algunos colegios, aquellos alumnos que desafían las normas y se empeñan en jugar en el colegio, son castigados. En otros, ciertos profesores hacen la vista gorda, aunque el alumno tiene que jugar a escondidas, dado que tales pasatiempos no reciben la aprobación del equipo docente. Algunos niños, que afirman no haber jugado nunca, han tenido la curiosidad, al menos, de ver alguno de los cientos de vídeos que existen en YouTube. No pocos de ellos recrean leyendas de niños y jóvenes que murieron por culpa de semejante juego, al que algunos menores consideran «demasiado peligroso» (niño).

Gran impacto tienen también los videojuegos. A algunos niños, la mención de la bruja no les lleva a pensar en ningún cuento tradicional sino en Minecraft, un videojuego (lanzado en 2011) donde «una mujer con gorro te tira pociones para matarte y te envenena» (niño). Singular relevancia en la experiencia del miedo tienen los juegos conocidos como «de supervivencia y horror»16, que muchos reconocen jugar sin el conocimiento de sus padres: My Talking Angela (lanzado, en sus diferentes formatos, entre 2011 y 2014) o Five Nights at Freddy’s (2014). En caso de éxito, las empresas que sustentan estos videojuegos lanzan nuevas versiones, mejoradas cada año, lo que crea auténticas sagas, con juegos contextualizados a veces en escenarios infantiles. Por ejemplo, el cuarto juego de Five Nights at Freddy’s se desarrolla en la vivienda de un niño que ha de luchar contra los terribles animatrónicos que le acechan. En algunos casos, algún chico nos ha confesado que llegó a temblar de miedo jugando a The last of us, un videojuego desarrollado para PlayStation en 2013. La trama versa sobre cómo dos individuos intentan sobrevivir a una pandemia que transforma a los humanos en caníbales, lo que explica, tal vez, que su popularidad haya crecido durante el año 2020. «No es un juego para niños de diez años», nos confiesa un adolescente, que nos describe exaltado los diferentes efectos aterradores del videojuego. Un niño reconoce que sus padres no saben que todos sus hermanos se recrean a veces en estos juegos en que el protagonista ha de sobrevivir a monstruos horripilantes.

Algunos de los más famosos youtubers y streamers difunden estos juegos terroríficos, especialmente entre adolescentes. Sin embargo, los menores en torno a los diez años —muchos de los cuales no tienen acceso directamente a estos juegos de consola—, sí oyen los relatos creados por sus hermanos y amigos, amén de que bucean en Internet en busca de imágenes y vídeos basados en esos mismos juegos. «En mis ratos libres veo muchos videos en YouTube de Charlie Charlie y cosas de miedo, y juegos… y en el colegio se lo digo a los amigos, porque hay gente que sus padres no les dejan usar Internet». El acceso a dichos contenidos supone un preciado tesoro del que presumir frente a los niños a quienes están vedados los relatos más escalofriantes. En Resident Evil, por ejemplo, «tú estás encerrado en un sitio, y tienes que intentar salir cogiendo cosas… y hay escenas en que tú tienes que salir y te das la vuelta y te lo encuentras detrás… Da bastante miedo» (niño).

También los móviles y otros dispositivos electrónicos son puerta de entrada para personajes pavorosos, como «un payaso que mata a la gente», que uno de los niños se descargó en su smartphone. Cuando uno de los menores hace un descubrimiento en la red global, se lo cuenta a los demás: «Si buscas en YouTube ‘Punto Rojo’, cuando terminas sale una cara del Exorcista» (niña). A pesar de que Internet a menudo entraña menor riqueza narrativa que la oralidad (Medrano, 2020), el medio virtual constituye un campo desde el que los niños establecen sus propios relatos y redes de relación: «Charlie Charlie me lo enseñó un amigo, y yo a otros niños». No estamos meramente ante procesos de estandarización que eliminan la variabilidad de relatos, sino también ante espacios culturales que definen los actores implicados.

Para muchos, lo que ven en la pantalla (del móvil, la tablet o el ordenador) tiene más visos de realidad que las historias del abuelo sobre los mantequeros. Un chico explicó en público cómo, jugando a Charlie Charlie con otro amigo en Internet, se levantaron súbitamente «ráfagas de viento, se cayó la cama elástica…». La reacción colectiva en el grupo de discusión no fue en modo alguno de incredulidad. El propio patio del colegio o las aulas son escenario de este juego de invocación fantasmal. Tampoco el Punto Rojo despierta escepticismo: «Lo vi con mi hermana y mi prima» (niña); «En casa de un amigo, me enseñó la aplicación de ese juego, y salía la niña del Exorcista» (niño); «Me dijo un compañero que buscara la imagen de la niña del Exorcista en Internet» (niña); «En el cole busqué lo del Punto Rojo y me asusté» (niño). A diferencia del coco, estos juegos son, para algunos, cosa seria. Hablando sobre My Talking Angela, una menor confiesa: «Una amiga me dijo que a través de esos ojos… Que le pasó a una amiga y se la llevaron. Y desinstalé el juego». Otros, sin embargo, recuerdan que son similares a las películas de terror: «Charlie Charlie… es un juego de mentira, me lo enseñó un amigo y yo a otros» (niño). «La mayoría no se lo creía —puntualiza un chico de 14 años recordando cómo jugaban en clase cuatro años atrás—, pero hay gente muy inocente, que creía en los Reyes Magos y el Ratoncito Pérez… es decir, no te lo creías pero daba mal rollo… y a otros sí les daba miedo…, por eso molaba».

MIEDOS INFANTILES PREDILECTOS: LA OSCURIDAD Y LOS ESPACIOS ENCANTADOS

Pese a las muchas transformaciones en los relatos, personajes, entidades y lógicas del miedo infantil, perviven dos elementos que siguen despertando, por igual, pavor y fascinación. Muchos niños afirman que la oscuridad es su principal temor, lo que viene de antiguo: la noche es momento de acumulación de peligros en la historia de la especie humana y la penumbra estimula la actividad imaginativa (Delumeau, 2002). La oscuridad provoca indefensión: cualquier sombra puede ser sospechosa, cualquier cosa puede aparecer de la oscuridad (Hufford, 1982). La noche convoca personajes siniestros y todo aquello que escapa a lo familiar. La soledad de la cama, la difusa conciencia del duermevela, la imposibilidad de ver y descifrar el origen de un ruido o una sombra, todo ello puede provocar siniestros pensamientos: «Tengo miedo cuando duermo por las noches. Ya duermo solo. Una vez me di cuenta que no podía dormir: con la ropa por fuera y los peluches encontré una especie de monstruo. Creía que era una serpiente, un cocodrilo…» (niño); «Tengo miedo porque está todo más oscuro y se ve todo más siniestro» (niña); «Temo a las pesadillas» (niña); «Temo la oscuridad, por la noche veo fantasmas moviéndose» (niña); «Temo a las muñecas a oscuras» (niña); «Me da miedo dormir con la puerta abierta, creo que va a entrar alguien» (niña); «Me da miedo estar durmiendo con la puerta del armario abierta» (niña); «[Me causa temor] mi persiana, que tiene dos agujeritos y parece un monstruo» (niña).

La oscuridad agudiza la percepción de sonidos y efectos visuales misteriosos. Se teme «una tubería gigante cerca de mi casa, se escuchan ruidos» (niña); «La sombra de un objeto que puede ser una persona, y el ruido» (niño); «El aire acondicionado, y el ruido que hacía» (niño). El miedo aumenta en entornos no habituales: «En casa de mi abuela, tiene un muñeco que por la noche suena» (niño). Uno de los personajes más temidos en la noche es el ladrón: «Temo estar solo en casa a oscuras, dormir solo. La oscuridad, porque no ves nada, si alguien entra y escuchas ruidos te da miedo si entra un ladrón» (niño).

Algunas de las pesadillas tienen visos tradicionales: «Mi madre me llamaba y era el demonio» (niña). Pero más frecuentemente el miedo nocturno se acrecentó desde tal o cual videojuego o película, por ejemplo El Exorcista, que provocó en uno de los niños un incontrolable pavor a cualquier sonido nocturno, como «el ruido que escucho y es el aire, o el ruido de la puerta cuando llega mi padre». Los testimonios se repiten: «Temo a la oscuridad porque veo muchas películas de miedo, creo que va a salir alguien» (niño); «La noche es siniestra, pero también he visto películas y oído historias de miedo que pasan de día» (niño); «Me encantan los misterios [las películas de misterio], pero por la noche a oscuras encontrarme con eso, con un cadáver…» (niño). Hay quien reconoce que sufre pesadillas desde que vio algunas películas de terror y que desde entonces tiene que dormir a veces con sus padres. Otros han dejado de verlas, porque saben que si no, les esperará una noche de insomnio. Hay quien toma medidas preventivas: «Tengo que mirar debajo de la cama» (niña); «No puedo dormir sin mi leopardo» (niña); «Me da miedo la soledad a oscuras. En mi cama guardo por si acaso una espada» (niño).

De entre todos los temas, asuntos, personajes y situaciones pavorosas, la oscuridad da rienda suelta a los discursos infantiles. Todos intervienen hablando porque todos han experimentado el terror nocturno. Es «un sentimiento que está dentro de nosotros», afirma un niño y otro puntualiza: «el cerebro da un aviso de que tienes que tener cuidado» (niño). A diferencia de algunos asustaniños, como el coco, al que toman a broma, la noche despierta discursos inquietantes que prueban que está en la mente y las conversaciones de los niños: «Conclusión para quitar el miedo: no lo ves, no lo crees; pero si no ves, te asustas. ¿Por qué será?» (niño). Todos tienen alguna anécdota nocturna que contar, cuando pasaron verdadero pavor, por ejemplo, al quedar aislados del grupo de amigos, una vez que abandonaron los límites iluminados del pueblo y se adentraron en la oscuridad del campo. Y la mayoría reconoce que, aunque existen miedos concretos, como que «alguien venga a llevarte…, lo peor es siempre la oscuridad…, estar solo en la oscuridad» (niño).

Sin embargo, la noche tiene también su lado atractivo: «La mayoría de historias de miedo se cuentan por la noche y tratan de cosas que ocurren por la noche», nos aclara un niño. Los campamentos Scouts, por ejemplo, brindan la oportunidad a los menores de experimentar la oscuridad de la noche bajo la inmensidad de las estrellas. Ante los claroscuros fantasmagóricos del fuego de campamento, o ya en las tiendas de campaña, los niños narran historias espeluznantes, como las de Slender Man. «También cuando me quedo a dormir con los amigos [en casa de algún amigo]» (niño). Entonces es habitual que los tres o cuatro colegas pasen en vela casi toda la noche, ya en la cama, contando relatos terroríficos y discutiendo sobre la verosimilitud de las cosas terribles que tal o cual persona afirma que han ocurrido en su entorno.

Otro escenario privilegiado del miedo infantil lo constituyen determinados lugares, en especial ciertas casas. Para sus abuelos, el cuarto de las ratas o el cuarto oscuro fueron aterradores, pero hoy están prácticamente ausentes en los testimonios de los niños17. Definitivamente, al menor no se le amenaza hoy con encerrarle en algún lugar aislado y solitario, fuera este real o ficticio, como el infante acababa descubriendo tarde o temprano. Sin embargo, siguen existiendo otros espacios siniestros. La proyección de deseos y ansiedades que hallan en películas y relatos (Hillesheim, Dhein, de Lara y Rodrigues, 2008; Zavala, 2010), se da también en relación con lugares que encierran truculencias o misterios. A través de ellos, los niños se muestran enérgicos en su objeción al mero «realismo». Destacan las casas embrujadas, espacios que están fuera del orden moral y social, del espacio cotidiano y del control, con resonancias temibles por su pasado, sus moradores, o los acontecimientos de los que nos hablan. Así ocurre en la localidad de Gelves con la casa de la loca, un lugar arquetípico de «casa poseída». Casi todos la conocen: «Está abandonada. Una vez fui y había perros guardianes. Me dijeron mis padres que estaba la loca con su hacha» (niño)18. Los relatos orales se entremezclan con películas como Poltergeist, incluso con visualizaciones en Internet:

[Mi abuelo] estaba plantando con la escardilla, cuando tenía nuestra edad; allí estaba su casa. Vio que apareció una niña loca, hay una fuente blanca, por ahí andan los espíritus de ellas, dos hermanas que se mataron y los padres se suicidaron. El padre se quedó en la casa con la cara borrosa y un traje negro, me lo ha enseñado mi prima en YouTube. Las hermanas se pueden aparecer en los techos (niño).

En el pueblo abundan las versiones: «Ella quería a un campesino, y la encerraron en el cuarto. Allí está la fuente de la Riuela, donde iban a coger agua. Me lo contó mi padre» (niña); «Creen que la loca estaba escondida en una torre y por eso se volvió loca» (niño). Esta casa, situada en medio del campo, se halla realmente en el término municipal de la vecina localidad de Palomares del Río, aunque estos chicos de Gelves reclaman, como vemos, su «propiedad» simbólica. Y es que «las historias de algunas casas…, de casas malditas y eso, son alucinantes» (niño). A menudo, estas acogen a seres malignos: madres asesinas de sus hijos, locos condenados a vagar por la vivienda por haber abusado de una menor… Son arquetipos de una alteridad que convive, sin embargo, entre nosotros:

Hay una casa abandonada en el puerto de Gelves. La propietaria es china y me contó que hace años en esa casa montaron un minicirco y había fieras metidas en una jaula, pero un día la abrieron. Un viejo loco y ciego se quiso quedar a vivir allí con las fieras. Pero un día, un león se lo comió, y su espíritu mató a todas las fieras que había; también mata a quien entra, porque cree que es una fiera (niña).

Más conocida que la casa de la china es la del alemán: «En Gelves está la casa del alemán, en el monte. Él murió, dicen, porque estaba loco. La casa tiene una chimenea, y un pozo. Está abandonada. Ahí juegan al Charlie Charlie» (niña). Otro chico se apresura a ampliar la leyenda: «Dicen que tenía un sótano con un cuartel general nazi. Tenía arañas, tarántulas, cobras…». La mezcla es estimulante para pensar, sugerente para comunicar y magnífica para posicionarse sobre mil cuestiones. Caseros foráneos, locos, muertos, fieras, un viejo ciego, un nazi, el monte, espiritismo, un pozo…, son estos relatos los que más fascinan a los niños y donde más intervienen creando variantes para hacerlos aún más espeluznantes o, simplemente, fardar de conocer algún dato truculento que nadie sabía. Son muchas así las casas inquietantes en una misma localidad:

Frente a la casa de mi tía hay una casa abandonada en el monte. Dicen que un niño murió allí, no sé si es verdad. Mi tía me lo contó. En esa urbanización, es una casa azul, de niño. Mi tía ha entrado en esa casa: tiene las paredes pintadas con manos, todo hecho un desastre, y una piscina llena de yerbajos… (niña).

Lo corrobora otro, aludiendo a la prensa para sustentar la credibilidad del relato, y añadiendo que es foco de peregrinación para adolescentes: «Salió en el periódico, según mi padre. Ahí mataron a una persona. Ahora van chavales ahí a tomar cerveza» (niño). Como en los mejores relatos, la realidad y la fantasía se mezclan. Sin salir de esa misma localidad (Gelves), un niño cuenta a los demás: «El año pasado se disfrazaron de fantasma los gamberros, y tiraron globos de pintura. Dicen que esa pintura la tiró un fantasma. Nadie se atreve a quitarla, porque se muere» (niño). ¿Será cierto?, se interrogan los chicos. Si la oscuridad alienta el debate sombrío, las casas encantadas avivan la atracción de los niños, que se prolonga en un tema que reconocen apasionante: «Me lo han contado Nuria y otro niño: en un campanario había un monstruo que mataba cada año a una mujer» (niña). Otra se apresura a puntualizar que su abuelo le contó ese mismo caso, que evoca las viejas leyendas de campanarios o torres con mujeres desgraciadas. Entre los lugares siniestros del pueblo, objeto de innumerables relatos, está también el cementerio: «Me da miedo el cementerio. Por los fantasmas y las historias que cuentan» (niña).

La fascinación por los espacios encantados del ámbito cercano, el gusto por relatar historias maravillosas con elementos tremendos, y el placer en trascender el monótono realismo del día a día, explica que el propio colegio se convierta en lugar de misterio. A pesar de los intentos de los docentes y los padres de borrar toda huella de elementos fabulosos y desconcertantes, los niños se muestran como activos creadores de relatos de lo más inquietantes. En un colegio, una niña se hace eco de la explicación que todos conocen: «Hay unas manchas rojas en la pared del cole, es la pintura que tiró el fantasma de un payaso». En otro centro escolar, los alumnos aseguran que si se pone la oreja pegada al suelo, en un lugar específico, se oye el ruido de tormentos infernales. La imaginación infantil proyecta los relatos terroríficos en el entorno en el que más tiempo pasan, convirtiendo el aburrido espacio ordinario en un lugar extraordinario donde ocurren cosas formidables, algunas de las cuales causan temor. En el Centro de la Fundación Educativa de la Doctrina Cristiana, conocido popularmente como el Convento, en San José de la Rinconada, todos los niños saben que la estatua de una Virgen guarda el espíritu de una de las muchas monjas que han fallecido en el centro. Como en el caso de la casa de la loca de Gelves, también aquí los relatos circulan oralmente y en las redes, y los niños se entretienen divulgando el último descubrimiento acerca del colegio encantado en el que estudian. La escuela es el escenario de infinidad de variantes tenebrosas, a la que la mayoría otorga credibilidad, según nos relatan.

En el patio hay como un jardín… y después está la estatua de la Virgen. Y hay flores y eso. Cuando hacemos las misas allí…, todo el mundo dice que en fin de curso [en la fiesta de fin de curso], la estatua se mueve. Es que hay que verla. Es que cada vez que te cruzas, está para un lado. Y es verdad. Se mueve el cuerpo entero. En plan…, es como un círculo así de piedra y está la estatua encima. Yo creo que está pinchada como con un alambre grande. Te lo estoy diciendo en serio…, que lo veo muchas veces… y es que está para otro lado… Es que ahí enterraron a la hermana [una monja] (niña).

No hay alumno que no conozca esta leyenda, aunque los menores de 13 y 14 años la consideran ya como una historia inverosímil, si bien recuerdan cómo, cuando tenían 9 y 10 años, todos los fines de curso se afanaban por ver si algún cambio había ocurrido en la famosa estatua. Algunos adolescentes acabaron creyendo una hipótesis no menos creíble aunque más racional: «Era verdad, cambiaba, pero era Pilar19, la monja que falleció hace un año o dos…, ella tenía dos estatuas y las cambiaba… Ya no se cambia… Era como la misma Virgen pero en una con la mano derecha así y un libro en la izquierda y otra al revés». Es estéril esperar a las doce, dado que, según afirma el joven, «la monja cambia la estatua cuando no hay nadie… a las cuatro de la noche». Mientras el adolescente construye un relato explicativo y racionalista (aunque no menos imposible) del misterio, los estudiantes menores siguen creyendo en que a las doce en punto en la fiesta de fin de curso, la estatua cambia de posición, «cuando nadie la ve» (niña), lo que sigue contribuyendo a suscitar «mal rollo», «miedo», «resquemor» con «el tema de las monjas que han muerto». En los últimos años, el número de monjas ha ido decayendo en el Convento y ya son pocas las docentes religiosas. Sin embargo, perviven sus espíritus:

En el oratorio [la capilla], lo hacemos [sesiones de rezo] encima de la tumba del que construyó el colegio. El padre Francisco… Hay como una llavecita… [unas asas para levantar la lápida] y cada día está para un lado la llavecita. Y eso es verdad. Es como un asa… Yo no sé si es que se puede cambiar y las hermanas [las monjas] lo cambian (niña).

Otros menores destacan cómo consiguieron entrar precisamente en ese lugar, en la única ocasión en que pueden visitarla de noche, durante la fiesta de fin de curso, a finales de junio. Es entonces, a partir de las doce de la noche, cuando los espacios y objetos encantados del colegio cobran su verdadera dimensión. Esa noche los niños juegan a poner a prueba los relatos que han estado compartiendo durante todo el curso. Se adentran en lugares cotidianos (aulas, pasillos, etc.) pero que nunca visitan en la oscuridad de la noche, lo que les otorga una naturaleza extraordinaria: «Son pasillos rectos, oscuros… no se ve nada…, cuando des cuatro vueltas, no sabes por dónde has venido» (niño). El ordinario pasillo se convierte entonces en un laberinto o una trampa mortal. Una monja aparece súbitamente, de la nada, para recriminar a los menores que no pueden estar allí, y todos salen corriendo despavoridos. Nadie ha tenido tiempo ni valentía para comprobar si es una de las religiosas que aún viven o el fantasma de alguna fallecida recientemente, que deambula por las noches vigilando la institución.

Hay que tener en cuenta que estos relatos son versiones locales de un tópico muy divulgado en Sevilla: las apariciones de espíritus y espectros de monjas. La ciudad hispalense se enorgulleció durante siglos de albergar una de las más nutridas poblaciones de religiosos y religiosas de España, y aun de Europa, y son muchos los sevillanos que aún mantienen relaciones con tal o cual convento, sobre todo de monjas. En Sevilla están muy difundidas ciertas leyendas como la de las religiosas espectrales del Hogar Virgen de los Reyes, en el que incluso se llevó a cabo una investigación en 2007 captando, supuestamente, extrañas psicofonías de un coro. Se dice que muchos han entrado para visitar el antiguo centro, y se han visto acompañadas de amables monjas, descubriendo después que ya no habitaban religiosas allí: eran fantasmas. Otros fenómenos paranormales se cuentan en Sevilla acerca del Convento de Santa Clara, donde también vagan espectros de monjas. A menudo, algunos trabajadores de tal o cual lugar —como las limpiadoras y vigilantes del antiguo Hospital de las Cinco Llagas, sede del Parlamento de Andalucía— dan crédito a la existencia de fantasmas como Sor Úrsula, muerta en una de las epidemias de peste, pero que se habría negado a abandonar el edificio y llevaría siglos apareciéndose a muy diferentes personas. No hay pocos conventos malditos en la ciudad y aun en los pueblos de la provincia, como el convento derruido de frailes carmelitas de San José, cerca de Carmona. Los visitantes hacen pintadas en las paredes y encienden fuegos en el interior para pasar la noche. Los padres no dejan que los niños acudan, aunque estos pueden bucear en Internet donde abundan fotos de extrañas siluetas y videos de psicofonías como una en la que una voz parece responder «nadie». El niño después crea y difunde su particular versión, mezcla de lo que ve, oye, siente e imagina. El folklore, de este modo, se va transmitiendo y reinventando. La globalización de lo local a través de la red no nos sitúa ante un pueblo «cibernético e ilocalizable», sino que ese material es construido y transferido por gente concreta (Díaz, 2003a: 45). Comprobamos cómo la cultura digital no desplaza la tradición. Por el contrario, contribuye a la transmisión de conocimiento vernáculo para los chicos, a quienes Bronner (2009: 32) llama, en este contexto, «magos conectados con imaginación mítica y exuberancia social».

Así pues, entre ese sustrato de relatos, imágenes y vídeos —revividos en ocasiones por fenómenos cinematográficos como la película La monja (2018)—, surgen las versiones de los infantes en su colegio con sus monjas. En el Convento de San José de la Rinconada, cada nueva muerte de una religiosa alimenta las muchas leyendas circundantes: «Otra cosa del colegio es que hay como una especie de ataúd pero está dentro de un baúl. Y Juan [uno de los niños del colegio con fama de gamberro] fue y lo vio y dice que vio algo…, algo está enterrado…, yo no lo voy a ver nunca…» (niña). La fascinación por lo maravilloso y sobrenatural excita la imaginación de los niños que convierten el baúl, que realmente existe, en la última morada de una de las monjas. Su presencia y poder va más allá de la muerte e incide precisamente en ella:

Y también, cuando pasan cosas…, cuando se muere gente, dicen [los niños] que es por las monjas. El abuelo de Mario se murió y dijeron que había sido una monja… Eso es mentira… Pero es verdad que la última monja murió el día de Halloween. Eso sí es verdad. La hermana María. Era así, bajita, muy pequeñita…, muy arrugadita como dicen. Siempre la llevaban las limpiadoras por el colegio. Es muy mona. Y murió el día de Halloween. Y teníamos misa y se canceló (niña).

Son los contextos en que los niños pasan mucho tiempo juntos y pueden interaccionar libremente, donde más recrean sus historias de miedo. Sin embargo, como indica Abad (2019: 133), «no podemos pensar en que la oralidad de los jóvenes se queda restringida al espacio escolar o a internet, una gran parte de sus flujos comunicativos —y quizá la más genuina— es expresada a nivel callejero». Los campamentos, por ejemplo, suponen un ámbito perfecto, dado que diferentes generaciones conviven con tiempo suficiente para narrar —habitualmente en el silencio de la noche— las historias más espeluznantes. Los niños parecen otorgar mayor credibilidad cuando otro niño, que no duda de su veracidad, la comparte como un secreto bien guardado. Clásico es el enigma del espejo (González, 2001-02 y 2003-4): «Como ocurre en muchas películas, tú miras al espejo y ves una persona detrás tuya y después miras y ya no está» (niño). La creencia en semejante fenómeno paranormal es tal que en algún campamento los niños entraban siempre en el cuarto de baño agachándose, por debajo de la altura donde estaban los espejos incrustados en la pared. «Yo estaba cagado… y lo hacíamos todos» (niño). Ya sean relatos, imágenes, películas, videos o videojuegos, todos los niños reconocen que las diversas sensaciones y emociones, incluyendo el miedo, se acrecientan si discurren en el silencio espectral de la noche.

TERROR Y FASCINACIÓN

La oscuridad y los espacios encantados ejemplifican las dos dimensiones del miedo infantil: el terror y la fascinación, aun si ambos se mezclan frecuentemente. Lo primero que resaltan cuando explican el miedo es la impresión sensorial de amenaza y de contacto con lo contaminado: «El sentimiento de algo que no te gusta verlo, tocarlo, ni acercarte a él» (niña); «Un sentimiento que te hace no querer acercarte a ese objeto, animal…» (niño); «Una emoción de cosas malas, oscuras y tenebrosas» (niño); «Un sentimiento en el cuerpo que cuando ves algo que te asusta quieres ir a los padres, llorar…» (niño). En sus definiciones están presentes lo «horripilante», lo «malo», lo «oscuro», lo «tenebroso», ante lo que es preciso «no tocar», «no acercarte». Se combinan los componentes emocionales, morales y estéticos: hay que mantenerse lejos de lo horrendo, lo maligno, lo repulsivo.

Sin embargo, aquello que genera emociones intensas, aunque sean angustiosas, despierta también la curiosidad, incluso la irrefrenable atracción. Un juego de ordenador fatídico, una casa abandonada o algunos espacios en la propia escuela —la extraña morada del portero y encargado del mantenimiento del colegio, el único que se queda allí solo por las noches; o la pared con pintura roja— son focos persuasivos y fuentes de terror que merecen la pena ser compartidos con los iguales, y así lo hacen en el recreo, en el aula, en las excursiones, en las redes o cuando varios colegas se quedan juntos a dormir en la casa de uno de ellos. La atracción reside a veces en su carácter paradójico y asombroso. El monstruo es «algo que no sabes qué es, que crees que va a venir, te lo imaginas» (niña). Puede ser real, o al menos equívoco: «Una persona mutante» (niño); «El monstruo solo es alguien diferente: puede ser una cosa alta y horripilante, o una persona normal y guapa, pero que sea mala; las apariencias engañan» (niña). Incluso «un monstruo es guay» (niño), o «es una persona diferente; hay algunos buenos. Yo lo tendría escondido, y nos iríamos de fiesta» (niño). Si existen monstruos que hay que evitar a toda costa, otros resultan amigables, a pesar de su aspecto, «como el de Un monstruo viene a verme». En esta película hispano-estadounidense de 2016, un niño de 13 años —cuya madre va a morir de cáncer— es ayudado por un monstruo para superar sus miedos. En algún colegio, es la maestra de religión la que utiliza la película para enseñar a los niños que «tienen que enfrentarse a sus miedos y que el miedo no está en los otros sino en nosotros mismos…, hay que aprender a conocerlos para comprenderlos… y poder superarlos…, no hay que tener miedo al miedo».

La fascinación proviene también de la incertidumbre acerca de su carácter real o ficticio. Algunos niños cuestionan la existencia de los seres que normalmente les insuflan pavor: «Un ser como un zombi, un muerto viviente: nada» (niño); «Un bicho imaginario» (niña); «Un ser mitológico, por ejemplo un dragón que no existe pero se han inventado su forma física» (niño). Aquello que provoca terror «tiene truco» (niño). Y puede ser analizado: «Se supone que había un espíritu dentro [de una casa]. Me puse a investigar por Internet…» (niña). El niño no acepta sin más los relatos. Atraído por lo alucinante, no solo narra sino interroga, busca, cuestiona, a veces incluso intenta convencer a otros amigos de que tal o cual personaje no existe, sino es fruto de las estrategias de los mayores para mantenerlos controlados.

No obstante, la duda no desaparece: intuir que tal situación o personaje es «mentira», no significa que el asunto se despache sin más. Los niños fuerzan la convivencia de los planos de lo «verdadero» y lo «falso», y todo ello es real, puesto que les ocupa. Lo imaginario, aunque no es real, podría serlo (Evans y Galyer, 2009). El hecho de que algo sea «ilógico» o de que no pueda verificarse empíricamente, no le resta vigencia. Por el contrario, lo convierte en objeto de seducción, de experimentación, de discusión; incluso, siguiendo a Maffesoli (2005), en fuente de ensoñación y de trascendencia de lo «real».

En algunos colegios, los profesores y los propios niños nos reconocen que los debates en torno a estas historias de miedo —y muy en particular, acerca de qué elementos son ciertos y cuáles no— supone, en ciertas temporadas del año, uno de los pasatiempos fundamentales en el patio. Activar y comunicar el miedo permite a los niños jugar: ejercitar formas de imaginación y de identificación, reclamar protagonismo, recrearse en lo frívolo, realizar un ejercicio de ambigüedad que les hace crecer (Sutton-Smith, 1977 y 2008).

Una dimensión relevante de este recreo es la jocosidad. Los más gallitos juegan a burlarse del miedo de otros (y fundamentalmente de otras), liberando así las restricciones que el propio miedo impone. El coco despierta chanzas y risas: «Manuel tiene la cabeza como un coco» (niño). En ocasiones les parecen divertidas otras situaciones y personajes, como Casiano con sus cuernos, o las propias actuaciones dramatúrgicas que refirieron de algunos de sus parientes, que consideraron a veces patéticas o ridículas. El niño no asume simplemente lo que los adultos le ofrecen, ni acepta las lógicas del miedo, sus funciones y sentidos. Por el contrario, transforma, hace cosas con los relatos terroríficos, sean creados para educar, entretener o asombrar. En una ocasión, al relatar un niño que en la película australiana Babadook (2014), «si dices esa palabra tres veces, ese monstruo te secuestra», muchos empezaron a nombrarlo tres veces con toda solemnidad, en medio de la hilaridad casi generalizada, si bien no desaparecieron algunos otros rostros pálidos y preocupados. Los mismos niños que en unos momentos ríen acerca de seres imaginarios, o de asustaniños que inventan los mayores, dan credibilidad a personajes o situaciones no menos inverosímiles, demostrando que pervive, aunque con notables cambios, la seducción de lo que es a la vez temible y asombroso. Así, por ejemplo, Charlie Charlie —tabú en la escuela— «es un juego que da miedo aunque no te lo creas…, por eso te gusta jugar» (niño). La tormenta perfecta es posible cuando los niños están solos, sin el habitual control parental o de sus maestros (en campamentos, fiestas escolares, etc.), y acceden a lugares encantados a partir de las doce de la noche. Entonces, como hemos podido comprobar por la excitación y el nerviosismo con que nos relataban los sucesos, se unen —en una retroalimentación explosiva— la curiosidad, el asombro, lo prohibido, lo fantástico… y el miedo. Los niños estimulan la imaginación mediante la performatividad asociada a la representación del miedo. Buscan y logran escapar de las restricciones cotidianas, en un entorno de alta inversión emocional, propiedades que Huizinga (2007) atribuyó al juego. Crean sus reglas y referencias, generando un patrimonio propio (Abad, 2019) en el que hibridan y reinterpretan elementos de la cultura local y la cultura popular globalizada, que a su vez retroalimentan. Se construyen como colectivos, generan memoria, revisan las condiciones de su existencia, incluso las epistemologías de aquello que no es ordinario.

CONCLUSIONES

Aunque pervive la práctica de contar historias terroríficas a los niños, muchos padres optan por la lectura, no tanto por desconocimiento de relatos tradicionales sino por la propia inseguridad que les provoca una práctica que recibe hoy notable rechazo. Existe un amplio surtido de libros con cuentos para que los niños superen el miedo a la oscuridad, la muerte, los monstruos, etc. En general, está en declive la antigua práctica de advertir o amenazar a los menores con asustaniños para suscitar la obediencia. Los más tradicionales no han desaparecido pero su aspecto físico y sus comportamientos han hibridado con monstruos contemporáneos de la cultura audiovisual, en la que la red tiene un papel de creciente relevancia: se han transformado contextos, formas y referencias, y se están generando de continuo culturas glocales (Díaz, 2003b). Como señala Bronner (2009: 30), «Internet se folkloriza».

Por otra parte, los asustaniños han sido, en gran medida, despojados de sus propiedades terroríficas, entre otras razones porque muchos padres han borrado las dudas acerca del carácter real de dichos seres. Antiguos personajes de las pesadillas infantiles han perdido parte de su eficacia, aun si no ha desaparecido del todo la impresión que causan, como demuestran los testimonios infantiles sobre todo respecto al mantequero. En comparación con generaciones anteriores, la diversidad de asustaniños es mucho menor, aun si, más allá de los más célebres, perviven —tal vez por la inquietud que provocan— historias como la niña del pozo.

En la extinción o mutación de ciertos asustaniños (como el lobo, la gitana o la bruja) es posible detectar la huella de notables cambios sociales, como los apuntados en relación a la defensa del medio ambiente y el animalismo, las políticas de género o la lucha contra el racismo. En todo caso, la disminución y blanqueamiento de estos seres extravagantes puede ponerse en relación directa tanto con la impopularidad de la práctica de insuflar miedo a los niños, como por la pérdida de relevancia de los relatos orales como forma de entretenimiento y educación entre los adultos. Los dos principales agentes de educación y socialización —la familia y la escuela— se alían como quitamiedos, y triunfan en gran medida los «monstruos buenos» o los «monstruos que también tienen miedo», aun si pervive la lógica y función tradicional de los asustaniños atemorizantes.

Una parte de los adultos que persisten en la práctica asustadora ha abandonado las historias prodigiosas y los seres fantásticos y opta por lo que hemos llamado «temores realistas y prácticos», lo que pone de relieve por un lado la pérdida de fe en la eficacia de lo fantástico, pero al mismo tiempo, la pervivencia de la más antigua lógica de amedrentamiento, dado que no parece menos aterrorizador que un ascensor te decapite o que te mueras de frío en el congelador, a que te secuestre el afilador. No todas las familias han abandonado las antiguas lógicas del miedo, y así aún se amenaza a los niños con la muerte de la madre, provocada por los disgustos de sus hijos. De hecho, las principales transmisoras siguen siendo las madres, aun si han ganado espacio como asustadores los hermanos mayores y los amigos y familiares en edad infantil. Son, sobre todo, los propios niños, además de los adolescentes, los que siguen conservando bien activa la práctica de narrar episodios espeluznantes, que se nutren no solo de los relatos orales de los adultos y de los libros que estos y la escuela les proporcionan, sino también del cine, de lo que circula en Internet, de los videojuegos, de las narraciones de otros niños y jóvenes, y aun de su propia experiencia.

A diferencia de los adultos, los niños sienten predilección por los relatos de payasos y muñecas que cobran vida. La divulgación de episodios atemorizantes en torno a las propias experiencias de los niños demuestra que estos son también activos creadores de relatos y personajes del miedo. En muchos casos, los relatos infantiles beben del cine, que se muestra, sin duda, como una de las principales fuentes de historias terroríficas, aun si ni los arquetipos que maneja son absolutamente nuevos, ni se asumen sin más por los receptores, que mezclan lo fantástico como lo real, lo universal con lo local. Es el niño, sobre todo, el que realiza la adaptación de lo visto a su entorno inmediato, de ahí que ahora no sean infrecuentes los miedos sobre personajes que vienen con motosierra a descuartizar a la familia entera, en situaciones que rememoran películas pero que se mezclan con situaciones familiares. Los relatos cinematográficos llegan al infante frecuentemente a través de la oralidad infantil. Pero sobre todo por Internet y los videojuegos, aunque casi siempre con la mediación de otros niños. No es baladí que uno de los miedos más populares, difundidos por la red global —Charlie Charlie— sea, en esencia, un inquietante juego. A diferencia de los asustaniños tradicionales, los personajes terroríficos de hoy forman parte del entretenimiento virtual, en pasatiempos como My Talking Angela, del que los niños hablan con frecuencia, construyendo relatos orales que se difunden en las charlas, pero también en Internet o las redes sociales. Si los asustaniños tradicionales han perdido credibilidad, estos nuevos seres visuales merecen ser tomados en serio por los infantes, probablemente porque la circulación y recreación de esos relatos están a salvo del blanqueamiento, la infantilización y el realismo (la privación del carácter fantástico) al que les someten muchos padres y docentes. A diferencia del control que el adulto puede ejercer sobre el relato que ofrece a sus hijos, el cine, los videojuegos e Internet son más difíciles de controlar. Los niños reconocen que, en gran medida, sus miedos nocturnos se vinculan a las películas de terror y a ciertos videojuegos, que, sin embargo, les parecen irresistibles.

El cuarto oscuro o el cuarto de las ratas se consideran hoy una amenaza demasiado cruel, pero perviven otros espacios intrigantes, entre los que destacan las casas encantadas, que despiertan singularmente su interés. Sobre una misma casa poseída se suceden muy diferentes versiones que sirven para que los niños discutan y participen activamente, puntualizando sobre la verdad o no de tal o cual detalle. Más adelante, cuando tengan unos años más, la visitarán para comprobar la verosimilitud de los relatos, para jugar a la güija, contar historias de terror y comprobar si pudieron ocurrir allí los hechos que circulan por diferentes medios. Que tal o cual crimen fue presenciado por fulanito, apareció en el periódico o lo relata algún adulto, son elementos reiterativos.

Ante la imposibilidad de visitar unos lugares tan asombrosos como inquietantes, los chicos en torno a 10 años impregnan de misterio el espacio que más frecuentan: la escuela. En el patio se discuten relatos maravillosos sobre espíritus de monjas, estatuas que se mueven y tumbas ocultas. La muerte —como la noche— genera por igual miedo y fascinación. Hay que mantenerse alejado de lo tenebroso, maligno, lo que repele; pero al mismo tiempo, ciertos relatos merecen ser recreados, discutidos, matizados: ¿tal o cual criminal puede también ayudar si se le invoca?, ¿hay monstruos buenos, como los que aparecen en tal o cual película?, ¿es verdad o mentira lo que cuentan sobre la casa del alemán? El niño indaga en Internet, compara con las películas, se descarga videojuegos similares, comenta en las redes, debate en el recreo, pregunta a los hermanos mayores, y sigue recreando, una y mil veces, historias de miedo, en las que es posible constatar tantos cambios como pervivencias, tantos códigos y fuentes globales, como la idiosincrasia de tal o cual pueblo, de tal o cual colegio, de tal o cual grupo de amigos, que siguen fascinándose, riéndose y tiritando de miedo, por igual.

Para los niños el miedo es un medio de conocimiento y de afirmación. Da continuidad a sus biografías y las narrativas de personajes y situaciones amenazantes, con las correspondientes variaciones y mezclas, son transferidas con ardor a otros. No solo les encanta hablar del tema, sino que son enormemente activos como asustadores de otros niños. Reinterpretando, mezclando y apropiándose a su manera, en soledad o en interacción grupal, se sienten autónomos frente un mundo adulto que les atenaza con el miedo al miedo. Instrumento de poder e imposición, el miedo sirve también al entretenimiento, la comunicación, la vinculación social, el desarrollo de sus propias perspectivas.

El choque entre las diferentes ideologías y prácticas con respecto al lugar que debe ocupar el miedo entre los niños de hoy, amén de las múltiples fuentes de las narrativas del miedo, han modificado los asustaniños tradicionales pero también han diversificado los relatos en tramas, personajes, situaciones, aumentando la ambigüedad y las contradicciones, que el niño acoge con naturalidad. Conviven con los peluches siniestros, la careta del primo, la casa de la loca, el espíritu de la monja, la bruja buena y el monstruo «guay», a quien alguno se llevaría de fiesta.

Es precisamente en el contexto de interacciones infantiles, cuando los chicos experimenten mayor creatividad y placer en explorar los límites de la realidad y moldear un mundo que no carece de incertidumbre, peligro y maldad, por más que los adultos quieran ocultarlo. Los menores se resisten a abandonar las múltiples posibilidades del miedo. Si como afirma la psicología clínica, «el miedo es contagioso» (Gutiérrez y Moreno, 2012: 33), no lo es menos la atracción que provocan las prácticas y discursos en torno a lo temible. Cualquier acto tendente a atemorizar a los niños es criticado hoy y, sin embargo, son ellos los que nos demuestran el carácter poliédrico del terror, y que, más allá de la capacidad de crear traumas, este se desarrolla en juegos, entretenimientos, conversaciones, debates, exploraciones, narrativas tan modernas como antiguas, tan globales como locales, tan fantásticas como empíricas, tan temibles como alucinantes.

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Fecha de recepción: 21 de septiembre de 2020
Fecha de aceptación: 7 de enero de 2021

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1 Utilizamos el genérico «niños», «alumnos», «chicos», en plural, para referirnos a menores de ambos sexos. Por el contrario, usamos el binomio «niño/niña», en singular, para denotar el sexo masculino y femenino respectivamente.

2 Por poner un ejemplo, véase la página web de Edurespeta (https://www.edurespeta.com/meter-miedo-asustar-y-atemorizar-a-los-hijos-tiene-consecuencias-negativas-fisicas-y-psicologicas/) (consultado 01/09/2020).

3 https://blogs.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/relacion-padres-e-hijos/2012-02-23/miedos-y-temores-en-la-primera-infancia-0-6-anos_588370/ (consultado 01/09/2020).

4 Pedagogos y psicólogos ven otros muchos problemas, pero no es este el objeto de nuestro estudio: «Cuando tengamos que explicarle, que el coco no existe, estaremos transmitiéndole que lo que le dijimos no era verdad» (Gutiérrez y Moreno: 2012: 32).

5 Pueden consultarse más detalles sobre esa campaña inicial en Hijano, Lasso y Ruiz (2011), con una muestra aún de 420 personas. El artículo está dirigido principalmente a educadores, pues el proyecto inicial fue «La narración oral como contenido de aprendizaje».

6 Entre otras razones, se nos reveló capital la activa participación del profesorado femenino, más interesado y receptivo a las posibilidades que el objeto de estudio podría tener en el aula.

7 Hasta hace poco, el perfil dominante era de clase media-alta, con muchos padres con profesiones liberales. Sin embargo, las coyunturas económicas sufridas también han golpeado a estos sectores.

8 Tal es la ligazón con la intimidad doméstica maternal, que en todas las clases los niños entonaron, en algún momento u otro, una vieja nana que algunos recordaban precisamente de sus progenitoras femeninos: «Duérmete niño, / duérmete ya, / que viene el coco / y te comerá».

9 No es posible explicar aquí las razones de la desaparición de cada uno de estos personajes.

10 Véanse al respecto las breves pero contundentes respuestas de Rodríguez Almodóvar (http://www.cuentacuentos.eu/teorica/articulos/AntonioRodriguezAlmodovarNoosmetaisconBlancanieves.htm) y de Pedro Cerrillo (https://blog.uclm.es/pedrocesarcerrillo/2017/05/25/dejad-en-paz-a-caperucita/) a raíz de la campaña «Educando en igualdad» que promocionó en 2009 el Ministerio de Igualdad junto a FETE-UGT y cuyos planteamientos han tenido continuidad. Entre otras cuestiones, critican la lectura sesgada y superficial de los cuentos populares, su inadecuada contextualización, y la falta de rigor histórico al utilizar como referencias exclusivas versiones como las de Perrault, los hermanos Grimm o Disney.

11 Docentes y padres pueden encontrar fácilmente páginas webs y blogs donde se describen decenas de libros «para ayudar a los niños a superar sus miedos por medio de la lectura y conversación conjunta» (https://rejuega.com/reflexiones-y-recursos/literatura-infantil/25-cuentos-infantiles-que-nos-hablan-de-los-miedos/) (consultado 14/09/2020).

12 Suele distinguirse entre miedo y angustia. Esta sería una emoción paralizante, sin un objeto definido, mientras que el miedo es la respuesta a un peligro que se percibe como real, está identificado (Boscoboinik, 2016). Bourke (2015) nos habla también de lo inquietante, cuando es difícil definir al enemigo. Ello provoca el refugio en la privacidad, y no, como en el caso del miedo, el reforzamiento de lazos comunitarios a modo de protección.

13 Ocurrió, en efecto, no mucho después, en 2018.

14 Las «agujas migratorias» y otros objetos que penetran en el cuerpo son frecuentes en las narrativas folklóricas, incluso en la literatura médica (Ermacora, 2018 y 2019).

15 Con una sola excepción: Los ojos de Julia, de 2010, dirigida por Guillem Morales.

16 No son los más populares entre los gamers (niños y, sobre todo, adolescentes). Los que más triunfan parecen ser los conocidos dentro del género «battle royale» (batalla real), como Call of Duty o Fornite, en que un jugador compite con otros por ser el último en sobrevivir, consiguiendo equipamiento que te proteja del resto de jugadores (armas, víveres, etc.). Los juegos de «supervivencia y horror» u «horror de supervivencia» (survival horror) suponen una variante en que el jugador intenta sobrevivir mientras es sometido a todo tipo de sustos en un ambiente terrorífico. El término «survival horror» se usó por primera vez en el lanzamiento en 1996 del videojuego Resident Evil, aún muy popular, aunque se generalizó años después.

17 Aunque no del todo. Ignorando las prescripciones pedagógicas, el conserje de un colegio de La Algaba amenaza a los estudiantes con meterles en el cuarto oscuro, en realidad su propia casa en el colegio, que —como todos los niños saben—«hay ratas y de todo» (niño). Con fama, entre los profesores, de bonachón e introvertido, el conserje es temido, sin embargo, por los alumnos, que reconocen obedecerle cuando dice que «como te metas allí te llevo al cuarto oscuro». Los alumnos que ya tienen en torno a los quince años confiesan que «la verdad es que te acojonaba… y obedecías». Conscientes de que obviamente el recurso está ideado para controlar a un alumnado más joven, siguen creyendo, sin embargo, en la existencia de ese espacio plagado de roedores, que habría albergado en alguna ocasión a algún alumno díscolo.

18 El hacha es un instrumento clásico en las leyendas urbanas de terror, casi siempre en manos de locos (Pedrosa, 2004: 210).

19 Modificamos el nombre para preservar su identidad.