«Cuanto más hunde un árbol sus raíces, más alto crece». Cuento maravilloso y construcción hagiográfica de una santa del Tardomedievo: Beatriz de Silva (ca. 1424-1491)*

«The deeper the tree sinks its roots, the taller it grows». Wonder Tales and the hagiographic construcción of a Late Middle Ages Saint: Beatriz de Silva (ca. 1424-1491)

Amelina CORREA RAMÓN

(Universidad de Granada)

amelina@ugr.es

ORCID: 0000-0002-4897-9559

ABSTRACT: A significant painting commissioned by the Conceptionist Order presents its founder, Beatriz de Silva, in a symbolic iconography that shows her as the trunk of a kind of fertile female Jesse Tree which extends its branches. Nevertheless, if we pay attention to its roots, the complexity that usually carries the path toward the hagiographic construction is evinced, where materials from different origin come together, some of which manifest the reminscense of a common folklorical heritage. This is what happens with some of the central elements that are established in this case, from which a few can be ascertained in the diverse typological catalogues that classify the traditional materials, like the canonical index ATU (Aarne, Thompson and Uther) or the Motif-Index of Folk Literature by Stith Thompson.

KEYWORDS: Orality, song, prayer, demon, nuns, visionaries, Inquisition, healing, heterodoxy

RESUMEN: Un significativo cuadro de la Orden Concepcionista presenta a su fundadora, Beatriz de Silva, en una iconografía simbólica que la muestra como tronco de una suerte de fecundo árbol de Jesé femenino, que extiende sus ramas. Pero si se presta atención a sus raíces, cobra evidencia la complejidad que suele suponer el camino hacia la construcción hagiográfica, en el que confluyen materiales de diversa procedencia, algunos de los cuales manifiestan la reminiscencia de un acervo folclórico común. Así sucede con algunos de los elementos centrales que se establecen en este caso, no pocos de los cuales pueden rastrearse en los diversos catálogos tipológicos que clasifican el material tradicional, como el canónico Índice ATU (Aarne, Thompson y Uther) o el Motif-Index of Folk Literature de Stith Thompson.

PALABRAS-CLAVE: Beatriz de Silva, Visionaria siglo XV, Cuento maravilloso, Construcción hagiográfica

Si al primer obispo de México, el franciscano Juan de Zumárraga, se le deben las inaugurales letras impresas que vieron la luz en el Nuevo Mundo (al llevar allí la pionera imprenta), así como la institución de la primera biblioteca en ese continente recién incorporado al mapamundi oficial, no menos cierto es que la fundación germinal de un convento femenino en América fue posible gracias a su directa intervención. Dicho convento, iniciado en 1540 en Ciudad de México y que incluyó entre otras monjas nada menos que a dos nietas del emperador Moctezuma, perteneció a la Orden de la Inmaculada Concepción, que, sorprendentemente, contaba apenas con medio siglo de existencia, pero aparecía dotada de una gran fuerza generadora. Fundada por la visionaria hispano-lusa Santa Beatriz de Silva en los últimos años del siglo XV, la Orden, después de algunos serios problemas iniciales tras la muerte de su carismática promotora, alcanzó pronto fértil esplendor, hasta el punto de que, tras extenderse por España, desplegó una gran actividad fundacional en los nuevos territorios, constatándose que, para 1600, de los veintidós conventos femeninos que había entre México y Guatemala, nada menos que doce eran concepcionistas (véase Martínez Cuesta, 1995).

Con razón un documento gráfico, conservado en el Monasterio de la Inmaculada Concepción de Torrijos (Toledo), presenta a Beatriz de Silva en una iconografía simbólica que la muestra como tronco de lo que podría considerarse una suerte de fecundo árbol de Jesé femenino1, que extiende sus ramas con abundantes frutos, evidenciando con el mayor tamaño de la santa una clara preeminencia figurativa sobre el resto de sus compañeras concepcionistas representadas (véase Ilustración 1).

María del Mar Graña Cid ha estudiado cumplidamente en diversos trabajos monográficos el particular origen de orientación nítidamente femenina que caracteriza a esta Orden, dotada de «una de las pocas reglas expresamente elaboradas para una religión de monjas» (Graña Cid, 2000: 118). Sin embargo, los conflictos surgidos tras la muerte de su fundadora, con una serie de incógnitas subyacentes y una herencia puesta en cuestión y disputada, han polarizado durante demasiado tiempo los debates y estudios en torno a un enfrentamiento entre franciscanos y cistercienses que no ha tenido fin ni llegado a conclusión definitiva. Pero como bien argumenta Graña Cid, prestar atención a estos litigios desorienta de lo que debería ser la cuestión fundamental, y es reconocer la innovación que supone a finales del siglo XV la propuesta de «una institución monástica bajo la advocación inmaculista2 en la que sus moradoras se dedicasen exclusivamente a la alabanza de este misterio»3, lo que sin duda se reivindicaba como «una forma de expresarse en el mundo, de crear y desarrollar nuevos valores en favor de las mujeres» (Graña Cid, 2000: 125), reaccionando frente al discurso masculino que tradicionalmente defendía la excepcionalidad de la Madre de Dios, un modelo inalcanzable para las mujeres reales. Por tanto, se trataba de un proyecto sin parangón posible hasta la fecha, que reivindicaba, además, el profundo simbolismo en clave femenina del hábito elegido4, y que planteaba el establecimiento de «un espacio regido por la autoridad y la mediación femenina» (Graña Cid, 2000: 126), con lo que ello suponía frente a las imperantes definiciones teológicas en torno a la naturaleza de la mujer.

Ilustración 1: Árbol de la Orden de la Inmaculada Concepción. Autora: Sor María Inmaculada de Lama (Monasterio de la Inmaculada Concepción de Torrijos, Toledo)

Cabría destacar, como mínimo, dos aspectos relevantes relacionados con el contexto en que se desarrolla la trayectoria de Beatriz de Silva, que con toda probabilidad contribuirían de manera decisiva en la especial orientación que refleja su proyecto. Por un lado, la influencia de la Querella de las Mujeres; y por otro, la importancia de las posturas defendidas por el cardenal Jiménez de Cisneros en torno a la mística femenina, que favorecerá en un entorno de apertura cultural.

En efecto, la fundadora llega a Castilla en 1447, en el séquito que acompaña a Isabel de Portugal, nieta del rey Juan I del país vecino, y con quien al parecer -y según abundantes testimonios- la propia Beatriz estaba emparentada5. El destino de la princesa es contraer matrimonio con el monarca de Castilla, Juan II, que se había quedado viudo de María de Aragón. Significativamente, la Corte de Juan II6 y su primera esposa se había mostrado como un lugar especialmente proclive hacia las posturas pro-fémina en la célebre Querella de las Mujeres, que, iniciada en la Península con unas tendencias misóginas surgidas en torno a la Corte de Aragón, es pronto contestada por significativos autores castellanos, siendo sin duda los principales el entonces casi todopoderoso Álvaro de Luna (Libro de las virtuosas e claras mujeres), Juan Rodríguez de la Cámara, o del Padrón (Triunfo de las donas) y Diego de Valera (Tratado en defensa de las virtuosas mujeres). Como bien explica Julio Vélez-Sainz, se trata de textos que «tienen una clara interconexión con el ambiente cortesano que los produce, a la par que extrapolan argumentos de la tradición clásica, bíblica, y latinomedieval en una suerte de ars combinatoria de modo que dialogan con las corrientes más fuertes de la literatura filógina del momento (Boccaccio, Pizan, La bonté des femmes, la querelle, etc.) a partir de un argumentario convencional que utilizan con un fin común: la defensa del concepto de mujer frente a la tradición misógina» (Vélez-Sainz, 2015: 37). De ese concepto de mujer se puede pensar con toda probabilidad que bebiera la joven Beatriz de Silva en sus años de Corte castellana. De hecho, María del Mar Graña se refiere a los «contenidos teológicos sexuados» que articulan su proyecto como «inseparables del contexto polémico de la Querella y claramente en la línea feminista de defensa de las mujeres» (Graña Cid, 2004: 16).

Instalada en Tordesillas durante los años que vivió en ella la joven portuguesa, la Corte era, no obstante, el habitual nido de intrigas y conspiraciones. Sus biógrafos señalan que Beatriz halló casi desde el primer momento refugio en sus reiteradas visitas al cercano monasterio de Santa Clara, pues a pesar de ser cortejada por numerosos pretendientes prendados de su hermosura sin presunción7, a ella no sólo no le interesaban las glorias mundanales, sino que, muy por el contrario, veía en su belleza un indeseable obstáculo por despertar a su alrededor pasiones por completo ajenas a su voluntad. De hecho, y siguiendo en esto una pauta que será frecuente en las narraciones hagiográficas, algunas fuentes informan de que Beatriz rogaba a Dios que borrara de su rostro lo que ella consideraba un escollo: «Esta doncella, que era honestísima y no tenía en las intrigas más culpa que ser muy hermosa, vivía en extremo contrariada, y de voluntad trocara su beldad por la fealdad de la mujer más fea del mundo; y pedía continuamente a Dios que fuese su vista aborrecida de todos los hombres»8 (Núñez de Leao, 1610: 189; Apud Gutiérrez, 1967: 65).

Ángel Gómez Moreno, en su estudio monográfico Claves hagiográficas de la literatura española (del Cantar de Mío Cid a Cervantes), ya señala como un motivo recurrente en biografías de diversas santas el del rechazo de la hermosura física por los asedios amorosos que esta le ocasiona, con el consiguiente peligro de perder su honestidad. Tal sería el caso de Santa Liberata (o Librada) -o Wilgefortis, según otras versiones (Friesen, 2001)-, y también de Santa Paula de Ávila, o quienes vieron ocultarse milagrosamente su rostro mediante una poblada barba en respuesta a sus oraciones (véase Gómez Moreno, 2008:169). De hecho, la santa abulense es conocida como Santa Paula Barbada.

Mucho más cercana en el tiempo y en el ambiente cortesano a Beatriz de Silva, y atestiguado igualmente como personaje histórico, aunque rodeado de un innegable halo de leyenda, se encuentra el caso de la bellísima María Coronel, quien en la Sevilla de mediados del siglo XIV, y ante las lujuriosas y más que insistentes pretensiones del rey Pedro I, optó por verterse un cazo de aceite hirviendo a fin de desfigurar su bello rostro, desesperada ante la impía tenacidad de quien la había perseguido incluso en el sagrado del Convento de Santa Clara9.

Pero retornando al caso que nos ocupa de Beatriz de Silva, el balance final de su vida en la Corte acabará siendo francamente negativo, lo que precipitará su salida de ella hacia Toledo, con un completo rechazo del rol tradicional que la sociedad hubiera esperado imponiéndole las férreas ataduras del matrimonio y una sucesión indefinida de partos y crianzas, con la decisión de consagrar su vida a Dios. No obstante, ella va a erigirse en sujeto de su propia elección, decidiendo por sí misma a lo largo de varias décadas, no una profesión religiosa al uso, sino entre el «variado abanico de ofertas religiosas ofrecidas a las mujeres castellanas de la segunda mitad del siglo XV» (Graña Cid, 2004: 20). Inicialmente, Beatriz de Silva se recluye como señora de piso, con ropas de seglar y atendida por servidumbre propia, en el monasterio dominico de Santo Domingo el Real. Allí llevará durante en torno a tres décadas una vida recogida, compaginando la oración con la acción activa de la caridad10. Pero, además, será allí donde adopte una medida en línea con su anteriormente señalado deseo de ocultar una llamativa belleza en su rostro que podía originarle problemas y sinsabores; por tanto, decidirá cubrirse permanentemente con un velo blanco.

Su fama de santidad y la aureola de vida virtuosa acabarán llegando a oídos de la reina Isabel la Católica (hija de la Isabel de Portugal de cuyo séquito formara parte, y que desempeñará un papel central en su vida, como se verá después), quien la apoyará activamente en su deseo fundacional, cediéndole incluso un edificio en la ciudad de Toledo (los palacios de Galiana) junto a la iglesia de Santa Fe, donde Beatriz se retirará en compañía de doce jóvenes, todas ellas portuguesas, que la siguen incondicionalmente (y no se puede escapar el carácter fuertemente simbólico del número, que remite, en primera instancia, a los discípulos de Cristo, y en correlación con las doce tribus de Israel). Entonces, y durante un periodo de cinco años previo a una mayor institucionalización de su fundación religiosa, vivirán una vida como beatas, centradas ya en ese característico culto de la Inmaculada Concepción, segunda forma esta de «vida laical, […] más visible socialmente por cuanto fenómeno ligado a los espacios urbanos» (Graña Cid, 2004: 22). Resulta significativa esta modulación de su estado religioso en una forma no institucionalizada, decantándose ahora por una opción que permite un margen de autonomía más que notable y que, como es bien sabido, alcanzará gran auge entre las mujeres de los siglos XIV y XV, extendiéndose por toda la geografía comunidades femeninas de esta índole, de manera predominante justamente en Toledo. Como explica Julia Lewandowska, uno de los elementos constituyentes en los beaterios y que permiten que alcancen su sentido es el de la sororidad, «que materializa el deseo femenino de construir y vivir en unas relaciones sociales diferentes a las posiciones definidas desde la autoridad masculina» (Lewandowska, 2019: 207-208). Dicho arraigado espíritu de sororidad se mantendrá vivo entre el grupo de mujeres que la rodean incluso una vez fallecida Beatriz de Silva, intentando defender su legado, y mantener en la medida de lo posible su legitimidad.

Además de tener en cuenta que «en la corte de los Reyes Católicos interesaba la actividad de las mujeres carismáticas» (Sanmartín Bastida, 2019: 19), conviene señalar la importancia de la relación establecida directamente entre dos mujeres, madura ya Beatriz a sus sesenta años, y en la plenitud de la vida la reina Isabel la Católica, con la crística edad de treinta y tres en el momento en que se conocieron, según destaca la leyenda hagiográfica. Graña Cid destaca «el mutuo reconocimiento de autoridad» que se da entre ambas, siendo determinantes, de una parte, «la fama de santidad de la primera», y de otra, «el “oficio” regio de la segunda» (Graña Cid, 2000: 123).

Por otro lado, y en íntima conexión, no se puede perder de vista la especial atracción del Cardenal Cisneros hacia la mística femenina europea, cuyo conocimiento potenciará y animará, hasta el punto de que «las bibliotecas de los monasterios y conventos españoles se van llenando de copias de obras que narran y versifican las experiencias y las palabras de beguinas y monjas continentales de diferentes épocas como Catalina de Siena, Santa Gertrudis la Magna, Mechthild, Angela de Fulginio o Santa Brígida»11 (Conde Solares, 2017: 55).

Regidas, pues, por la autoridad carismática de Beatriz de Silva, su comunidad se consolida en una edificación adaptada paulatinamente como monasterio femenino, y desde donde en 1489 se envía por fin solicitud al papa Inocencio VIII para legitimar la institución, la cual queda de manifiesto mediante la bula Inter universa12, fechada el 30 de abril de 1489, y en relación a cuya llegada se teje todo un halo legendario. Sin embargo, la bula no llegará a ejecutarse en vida de Beatriz, quien, avisada mediante una premonición sobrenatural —sobre la que se volverá más adelante—, contará con un plazo de diez días hasta el momento de su muerte, si bien tendrá tiempo de profesar in articulo mortis en la Orden por ella fundada. El momento del óbito, sucedido con toda probabilidad en 1491, vendrá acompañado de diversas señales de gracia, muriendo la visionaria hispano-lusa en olor de santidad, como describe, entre otros, el franciscano Enrique Gutiérrez, que ha publicado numerosos trabajos sobre la religiosa:

Durante las exequias pudieron los fieles contemplar aquel cadáver beatífico. Habían sido invitados días antes para presenciar la bendición de un hábito hasta entonces no visto, y ya lo veían con sus propios ojos, pero adornando el cuerpo de una singular y noble virgen. […]

Grupos devotos oraban, hora tras hora, ante los restos venerables de la mujer ‘santa’.

Y empezó a hablarse con entusiasmo de los prodigios observados en su muerte; del resplandor que despidió su rostro; de la estrella brillante que se posó en su frente; de las locuciones sobrenaturales tenidas en ratos de íntimo trato con la Virgen Inmaculada; de todo lo que venía sucediendo que trascendía los límites de lo ordinario (Gutiérrez, 1967: 183-184).

Desde ese momento de 1491 se sucederán una serie de años considerablemente convulsos marcados por sucesivas crisis y la indefinición competencial, disputada por varias órdenes religiosas13. Francisco de Bivar, en su biografía de la fundadora que data de 1618, en relación con este periodo difícil, alude a las «muchas revoluciones y pesadumbres» (Bivar, 1618: 19 vto.). Interesa subrayar aquí que en el centro de estos conflictos nos encontramos con el cuerpo de Beatriz de Silva, configurado ya como poderoso objeto simbólico. De hecho, en 1495 un grupo de monjas, en desacuerdo con el cariz que estaba tomando el proyecto, huye del convento, bajo el liderazgo de la abadesa, Felipa de Silva, sobrina de la fundadora y heredera de su legado primigenio, por lo que se considera con derecho, alegando la pertenencia a una genealogía familiar e ideológica, a llevarse consigo «las reliquias preciosas de su santa tía» (Bivar, 1618: 20), anticipando de este modo el furtivo traslado de un cuerpo santo que recoge Miguel de Cervantes en la primera parte del Quijote14. Aunque la intención inicial de la sobrina parece haber sido regresar a Portugal (Bivar, 1618: 20), finalmente los restos acabarán siendo depositados en 1499 «en el convento de dominicas de la Madre de Dios, cuyas priora y subpriora eran primas suyas y sobrinas de la fundadora» (Graña Cid, 2000: 134).

Por fin en 1511 el Pontífice Julio II concede a las concepcionistas el debido reconocimiento oficial y les otorga regla propia, lo que las legitima para reclamar la devolución de los restos mortales de su fundadora, aunque no lo lograrán sin una nueva intervención del Papa, quien dicta otra Bula, obligando a las monjas de la Madre de Dios a que los devolviesen. Con motivo del traslado a su convento, en una solemne procesión organizada en octubre de 1511, se vivieron nuevos episodios significativos para la configuración hagiográfica de Beatriz de Silva, puesto que, según las diversas fuentes, al abrir el operario el receptáculo que contenía los restos, pidió enseguida que se avisase a algún sacerdote, «que él no se atrevía a tocarlos, porque sin duda eran de Santos según el olor que tenían» (Bivar, 1618: 21). Ángel Gómez Moreno, en su mencionada Claves hagiográficas de la literatura española, se refiere explícitamente a determinadas «gracias del ungido de Dios» que se venían considerando tradicionalmente, como «el olor de santidad, que se constituía por lo común en prueba fundamental en los procesos de canonización»15 (Gómez Moreno, 2008: 75).

Francisco de Bivar, historiador y culto monje cisterciense, autor de numerosas obras eruditas, que se interesará en el primer cuarto del siglo XVII por la figura de Beatriz de Silva, continúa encareciendo la importancia del momento vivido: «Llamaron al confesor de las monjas que los trasladase, el cual sintió la misma fragrancia [sic], de que también participaron muchas monjas que estaban presentes a verlo, y en tan notable exceso que sus sentidos fueron maravillosamente recreados, y sus almas regocijadas, de ver el testimonio celestial que las reliquias de su santa Madre tenían, de que habitaba en los cielos, haciendo compañía a los Bienaventurados espíritus» (Bivar, 1618: 21).

Los restos serán depositados en un lucillo o urna de piedra que sus hijas espirituales juzgan digno de contenerlos y que estará al fin terminado poco después, en enero de 1512, cuando con toda solemnidad se coloca en el coro del convento, bajo la protección de tres imágenes sagradas, al parecer decididas por la propia Beatriz de Silva, y cuya elección no resulta en absoluto casual, puesto que están muy directamente relacionadas con su personalidad y devenir biográfico. Se trata de tres santos a los que Beatriz de Silva profesaba especial devoción: Santa Ana, San Francisco y San Antonio16. Conviene llamar la atención acerca del fuerte simbolismo de las advocaciones a cuya protección se encomiendan los venerados huesos. Respecto a los santos franciscanos, estarán muy presentes en la formación espiritual de Beatriz desde niña, y, de hecho, su propio hermano, el hoy conocido como Beato Amadeo de Portugal, será un reformador de la Orden Franciscana. Además, San Francisco y San Antonio desempeñaron —como ahora se examinará— un papel fundamental en la trayectoria visionaria de la fundadora, y sus palabras ampararían la proyección futura de la Orden.

En cuanto a Santa Ana, la Madre Catalina de San Antonio, que escribió en 1661 la obra La margarita escondida, dedicada a Beatriz de Silva, recoge su profunda devoción y deseo de ser confortada tras su muerte con su presencia en efigie:

Fue igualmente muy devota de la gloriosa Santa Ana, y la imitaba en amar y servir a la Madre de Dios y Virgen María, envidiándola la dicha de haberla tenido en sus brazos, y bendiciéndola por haber producido para bien del mundo aquella vara de la raíz de Jesé, de la cual salió aquella bella Flor del campo y Lirio de los valles, cuyo olor y suavidad habían de llevar tras Sí las almas… y juzgaba que ni después de muerta estaría bien hallada, si esta santa matrona, aunque fuese pintada, no acompañara su cuerpo17 (San Antonio, 1661; Apud Gutiérrez, 1967: 216).

Resulta especialmente significativa esta exaltación de Santa Ana que, vinculada a la advocación inmaculista de la Orden, trae, en efecto, a primer plano la genealogía femenina de Jesucristo, restituyendo la importancia del papel de la mujer en la redención del género humano, y ofreciendo, por tanto, modelos matrilineales de linaje. Lo que conocemos de Santa Ana procede básicamente de los evangelios apócrifos, y en su iconografía destacan dos aspectos dignos de mención: por un lado, las frecuentes representaciones de un grupo familiar que nos muestra a Ana, con su hija María acompañada de un pequeño Jesús, a modo de una Trinidad alternativa —y, como bien explica Lola Luna, estudiosa de esta figura en relación con las reivindicaciones femeninas, «una Trinidad más concreta y carnal, la de la madre, la hija y el nieto, frente a la Trinidad espiritual del Padre, el Hijo y el Verbo» (Luna, 1996: 85); y por otro lado, su frecuente representación con un libro en la mano, habitualmente, enseñando a leer a María, lo que convertiría a Santa Ana en maestra y transmisora de cultura, modelo así para las mujeres durante tanto tiempo excluidas de la misma. Por tanto, la elección por parte de Beatriz de Silva de una imagen de Santa Ana en su lugar de reposo final resulta especialmente significativa, desde el momento en que debemos comprender que «Bajo santa Ana, modelo de oración, parece encontrarse un ‘subtexto’, un discurso oculto sobre la mujer en el discurso masculino. Este discurso es el indicio de una práctica cultural de magisterio femenino del que santa Ana representaría su modelo cultural, un modelo femenino de ciencia sagrada y conocimiento»18 (Luna, 1996: 100).

Pero ese momento de ritual funerario en que la comunidad de monjas que se sienten sus claras herederas rinde homenaje a Beatriz de Silva resultará también crucial en otro sentido. En contraposición a otras muchas mujeres carismáticas e inspiradas, por desgracia no se ha conservado ni una sola letra salida de la mano de la hispano-lusa. Así que, frente a tantas autobiografías por mandato, o siquiera a reflexiones por escrito en torno a su proyecto o a sus vivencias extraordinarias y experiencias sobrenaturales, en este caso, para acceder a la figura de Beatriz de Silva, no queda más remedio que basarse en fuentes externas, de las que el primer testimonio de que se tiene conocimiento se debe, precisamente, a la pluma de la Madre Juana de San Miguel19, quien pondrá por escrito los primeros datos biográficos de la futura santa. Se trata de una única hoja, manuscrita20, que la vicaria deposita en la urna funeraria, protegida dentro de una caña a fin de favorecer su conservación, y que debe suponerse que perseguía la finalidad de identificar para la posteridad los venerables huesos. Allí permanecerá hasta que el 10 de febrero de 1618 se trasladan nuevamente los restos, en esta ocasión, a un nuevo sepulcro, labrado en mármol y de mayor suntuosidad, erigido poco más de un siglo después de la muerte de Beatriz de Silva por encargo de la Princesa de Asculi, fiel devota suya, que vivió en el convento durante varias décadas al quedarse viuda. Madre de Juana de Leiva, que llegaría a ser abadesa de la Comunidad21, Porcia Magdalena Fernández Lugo, IV Adelantada de Canarias y duquesa de Terranova por herencia familiar, y princesa de Asculi por matrimonio con Antonio Luis Leiva, demostrará su veneración por Beatriz de Silva —cuya fama de santidad no había hecho, al parecer, sino crecer desde su muerte— no sólo con el encargo del nuevo enterramiento, sino también mediante un significativo cuadro que se pinta bajo su patrocinio y que evidencia un claro carácter reivindicativo (Graña Cid, 2003: 227). Situado hoy en día en el Coro bajo del convento toledano (Casa Madre de la Orden), en él se retrata a Beatriz de Silva22 (véase Ilustración 2), con los brazos extendidos y cobijando bajo su manto a sus hijas espirituales, a la manera usual en que se venía representando a la Virgen María, en especial, en advocaciones como de la Misericordia o de la Merced23. Las monjas aparecen representadas a izquierda y derecha de la fundadora, arrodilladas, y en primer plano de la esquina inferior izquierda, ostentando un clarísimo protagonismo, aparece la misma princesa de Asculi, vestida con suntuosas ropas de Corte y sosteniendo un libro abierto entre ambas manos.

Ilustración 2: Retrato alegórico de Beatriz de Silva, encargado por la Princesa de Asculi (a la izquierda, como donante). Convento Casa Madre de la Orden de la Inmaculada Concepción (Toledo)

En efecto, desde el momento de su deceso el culto hacia Beatriz de Silva, aumentado con los favores milagrosos que numerosos fieles declaran haber obtenido bajo su intermediación24, se mantiene creciente, llegando a un momento de auge precisamente en esas primeras décadas del siglo XVII, lo que culminará en el inicio de su proceso de beatificación en 163625. Dicho momento de auge presenta un momento central en torno al año 1618, en que no solamente sus restos se trasladan al digno sepulcro labrado en mármol ofrendado por la Princesa de Asculi, y que luego adornarán unas vidrieras representando a la reina Isabel la Católica y al cardenal Cisneros, sino que coinciden otros dos hitos especialmente significativos para la consolidación hagiográfica de Beatriz de Silva. Por un lado, ese mismo año se da a la imprenta la mencionada obra firmada por el cisterciense Francisco de Bivar bajo el título de Historias admirables de las más ilustres entre las menos conocidas santas que hay en el Cielo, cuya fundamental Primera Parte consiste en: «La Historia admirable de la fundación de la Orden, de la Concepción Purísima de la Madre de Dios. Juntamente con la vida de la nobilísima, y Bienaventurada virgen Doña Beatriz de Sylva, parienta de nuestro Católico Rey Don Felipe Tercero, que Dios guarde muchos años» (Bivar, 1618: 2).

Por otro lado, 1618 es una de las fechas propuestas por algunos estudiosos (como es el caso de Francisco Florit Durán) para la escritura de una obra teatral de Tirso de Molina, titulada Doña Beatriz de Silva26, que eleva a la fundadora a la categoría de heroína literaria. En ese otoño el dramaturgo (que fuera ordenado sacerdote precisamente en Toledo) añade su firma al Registro de Adhesiones al Misterio de la Concepción Inmaculada de María (Florit Durán, 2007-2008: 446). Sin embargo, Blanca de los Ríos, que fue editora de dicha obra dramática, sugiere que, si bien la idea de la comedia hagiográfica pudo haber surgido en el curso de una visita del escritor mercedario a Toledo durante las fiestas concepcionistas que tuvieron lugar en 1618, habría que situar la escritura de la obra de manera un poco más tardía, entre 1619 y 1621 (Caba, 2008:103), propuesta de arco temporal que sigue Vázquez Fernández (Vázquez Fernández, 1994: 325).

Existe una notable coincidencia en todos estos materiales, artísticos, literarios y religiosos, en cuanto a la configuración de una sólida narración hagiográfica de Beatriz de Silva, basada en una serie de sucesos de carácter sobrenatural, que se irán repitiendo con el paso de los siglos adquiriendo carta de naturaleza incuestionable. Sin embargo, llama la atención que el testimonio más antiguo datado, el de la Madre Juana de San Miguel, quien había conocido personalmente a Beatriz de Silva y compartido con ella el proceso de fundación de la Orden —y que, según se ha visto se podría fechar en 1512, pero que, depositado junto con sus restos mortales, no saldrá a la luz hasta ese año de 1618—, tan sólo recoge un fenómeno último de tanta relevancia que será ya indisoluble de la iconografía de la futura santa: el de la estrella27 que habría aparecido en su frente en el momento de su fallecimiento, al retirar de su cara el velo que la cubría, y que «daba gran luz y resplandor, como la luna cuando más luce» (Apud Omaechevarría, 1976: 47). Pero sorprendentemente, no hace ni la más mínima mención al resto de sucesos extraordinarios y carismáticos que a comienzos del siglo XVII se consideran ya sin duda capitales en la consolidación de la narración hagiográfica de Beatriz de Silva.

Dichos sucesos, sin embargo, sí que se encuentran presentes en dos Vidas escritas no muchos años después de la breve hoja introducida en una caña por quien fuera compañera directa de la propia Beatriz y testigo de primera mano. Datadas ambas en el siglo XVI (con toda probabilidad en el primer cuarto la más antigua), se caracterizan por una historia textual bastante problemática28: se han perdido los originales; se han hecho de ellas diversas refundiciones, algunas también perdidas; desaparecieron arrancadas del Registro Antiguo del Convento los folios 10-23 que contenían una de las Vidas, con un contenido al parecer coincidente con el que en 1858 se editó en la revista La Cruz de Sevilla, desconociéndose cómo llegó hasta allí, ni el destino posterior del original. Al parecer, de estas dos Vidas habrían bebido todos los cronistas posteriores durante siglos, por lo que, aunque María del Mar Graña Cid opina que «las primeras biografías de Beatriz de Silva no parecen ir destinadas a su promoción oficial como santa —el proceso de beatificación no se inició hasta 1636— sino a ordenar la memoria y dar sentido de identidad a la casa concepcionista tras la superación de las divisiones internas» (Graña Cid, 2004: 60), teniendo en cuenta que tanto Rogerio Conde, como Enrique Gutiérrez y otros estudiosos apuntan indicios de que la fama de santidad era ya muy notoria en el momento de su deceso, acrecentándose en los años posteriores, sí que parece más que probable la voluntad de fundamentar una narración hagiográfica canónica en torno a la venerable fundadora.

En este sentido, se puede volver la vista de nuevo hacia el reivindicativo cuadro encargado por la Princesa de Asculi, de carácter profundamente simbólico, puesto que recoge prácticamente todos los elementos que en ese momento y hasta el día de hoy se consideran indisolublemente vinculados con las experiencias visionarias y prodigiosas de Beatriz de Silva, es decir, lo que se vendría a plasmar en su aureola de santidad29. Así, y con el límite divisorio que establece el manto desplegado y protector de la institutora —siguiendo también en esto el modelo habitual en los ya mencionados cuadros alegóricos de la Virgen María—, en la parte superior a este —que evoca el ámbito celeste— encontramos, por un lado en la esquina izquierda la representación de la Inmaculada, y, por otro, en la derecha, la de los santos franciscanos Antonio y Francisco, identificados mediante sus atributos: un Niño Jesús y estigmas en sus manos, respectivamente; todos ellos protagonistas de relevantes episodios en la existencia de quien podríamos considerar «santa viva» —siguiendo la aceptada nomenclatura establecida por Gabriella Zarri—. En el plano inferior, o plano terreno (bajo el manto), apreciamos —además de a sus hijas espirituales vestidas con su hábito, y a la donante, todas ellas bajo la protección salvífica de su «madre divina»30— en primer plano un cofre o baúl, muy significativo, puesto que evoca el espacio físico en que tuvo lugar su decisiva epifanía. Por último, en la frente de la protagonista se aprecia una brillante estrella.

Pero excepto la manifestación del lucero pre mortem, ninguno de los demás elementos se había encontrado en el primer testimonio. ¿Qué sucede entre la sucinta narración biográfica de la Madre Juana de San Miguel y el completo relato que contiene una serie de elementos clave y de episodios significativos que se establecerá poco tiempo después como modelo paradigmático de la configuración hagiográfica de Beatriz de Silva?

Si volvemos a acudir a la autoridad de Ángel Gómez Moreno, nos encontramos con su ilustrativa afirmación de que «la narración hagiográfica, con independencia de su formulación, cae dentro de la órbita del relato breve» (Gómez Moreno, 2008: 226). Además, la materia hagiográfica conformada, en efecto, con estructura de relato, suele beber de un venero rico y fecundo, con numerosas adherencias y ramificaciones de toda índole y procedencia, pues sus fronteras son —como se ha puesto abundantemente de manifiesto— a menudo difusas y entran en conexión con otras manifestaciones de naturaleza literaria, legendaria o folclórica. Por ello las narraciones hagiográficas ofrecen un fascinante y complejo material de estudio, que bien puede ser abordado complementariamente, no sólo por quienes trabajan desde una perspectiva histórico-religiosa, sino por filólogos, folcloristas o antropólogos. De hecho, Gómez Moreno, ante la frecuente coincidencia, y hasta confusión, de señas de identidad, que difuminan por completo los términos divisorios entre lo folclórico, lo cultural y lo piadoso, constata que en la actualidad «nos interesamos precisamente —en términos antropológicos, literarios y hasta religiosos— por las variaciones de la leyenda, por sus idas y venidas entre oralidad y escritura, por esa particular constitución que acerca la vita al cuento o relato folklórico» (Gómez Moreno, 2008: 42).

Abordando, por tanto, la narración hagiográfica tejida en torno a Beatriz de Silva, y claramente consolidada ya en un relato canónico en torno al primer cuarto del siglo XVI, procuraremos analizar sus elementos constituyentes, teniendo en cuenta que el camino hacia la construcción hagiográfica es un proceso complejo en el que confluyen materiales de diversa procedencia, algunos de los cuales evidencian una vinculación arquetípica, o la reminiscencia de un acervo folclórico común.

Veamos, pues, cuál es la narración coincidente —y cuáles los elementos comunes que la entretejen— que nos encontramos en esas Vidas de Beatriz de Silva que, consolidada canónicamente a partir de comienzos del XVI, va a establecerla como modelo de santidad, y a difundir su iconografía, su relato hagiográfico y su ejemplo carismático.

Como ya se adelantó, Beatriz de Silva llega a Castilla en 1447, acompañando a Isabel de Portugal, que contraerá matrimonio con el rey viudo Juan II en Madrigal de las Altas Torres. Instalada la Corte en Tordesillas, la joven Beatriz destaca —como ya se adelantó— por su belleza y su donaire, que atrae a numerosos admiradores y pretendientes, y que ocasiona incluso la admiración del monarca, hasta el punto de despertar los celos de la propia reina, quien, despechada, la encerrará en un cofre31 durante tres días con la intención de causarle la muerte. Sin embargo, ese oscuro y claustrofóbico lugar propiciará la manifestación salvadora que cambiará su vida: Beatriz experimenta una aparición de la Virgen María, quien, vestida de azul y blanco, se le manifiesta para tranquilizarla y decirle que saldrá sana y salva. Impresionada por esta experiencia germinal, Beatriz hace voto de virginidad y promete consagrar su existencia a la Madre de Dios, tomando las vestiduras marianas como modelo para el hábito de la Orden que habrá de fundar en su honor y gloria32. De hecho, tres días después de la experiencia visionaria, la joven abandona Tordesillas con destino a Toledo, acompañada por un par de doncellas. En el camino, le salen repentinamente al encuentro dos enigmáticos frailes franciscanos, que se dirigen a ella en portugués, y le comunican que tendrá muchas hijas y que su fama dará la vuelta al mundo33. Ella, muy extrañada, manifiesta que eso es imposible, puesto que ha hecho voto perpetuo de castidad, pero los religiosos le aseguran que lo que han dicho habrá de cumplirse. Al llegar a una venta, los franciscanos desaparecen misteriosamente, lo que, junto con la profecía que manifiestan le hará pensar que se trataba de San Francisco de Asís y San Antonio de Padua34, de los que, como ya se comentó, era muy devota desde niña. En Toledo —como se vio—, Beatriz de Silva se recluye durante cerca de tres décadas en el monasterio dominico de Santo Domingo el Real, adoptando por voluntad propia la decisión de ocultar permanentemente esa belleza que tantos sinsabores le ha dado, mediante un velo blanco que cubrirá siempre su rostro. Andando el tiempo, la hija de quien tan mal se portara con ella, es decir, Isabel la Católica, ya reina, atraída por su fama de santidad y por su proyecto fundacional (y quizás deseosa de saldar la deuda contraída por su madre), la apoya con decisión, y le cede sus palacios de Galiana, junto a la Iglesia de la Santa Fe, donde Beatriz se traslada junto con doce jóvenes inspiradas todas ellas por el culto a la Inmaculada Concepción. Durante cinco años establecen una comunidad femenina ilusionada por un proyecto que parece confirmarse cuando en abril de 1489 el Papa Inocencio VIII proclama la bula Inter universa, que llegará hasta las manos de la fundadora de manera también enigmática, a pesar de que el original supuestamente viajaba en una nave que naufraga por una tempestad.

En su trayectoria destacarán igualmente otros hechos insólitos, como las diversas profecías que recibirá, pudiéndose destacar las dos principales, que parecen haber alcanzado sobrado cumplimiento. En primer lugar, una noche que se encaminaba al rezo de maitines encontró la lámpara del Santísimo Sacramento apagada, pero, tras su oración, vio como echaba nuevamente a arder, mientras escuchaba una voz que le comunicaba que así habría de ser el devenir de su Orden: que estaría a punto de desaparecer en sus inicios, pero que luego su luz cobraría fuerza y se extendería por todo el mundo. En segundo lugar, tras recibirse la Bula, se afanaban todas con los preparativos para culminar el proceso de la fundación, pero la Virgen se aparece nuevamente a Beatriz de Silva y le comunica que habrá de morir en un plazo de diez días. Aceptando con humildad la voluntad divina, la visionaria se prepara para el momento del tránsito, durante el cual, como ya quedó expuesto, se le levantó por fin el velo que durante tantos años había ocultado su cara, permitiendo ver el prodigio de una estrella sobre su frente:

Cuando el sacerdote le estaba haciendo las unciones, vieron en su frente una estrella de oro, y su rostro tan resplandeciente como de persona ya glorificada: dando en esto a entender, que la pureza de las estrellas reinaba en aquella santa alma, y la luz del cielo en su purísimo cuerpo. Perdióse luego de vista la milagrosa estrella, y faltó el resplandor celestial, y al mismo punto hizo la muerte divorcio entre la alma y cuerpo de la santa Virgen, los cuales se apartaron uno de otro al décimo día de la profecía de la Reina del cielo (Bivar, 1618: 14 vto.).

Además del ya comentado fenómeno del fragante olor que despiden sus restos, incluso las varias veces en que serán desenterrados, poco después de su muerte tendrá lugar otro notable elemento sobrenatural en su biografía, cuando se relata que Beatriz de Silva se aparece en el convento de San Francisco de Guadalajara al Padre Juan de Tolosa, destinado antes en Toledo y a quien ella había hecho la promesa de que sería el único varón mortal que habría de ver su rostro. La aparecida le manifiesta que viene a cumplir su promesa, pero también a rogarle que vaya rápidamente a la Ciudad Imperial para velar porque no se desmoronen y tiren por tierra tantos esfuerzos como había hecho por culminar su obra

Como podría comprobar cualquier lector avisado, la historia de Beatriz de Silva presenta en buena medida un claro patrón cuentístico que incorpora diversas secuencias y motivos folclóricos de procedencia variada (comenzando por el desencadenante de la reina celosa que quiere matar a la heroína, que, con diversas variantes, es un tópico habitual en cuentos, romances y baladas). No en vano, como se ha señalado reiteradamente, el folclore, la literatura y la hagiografía se han prestado e intercambiado motivos a lo largo de los siglos, y ello es posible porque las fronteras que delimitan los ámbitos suelen ser difusas y permeables, y porque es difícil encontrar géneros puros —verdaderamente raros en folclorística—, abundando más bien los en diversas proporciones mixtos. Por supuesto, los estudiosos han propuesto intentos de clasificación, aun conscientes de las conexiones, contaminaciones y préstamos entre unos y otros. Así, el folclorista y antropólogo William R. Bascom, en su clásico estudio titulado «The Forms of Folklore: Prose Narratives», ya delineó una serie de constantes para intentar diferenciar entre mito, cuento maravilloso y leyenda, en función de cinco criterios principales, que serían: creencia (que alude a si lo que se relata es percibido como hecho verdadero o de ficción), actitud hacia el relato (para delimitar si éste se considera sagrado o profano), tiempo (para determinar si se remite a un periodo histórico concreto, a un pasado remoto en que el mundo se regía por leyes diferentes a las conocidas, o si directamente se trata de un tiempo imaginario), lugar (mundo con coordenadas reales o mundo imaginado) y personajes principales (humanos, no humanos o una conjunción de ambos). Tras una minuciosa reflexión —que ilustra con multitud de ejemplos tomados de las más diversas culturas del planeta—, Bascom concluye con unas propuestas de definiciones, de las que, para el caso que nos interesa, podemos recordar aquí la de leyenda35:

By legends I undertand traditions, wheter oral or written, which relate the fortunes of real people in the past, or wich describe events, nor necessarily human, that are said to have occurred at real places. Such legends contain a mixture of truth and falsehood, for were they wholly true, they would not be legends but histories. The proportion of truth and falsehood naturally varies in different legends; generally, perhaps, falsehood predominates, at least in the details, and the elemento f the marvellous or the miracolous often, though not always, enters largely into them (Bascom, 1965: 16).

Como leyenda vamos a considerar, por tanto, un relato que se presenta como verdadero o que alcanza al menos credibilidad entre parte de sus receptores, que se sitúa en un lugar concreto y en un tiempo más o menos histórico, protagonizado mayoritariamente por humanos pero en el que pueden intervenir personajes sobrenaturales, si bien estos se podrían encuadrar en el marco de las creencias de la sociedad en que surge dicha leyenda. Por tanto, por un lado, vemos que encajaría a la perfección con una narración hagiográfica como la de Beatriz de Silva que nos ocupa. Pero por otro, la trama de esta no deja de presentar, como ya se ha adelantado, una serie de elementos que la hacen encajar en buena medida en los moldes clásicos de los cuentos folclóricos maravillosos. De hecho, si recordamos una definición sucinta de los mismos que nos ofrecen dos ilustres folcloristas como Julio Camarena y Maxime Chevalier, podemos ver que los cuentos maravillosos suelen presentar una sucesión similar de acontecimientos: el héroe puede sufrir una agresión, lo que lo lleva a alejarse del hogar (Beatriz es agredida por la reina, lo que la obliga a abandonar la Corte); en el camino encontrará alguien que lo auxiliará (en este caso, en el camino a Toledo la ayudan con palabras proféticas San Francisco de Asís y San Antonio de Padua), que puede ser un donante, «un ayudante mágico, o un informante que le instruirá en el comportamiento correcto que deberá observar para triunfar; gracias a lo cual logrará superar las pruebas» (Camarena y Chevalier, 1995: 10), y salir victorioso36.

Y lo cierto es que, analizando con detenimiento la narración hagiográfica de Beatriz de Silva, se puede apreciar que muestra —se podría decir que en versión a lo divino—, determinadas secuencias y motivos folclóricos, en no escasa medida coincidentes con los que se encuentran en varios tipos del cuento folclórico universal, en especial los que en la herramienta imprescindible que constituye el Índice Internacional Aarne-Thompson-Uther37 aparecen clasificados como ATU 480, The Kind and Unkind Girls, que suele aparecer con frecuencia combinado con ATU 510, The Persecuted Heroine —como, en efecto, sucede en este caso—, a la vez que ATU 706, The Maiden without Hands, ATU 707 The Three Golden Children, e incluso algún rasgo coincidente con ATU 896 The Lecherous Holy Man and the Maiden in a Box, sobre los que ahora volveremos.

En el origen de la historia podríamos apreciar una correspondencia con los motivos K2100, False accusations, y K2110, Slanders, del Motif-Index of Folk Literature de Stith Thompson, ambos con una apabullante presencia documentada en leyendas, romances, cuentos populares, fábulas, etc. Las falsas acusaciones y las calumnias proceden, como ya ha quedado establecido, de la reina, que se siente celosa de la belleza y donosura de Beatriz, y la juzga culpable por provocar a su esposo el rey: «A la tercera pregunta dijo que, por la dicha tradición y fama pública derivada de las primeras religiosas de este convento y por las historias, sabe que, estando en Tordesillas los dichos señores reyes, viendo la grande estimación que todos hacían de la sierva de Dios, la reina hubo celos de ella y del rey su marido, y fueron tan grandes, que, por quitarla de delante de sus ojos, la encerró en un cofre, donde la tuvo encerrada tres días» (Apud Conde, 1931: 131-132).

(véase Ilustración 3)

Las anteriores palabras proceden de la declaración de Mariana de Toledo y Luna, abadesa del convento de la Concepción en 1636, en el proceso por la beatificación abierto en ese año. Se podría apreciar, por tanto, que, aun dentro de las diferencias (en este caso no se llega a la acusación directa de adulterio, ni Beatriz está casada), dentro de la familia de motivos K2110, se podrían establecer ciertos vínculos con el subtipo K2110.0.7, formulado como Queen falsely accuses count’s wife of adultery. Por su parte, la propia figura de la reina protagoniza todo un apartado de motivos de dicho índice. En concreto, el P 29, Queens-Miscellaneus, donde encontramos un P29.4 cercano en su formulación —si bien con alguna divergencia— al caso que nos ocupa, Jealous queen orders execution of peasant woman her husband desires carnally. Todos estos motivos son recogidos de igual modo en el mucho más reciente Motif-index of folk narratives in the Pan-Hispanic romancero, de Harriet Goldberg, quien los ilustra con abundantes ejemplos procedentes del romancero tradicional, un fecundo venero que posee no pocas ramificaciones comunes con la hagiografía (Goldberg, 2000).

Ilustración 3: Cofre donde, según la tradición, Beatriz de Silva habría tenido su visión de la Virgen María. Actualmente se conserva en el claustro superior del Convento Casa Madre de la Orden de la Inmaculada Concepción, bajo un retrato de la Fundadora.

Y precisamente uno de esos ejemplos emanado del romancero presenta innegables similitudes con el caso que nos ocupa. En efecto, en relación con otra fértil familia de motivos clasificada en el Motif-Index of Folk Literature, de Thompson, V268, Miracles performed under protection of Virgin Mary, encontramos que Harriet Goldberg, bajo el epígrafe concreto V268.6, recoge un llamativo romance portugués que relata una historia cuya presencia se podrá rastrear reiteradamente con diversas variantes en fuentes muy variadas de la tradición folclórico-literaria a lo largo y ancho de la Península Ibérica38. Se trata del relato de un cristiano cautivo de un moro, el cual lo trata cruelmente y lo mantiene encerrado en un cofre o cajón de madera:

Era um cristão que passava negra vida, que sofría

debaixo de duros ferros, lá para as bandas de Arzila.

Cativeiro mais penoso outro cristão não havia.

O perro moiro infiel, que o comprara em Almeria,

por seguro se não daba de que lhe não fugiria.

Sempre o maldito do perro, que receoso vivia,

maltratar o pobre escravo com ferrenha mão soía.

Já invenção lhe faltava de como ele o guardaria.

Mandou fazer um caixão muito forte em demasia,

e nele sem mais detença o triste cristão metia39.

El cristiano, devoto de la Virgen María, confía en su ayuda para liberarlo, ayuda que efectivamente se produce de manera milagrosa, cuando las aguas eleven su caudal, arrastrando durante tres días el cofre de madera hasta que llega a tierras cristianas, y el moro, impresionado por el poder sobrenatural demostrado, pide perdón y decide convertirse. Si Jesucristo estuvo tres días encerrado en el sepulcro hasta que se liberó de la muerte, tanto el cristiano cautivo como Beatriz de Silva permanecerán de igual modo durante ese plazo intensamente simbólico en un cofre o cajón de madera, de donde renacerán gracias a la intervención milagrosa de la Virgen. En cuanto al significado que podría evocar el propio cofre, en el clásico Diccionario de los símbolos dirigido por Jean Chevalier, se sugiere que «se apoya en dos elementos: el hecho de que se deposite allí un tesoro material o espiritual; el hecho de que la abertura del cofre sea el equivalente de una revelación» (Chevalier, 1986: 315)40. En cuanto que los personajes encerrados en él son depositarios de una fe tan auténtica y pura como para que se manifieste el prodigio, podemos considerar certera la afirmación de «tesoro espiritual» contenido en su interior. En cuanto a la revelación que sugiere su apertura, si bien en ambos casos supone la liberación, en el romance dicha revelación es tan notoria que supondrá la conversión del infiel; mientras que en el caso de Beatriz de Silva, sin duda el episodio constituye una epifanía, hasta el punto de que a partir de ese momento consagrará su virginidad a Dios y su existencia a la devoción de la Inmaculada. En el romance podemos leer que, al llegar el cofre a tierra, se producen otros fenómenos maravillosos: las campanas repican solas en la iglesia, y «Da torre o galo três veces este milagre anuncia». Nuevamente el simbolismo del número tres, que de igual modo se duplica en la leyenda de Beatriz de Silva, quien, a los tres días de su experiencia epifánica, abandona la Corte rumbo a Toledo41.

Pero si el Diccionario de los símbolos recoge, como no podía ser de otra manera, la alusión a uno de los más famosos tesoros de la Historia, como son las Tablas de la Ley, de igual modo apunta que «La misma palabra tābūt42 designa en árabe el cofre, el Arca de la Alianza y el cesto en el cual fue depositado Moisés sobre el Nilo» (Chevalier, 1986: 315), cesto cuya apertura constituye también una «manifestación divina» (Chevalier, 1986: 315). Resulta curiosa esa íntima conexión etimológica entre el cofre —que encierra y revela, a la vez— y el cesto de Moisés, quien, según el texto bíblico, en Éxodo 2: 10, recibe ese nombre precisamente por haber sido salvado de las aguas (aunque hoy en día se tiende a cuestionar dicha etimología). Y resulta curiosa porque en algunos de los tipos de cuentos populares adelantados con anterioridad encontramos situaciones similares, como en ATU 896 The Lecherous Holy Man and the Maiden in a Box (del que hasta la fecha ningún estudioso ha logrado identificar ejemplo alguno en español), en que la heroína es depositada en una caja o cofre a merced de las aguas de un río por su propio padre, que ha sido engañado por un santón lujurioso43; o en ATU706, The Maiden without Hands, del que encontramos variantes en que, por envidia o celos de la madre, madrastra o cuñada (una mujer vinculada por lazos familiares, en cualquier caso —y recordemos que la reina Isabel de Portugal era pariente de Beatriz de Silva—), la heroína es abandonada en el mar, bien en una nave a la deriva, o bien dentro de un tonel. Dicho tipo ofrece también otra secuencia en la que los dos hijos mellizos de la heroína, con una estrella en la frente, son abandonados en las aguas en una manera similar. En este sentido resulta relevante recordar en cuanto al ya mencionado tipo ATU 707, The Three Golden Children, que las versiones españolas de este cuento que ofrecen Camarena y Chevalier se titulan precisamente «El lucerito de oro en la frente» (Camarena y Chevalier, 1995: 709-714), que alude de igual modo a la estrella que presentan los dos hijos de la heroína, a los que las dos hermanas, celosas, encierran en un arcón o cofre de madera y arrojan al río para deshacerse de ellos.

Un arcón o cofre nos encontramos también en diversas versiones de ATU 510, The Persecuted Heroine, en concreto, en algunos ejemplos recogidos del subtipo ATU 510B, Unnatural Love. Así, por ejemplo, sucede en el cuento «Doralice», del autor italiano Gianfrancesco Straparola, publicado por primera vez dentro de la obra titulada Le piacevoli notti (1550-1553)44, que, siguiendo una estructura literaria similar al Decamerón, reúne elementos de diversa procedencia: cuentos de hadas, material folclórico, incluso componentes de origen hagiográfico vinculables con la célebre Legenda aurea, de Jacobo de la Vorágine. Y entre ellos nos encontramos con «Doralice», que se considera la primera variante europea registrada de la tipología ATU 510B. En dicho relato encontramos el motivo básico de la heroína perseguida (o la inocente perseguida, como también se la denomina), en este caso, por su padre, que quiere cometer incesto con ella (de ahí la formulación de Unnatural Love). Conviene señalar que en multitud de variantes de este cuento el padre quiere casarse con su hija porque esta tiene en la frente una estrella de oro, rasgo que la asemeja a su esposa fallecida. Aunque las diversas variantes ofrecen diferentes planteamientos de fuga de la doncella, en el caso de «Doralice» encontramos que huye precisamente escondida dentro de un cofre o arcón, lo que no resultará infrecuente, pues, de hecho, existe una variante ATU 510B* registrada por Hans-Jörg Uther (Uther, 2004), que recibe precisamente el título de The Princess in the Chest.

Si en el caso de «Doralice», como en el más conocido de «Piel de asno» y otros, la heroína huye de una relación incestuosa, encontraremos diversas versiones de ATU 510 en que la doncella protagonista es maltratada, nuevamente por una mujer con la que tiene vínculos familiares, a causa de los celos o por envidia de su belleza, en una situación que podría recordar la de Beatriz de Silva en su leyenda hagiográfica, que responde de igual modo al tipo de The Persecuted Heroine, y, de hecho, no se puede perder de vista que, en su camino hacia Toledo, la joven aún se siente perseguida y amenazada por la reina, hasta el punto de que, cuando se le aparezcan esos dos enigmáticos franciscanos que resultarán ser San Francisco y San Antonio, inicialmente ella piensa que son enviados por la soberana para darle la extremaunción previa a su muerte. De este modo aparece relatado en todas las versiones de su Vida, con excepción del breve Testimonio de la Madre Juana de San Miguel.

De la enumeración de tipos propuestos inicialmente por las conexiones que podrían presentar con su leyenda hagiográfica —ATU 480, ATU 510, ATU 706, ATU 707 y ATU 896— faltaría por repasar el caso del primero, ATU 480, The Kind and Unkind Girls (registrado por Uther en la tradición folclórica de los más diversos países), que otra vez suele partir de una situación de envidia o celos hacia la joven protagonista. De entre las muchas variantes de secuencias que presenta podemos destacar dos en concreto, que Camarena y Chevalier, para el caso español, sintetizan así: «Encuentro de la [doncella] amable con un donante» (Camarena y Chevalier, 1995: 356), para a continuación relacionar una serie de opciones en que se puede concretar dicho donante, que puede ser, para el caso que nos interesa, la Virgen María, y que, en premio a la virtud y comportamiento caritativo de la joven, la premia con un don de naturaleza prodigiosa, una de cuyas opciones más difundidas es «una estrella de oro en la frente» (Camarena y Chevalier, 1995: 357). De hecho, Mª Carmen Atiénzar García recoge una versión procedente de Albacete, titulada precisamente «Estrellita de oro», que se presenta como una conjunción de ATU 480+510A, y donde, en efecto, a la bondadosa doncella maltratada se le aparece la Virgen, que la recompensa con una estrella de oro en la frente (véase Atiénzar García, 2015: 41-42).

No será, ni mucho menos, un caso único, puesto que también el tipo ATU 706 (que, como ya se estableció, suele repetir el motivo de una protagonista, también como «inocente perseguida» por envidia o celos de una figura femenina vinculada a su familia, que da a luz dos niños con una estrella en la frente), registra, tal y como señala Ana Basarte, estudiosa de versiones hispánicas medievales de este cuento y de su repercusión en América, la intervención de una donante que puede ser la Virgen María (véase Basarte, 2013: 34).

Pero aparte de su aparición como donante que otorga la estrella de oro a la inocente perseguida o a la doncella bondadosa, la Virgen María se encuentra presente en diversas manifestaciones tradicionales evidenciando otros vínculos con la leyenda hagiográfica de Beatriz de Silva, a quien en varios momentos anuncia su destino. Así, por ejemplo, la encontramos en romances, de entre los que se podría recordar el caso del conocido como «La flor del agua», tan popular que inspiró incluso una zarzuela homónima en la época de mayor popularidad de este género lírico, a comienzos del siglo XX. José Manuel Pedrosa, uno de los máximos especialistas en folclore y cultura popular del ámbito universitario español, ha llevado a cabo un minucioso estudio de este romance, que se sitúa de entrada en ese momento temporal cargado de virtualidades mágicas que la mañana de San Juan supone en el romancero (véase Nishida, 2011), en el que se muestra como un motivo formulístico reiterativo, presente en algunos de los más evocadores ejemplos y asociado con frecuencia a manifestaciones de prodigios, como si el día del solsticio se abriera una suerte de grieta que comunicara la razón y la fantasía, el mundo de lo real con el mundo de lo maravilloso. En este caso, y a semejanza de otros romances que menciona Pedrosa en los que se narran encuentros de diversas personas con la Virgen (Pedrosa, 2014), aquí nos encontramos a una princesa que contempla desde su balcón cómo María ha descendido desde el cielo y está bendiciendo el agua que surge de una fuente o manantial —en una más que probable reminiscencia de cultos paganos, puesto que no se puede perder de vista que las primeras deidades femeninas se presentan siempre asociadas al líquido elemento, símbolo de fecundidad y de vida—. Así, este romance que permite como pocos ver entrelazadas «la veta pagana y la veta cristiana, el ingrediente mágico y el religioso» (Pedrosa, 2014: 339), presenta un encuentro con la princesa protagonista que supondrá el anuncio del destino que le espera, revelado por la Virgen. Usualmente se tratará de una profecía genealógica, o linajística, motivo folclórico habitual en romances y demás manifestaciones del acervo popular. Sin embargo, se aprecia que en el caso que nos ocupa la leyenda hagiográfica de Beatriz de Silva se nutre de diversos materiales de origen tradicional, que, no obstante, recrea y combina para conseguir la mayor funcionalidad. De este modo, dicha profecía linajística está presente en este caso, aunque vinculada a la aparición de San Francisco de Asís y San Antonio de Padua.

A excepción del presagio de su fecundo linaje femenino (si bien espiritual y no biológico), se conserva la semejanza con las fuentes tradicionales en que será una aparición de la Virgen la que prediga a Beatriz su destino, de manera señalada, el destino final de su tránsito al otro mundo:

[…] La Reina del cielo viendo con el cuidado y solicitud que andaba su devota hija, aparejando lo necesario para el día de la profesión suya ,y de las demás compañeras, a honra de su Purísima Concepción, se le apareció en el coro y la [sic] dijo: Hija, de hoy en diez días has de ir conmigo, que mi Hijo y yo recibimos la voluntad que tienes de servirnos en esta nueva Orden, por obra, y no es la nuestra que goces acá en la tierra sino en el cielo de lo que deseas. Con mucha conformidad de voluntad45 recibió la sierva de Dios esta nueva (Bivar, 1618: 13 vto.).

Por otro lado, este patrón con el aviso sobrenatural de la inminencia de la propia muerte es muy habitual en las narraciones hagiográficas, y, de hecho, se considera tradicionalmente una suerte de «señal de gracia» que apunta hacia la santidad del elegido (véase Gómez Moreno, 2008: 122). Existen, además, antecedentes, como es el caso del carmelita florentino del XIV, San Andrés Corsini, a quien dicha revelación le llega de modo similar al de Beatriz gracias a la Virgen María. En algunas ocasiones se constata que la muerte del santo viene anunciada por determinados fenómenos o portentos, lo que asemeja en buena medida el devenir de santos y de héroes. Aunque existe un muestrario diverso (terremoto, lluvia de pedrisco, manto de nieve), interesa señalar aquí un par de casos notables, como son los de San Ambrosio y Santo Tomás de Aquino, que, a semejanza clara con la fundadora hispano-lusa, evidencian en el momento del óbito manifestaciones relacionadas con una estrella. Así, en el caso del primero, su fallecimiento se hace notar por medio de un misterioso astro que se colocó sobre su cuerpo; mientras que en el caso del Aquinate, «de acuerdo con Pedro de la Vega, quien nos dice que le apareció “una estrella a manera de cometa que demostrava ser la muerte del sancto doctor cerca, porque muriendo desapareció”» (Gómez Moreno, 2008: 93).

Pero si nos remitimos en el ámbito de la hagiografía a la figura de santos que se encuentren estrechamente ligados a la estrella, hasta el punto de que —como en el caso de Beatriz de Silva— esta sea considerada uno de los atributos definitorios en su iconografía, no se pueden olvidar dos nombres fundamentales, como son San Nicolás de Tolentino, considerado protector de las almas del purgatorio, y conocido como el «santo de la estrella», porque la percibía reiteradamente, incluso cuando decía misa, y le fue comunicado que dicho astro era símbolo de su santidad; o como Santo Domingo de Guzmán, conocido, de hecho, como «la estrella de Caleruega», por haber nacido en esta localidad burgalesa, y haber soñado, según unas versiones su madre, y según otras, su madrina, que «en el momento del bautizo, tenía el niño una estrella en la frente, simbolizando que sería “la luz de los pueblos, iluminando a aquellos que yacían en las tinieblas”» (Carmona Muela, 2008: 99): «Ordinairement on met à la main de saint Dominique un lis et le livre de la Règle; il porte aussi sur son front une étoile brillante, soit parce que la noble dame, qui le tint au baptême, vit en effet une belle étoile sur son front, soit parce que, au rapport de la soeur Cécile, une lumière resplendissait entre ses sourcils et inspirait aux hommes le respect et l’amour» (Guèrin, 1876a :300).

La estrella dorada en la frente constituye, además, uno los motivos clasificados por Stith Thompson dentro de su Motif—Index of Folk Literature, en concreto, como un subapartado dentro del global F540 Remarkable physical organs. Así, en efecto, el F545.2.1. aparece explícitamente formulado como Gold star on forehead, con numerosos ejemplos procedentes de todo el amplio acervo universal. Se podría recordar a este respecto que la mayoría de los pueblos antiguos situaban en la cabeza «el alma, la vitalidad, el poder, y un Daemon o genio (espíritu divino) en ella, y universalmente se creía que contenía el espíritu esencial de la persona o deidad» (Martin, 2010: 340). Y dentro de ella, en concreto, la frente, que se considera sede del tercer ojo, chakra espiritual e intuitivo, denominado incluso por el filósofo René Descartes «el Portal del Espíritu Divino» (Camphausen, 2001: 326).

En cuanto a la más que llamativa figura de San Nicolás de Tolentino, su asociación con la estrella es continua y reiterada, y su iconografía nos lo muestra de manera habitual «con vestidos o fondos festoneados de estrellas, tal y como todavía hoy se representa tradicionalmente a magos e ilusionistas» (Pedrosa, 2017a: 68), según recuerda en un completísimo estudio de José Manuel Pedrosa, quien además alega el testimonio de Alonso de Villegas en el Fructus sanctorum y quinta parte del Flossanctorum (1594), donde se narra la salvación de este santo italiano del siglo XIII por parte de la propia Virgen María, quien se le aparece cuando está enfermo debido a su extremo ayuno, y (a semejanza del caso del caso de nuestra Beatriz) le salva la vida (véase Pedrosa, 2017a: 70).

Pero en ocasiones el patrimonio tradicional nos muestra casos en que el signo prodigioso que evidencia la aparición de la estrella se manifiesta asociada aún más directamente con la propia Virgen María —denominada, no en vano, Stella matutina en las Letanías lauretanas, e invocada como «estrella» por San Bernardo de Claraval en una conocida oración del cisterciense46—, al revelarse en una efigie suya significativa, como sucedió en un caso célebre, ampliamente documentado, que tuvo como escenario la iglesia del convento dominico de Santa Cruz la Real, en Granada (fundado, por cierto, por los Reyes Católicos), donde, desde aproximadamente mediados del siglo XVI se rendía culto a una imagen de la Virgen del Rosario, de autor desconocido, y que según tradición inmemorial (sin apoyatura documental alguna) habría acompañado a D. Álvaro de Bazán en la Batalla de Lepanto y cuyo auge devocional ascendió notablemente en época del Barroco. A dicha imagen se acudía en casos de plagas, como cuando en 1679 la ciudad se vio asolada por una devastadora epidemia de peste, ante la que se inició una novena. Así lo atestigua un siglo después el cronista Padre Lachica (en su Gazetilla curiosa, o semanero granadino, noticioso y útil para el bien común, 1764), como recoge en su minucioso estudio sobre la imagen Juan Jesús López-Guadalupe, quien constata que después de manifestarse tras las rogativas milagrosamente sobre la frente de la misma una portentosa estrella que indicó el fin de la enfermedad, el rostrillo de orfebrería que la viene adornando secularmente hasta nuestros días recuerda este fenómeno con una estrella labrada en su parte superior. Así recoge las palabras del P. Antonio Lachica Benavides:

Comenzóse ésta en el día 26 de Junio del mismo año, y luego se vio en medio de la frente, entre las dos cejas de la Santa Imagen, una luz en la misma forma que reverbera una estrella […]. Admiró a todos este prodigio y a su novedad, conmovido el Pueblo, acudieron sus Vecinos a la iglesia de Santo Domingo a ver este Phenómeno tan desusado y extraordinario. Conocióse que aquello fue un pronóstico o señal de salud, que esta Ciudad logró poco después; porque desde aquel tiempo fue logrando la salud el Pueblo Granadino (apud López-Guadalupe, 2016: 239)

Pero volviendo al camino de los santos, centremos nuestra atención por un momento en los santos que salen al camino a Beatriz, cuando abandona Tordesillas con destino a Toledo. Ese camino que tampoco es casual y que también procede, claro está, de la tradición, y que en la tradición se perpetuará. No en vano, Ángel Gómez Moreno recuerda que «Son mayoría aplastante los héroes y mayoría notable los santos que van de camino por una u otra razón. Recuérdese que, precisamente, una de las imágenes literarias con más fortuna es la que iguala nuestra existencia a una peregrinación a lo largo de una iter vitae» (Gómez Moreno, 2008: 198).

Por otro lado, cabe destacar la importancia de que Beatriz no reconozca en esos dos frailes a los santos franciscanos hasta que, entrando en una venta para comer, ambos desaparecen misteriosamente. Este tipo de encuentros entre mortales y seres sobrenaturales disfrazados47 que salen al encuentro en el camino para acompañar y guiar, y cuya verdadera esencia pasa desapercibida al caminante, resultan comunes en la tradición, pero interesa aludir aquí, de manera especial, a sus raíces bíblicas, sobre todo, con dos significativos ejemplos, del Antiguo y del Nuevo Testamento, respectivamente. Comenzando por la ayuda del Arcángel San Rafael al joven Tobías, encontramos todo un pasaje en el Libro de Tobías, en su capítulo 5: «Tobías salió a buscar un buen guía, que conociera el camino para ir con él a Media. Afuera encontró al ángel Rafael, que estaba de pie frente a él y, sin sospechar que era un ángel de Dios» (Tobías, 5:4). Pero mucho más aún, mediante el recuerdo, ya en el Nuevo Testamento, del episodio de los discípulos de Emaús (Marcos, 16.12-13; Lucas, 24,13-35), que son acompañados por el propio Jesucristo, quien les sale al encuentro en el camino en la tarde del domingo de la Resurrección, sin que lo reconozcan, porque «los ojos de ellos estaban velados» (Marcos, 16:16). De hecho, a este pasaje neotestamentario se alude reiteradamente en las hagiografías de Beatriz de Silva, quien, a pesar de que ambos franciscanos declinan su invitación, les habría rogado insistentemente que la acompañaran en su comida, «como lo hicieron en otro tiempo con el Redemptor los dos discípulos que iban al castillo de Emaús» (Apud Omaecheverría, 1976: 62).

Fundador de una Orden religiosa al igual que Beatriz, y una de las figuras más veneradas del santoral católico, cuya extremada espiritualidad lo hizo objeto de inspiración del arte desde fecha muy temprana, pues ya desde 1228 —tan sólo dos años después de su muerte— se encuentran representaciones de San Francisco, inicialmente en pintura y muy pronto en escultura (véase Sánchez Cantón, 1972: 22), el poverello de Asís no se encontrará, sin embargo, tan enraizado en el folklore tradicional como su seguidor y discípulo, San Antonio de Padua. Este, en efecto, constituirá uno de los máximos ejemplos de religiosidad popular, advocación muy demandada a lo largo de los siglos con rezos, fórmulas, rituales y supersticiones para causas tan mundanas como la búsqueda de novio para las muchachas solteras48, o el hallazgo de algún objeto perdido. Juan Rodríguez Pastor, en su estudio monográfico «Algunas manifestaciones folklóricas en torno a San Antonio de Padua», lo constata de manera pormenorizadamente documentada, afirmando que «Quizá por ello, la presencia de este santo es más que abundante en numerosas manifestaciones del folklore o cultura popular: canciones, creencias y prácticas supersticiosas, oraciones, juegos infantiles, tradiciones y costumbres, etc.» (Rodríguez Pastor, 1996: 84). Y así, resultan innumerables las canciones, poemillas o romances que tienen como protagonista a este santo49 —como ya se adelantó, portugués, aunque asociado para la posteridad a la ciudad italiana de Padua, donde se conservan sus restos mortales—. Aureolado de una impresionante fama como taumaturgo (que se debe a entusiastas hagiógrafos posteriores50), su presencia en la literatura oral será, por tanto, una constante, como pone de relieve José Manuel Pedrosa en un artículo que analiza la presencia del santo en diversos romances, en los que queda de manifiesto que —a semejanza del caso que nos ocupa con el encuentro de Beatriz de Silva— suele salir al paso «como clérigo transeúnte e incógnito» (Pedrosa, 2017b: 359) para prestar su ayuda en caso de necesidad, o para transmitir un mensaje de apariencia enigmático que evidencia un conocimiento que excede las capacidades meramente humanas.

Devota desde niña de los dos principales santos franciscanos, y con un ya mencionado importantísimo vínculo familiar con la Orden, el encuentro milagroso de acuerdo al modelo bíblico y paradigmas folclóricos según el Motif-Index, que experimenta Beatriz de Silva camino de Toledo resulta en todo coherente con su leyenda, y contribuye a afianzar una sólida conexión con dicha Orden. Conexión vehiculada en la evidencia de la voluntad expresada de que las imágenes de ambos santos custodiaran, como ya se explicó, su sepulcro, y en la constatación por escrito del acrecentamiento de la reverencia que en ella supuso la manifestación milagrosa, en que le sería revelada su maternidad espiritual: «Y por eso dende entonces, cresciendo en su devoción, celebró continuamente en cada un año las fiestas destos dos gloriosos Sanctos con alegre solemnidad, adonde quier que estuvo» (Apud Omaechevarría, 1976: 63).

La impactante experiencia epifánica vivida en el cofre de Tordesillas genera en Beatriz de Silva la necesidad íntima de acometer un viaje, tanto exterior como, sobre todo, interior, reflejando así en buena medida el contenido simbólico de que nos informa el Diccionario de Chevalier, del viaje como metáfora de la «progresión espiritual» (Chevalier, 1986: 1066). De hecho, este viaje que bien podría ser considerado casi como un peregrinaje, responde a un «riquísimo simbolismo», que se resumiría «en la búsqueda de la verdad, de la paz […], en la busca y el descubrimiento de un centro espiritual» (Chevalier, 1986: 1065). Tampoco resultará casual que el destino final de ese viaje (donde, de hecho, desarrollará su empresa, levantará su fundación e incluso quedarán depositados para siempre sus restos mortales como reliquia y objeto de veneración tras su muerte y corazón simbólico de su obra) sea un lugar tan significativo y cargado de connotaciones, un lugar de poder como es la ciudad de Toledo. Encumbrada y sacralizada por denominaciones diversas como ciuitas dei, Jerusalén de Occidente, o, recurriendo a ilustres citas literarias, «ciudad santa», como la denominaría Cervantes en su Persiles (véase Martínez Gil, 2007: 358), o «Roma segunda y corazón de España», en palabras de Tirso de Molina en Los cigarrales de Toledo (véase Palencia, 2014), lo cierto es que la ciudad de Toledo contaba con una poderosa mitología de los orígenes, que la configuraba como un lugar sagrado, abundante en santos y milagros, y, además, especialmente preferido por la Virgen María, quien allí se habría manifestado en el siglo VII a San Ildefonso, en agradecimiento por su defensa de la pureza y virginidad de la Madre de Dios, imponiéndole una casulla, episodio famoso que reflejará el arte a través de los siglos, y que incluirá Gonzalo de Berceo en sus Milagros de Nuestra Señora (véase Wyszynski, 2006). Así pues, «Los concilios católicos, la santidad de sus prelados y la dimensión trascendente de los milagros con que fue favorecida por el cielo, hicieron de Toledo un verdadero lugar sagrado y, por ende, un relicario» (Martínez Gil, 2007: 326).

Relicario al que vendrá a sumarse Beatriz de Silva, reliquia al cabo ella misma, tras haber sido conformada como una nueva elegida de la Virgen para manifestar sus señales sobrenaturales. Si San Ildefonso aceptará de las manos divinas la casulla pastoral, Beatriz recibirá la revelación del hábito que, inspiradas en la Santa Madre, deberán vestir sus hijas espirituales.

Además, por la bendita intercesión de la estrella de la mañana, en torno a Beatriz de Silva se manifestarán diversos milagros y prodigios en esa «ciudad santa» de Toledo, teniendo lugar incluso uno especialmente significativo en el momento inmediatamente posterior a su muerte. Aunque, en puridad, este último fenómeno no tendrá lugar aquí, sino —como ya se adelantó— en la cercana Guadalajara, en cuyo convento de San Francisco —que fuera en tiempos sede de la enigmática Orden de los Caballeros Templarios, en torno a la cual tanto abundan las leyendas— se aparecerá su espíritu, recién abandonada la envoltura corporal, al Padre Juan de Tolosa, quien había sido Superior Mayor de la Custodia de Toledo, y a quien Beatriz de Silva había hecho en vida la promesa de que sería el único varón que habría de ver su rostro sin cubrir por el velo que a sí misma se habría impuesto décadas atrás. Imposibilitada por la repentina muerte que —recordemos— le había sido avisada tan sólo diez días antes por la propia Virgen María, a Beatriz no le habría dado tiempo a cumplir dicha promesa, que deberá reparar post mortem para poder partir tranquila, además de solicitar del sacerdote franciscano ayuda para su Orden, y quedar en paz, sintiendo que su proyecto quedaba en buenas manos:

Luego que murió la Bienaventurada Doña Beatriz se apareció en San Francisco de Guadalajara al padre Fray Juan de Tolosa, varón de grande virtud y autoridad […]. Había comunicado en vida con la sierva de Dios familiarmente, y ella prometido que le haría un favor que no había hecho desde que entró en Santo Domingo el Real a hombre mortal: «Ahora (le dijo) vengo a cumplir mi palabra y a que me veas: pero sabe que acabo en este punto de salir de la cárcel del cuerpo y en mi Monasterio hay grande necesidad de tu presencia, porque se levantan graves persecuciones a mi Orden y así conviene que te pongas luego en camino, y vayas a sosegarlas con tu autoridad y prudencia» (Bivar, 1618: 15).

En las más diversas culturas abundan desde tiempos remotos las narraciones que testimonian episodios en una línea similar, según la cual un espíritu se manifestará ante un mortal con la intención de saldar una deuda, reparar una injusticia o pedir ayuda. Probablemente el caso más antiguo documentado al respecto se contenga en la famosa carta de Plinio el Joven a Sura, en el siglo I a. C. (véase González-Rivas y Mircala, 2014: 268-269). Esa intranquilidad por algo irresuelto que permitiría una episódica vuelta desde el más allá ha quedado registrada, como no podía ser de otro modo, en el Motif-index of folk-literature, de Stith Thompson, en concreto en los motivos consignados como E300. Friendly return from the dead, o las varias opciones que se detallan dentro de E340. Return from dead to repay obligation, que contemplan situaciones como saldar una deuda pendiente, cumplir una promesa o trasladar un mensaje consolador, que se asemejan notablemente al caso que aquí contemplamos

Tan arraigadas se encuentran en el folclore este tipo de situaciones, que se tiene conocimiento, incluso, de comportamientos rituales destinados a conjurarlas, como aquel del que da cuenta Anton Erkoreka, considerándolo tradicional en Bermeo (Vizcaya), donde, al fallecer alguien dejando una promesa pendiente, los allegados acostumbraban a dar una limosna y encargar unas misas en el Convento del Socorro de dicha localidad, para que de este manera el difunto quede «exento de cumplirlas [las promesas] y se le facilita su ascensión al cielo» (Erkoreka , 1988-89: 15).

Existe abundantísima documentación en el ámbito de los estudios literario/folclóricos que recoge multitud de casos en esta línea, y, en particular, y para una mayor semejanza con el caso que nos ocupa de Beatriz de Silva, incluso mostrando el protagonismo de religiosos51, que, según constata Javier Ayala Calderón en su bien documentado estudio, casi siempre muestran como objetivo «el cumplimiento de una promesa contraída con otras personas para presentarse después del tránsito” o bien «solicitar un favor», o «transmitir un mensaje» (Ayala Calderón, 2019: 246 , 245 y 245).

Sin duda alguna, un acercamiento a la configuración hagiográfica en torno a la fascinante figura de Beatriz de Silva pone de manifiesto la evidencia de elementos maravillosos, y de material legendario y literario que apunta en buena medida a un acervo folclórico común. Una reina celosa (figura casi arquetípica en los cuentos populares), y otra reina —Isabel la Católica— que repararía la injusticia cometida por su madre. Un cofre como encierro y como revelación, y la inocente perseguida que se erige en protagonista a pesar (o a causa) de su modestia, como tantas doncellas de la tradición legendaria. La estrella de oro de cuentos, baladas y romances. El camino en que se manifiestan enigmáticos encuentros y que conduce a la ciudad sagrada y predestinada, donde la epifanía habrá de dar sus fértiles frutos. Olor de santidad, milagros, profecías, y la Virgen María como donante y ejemplo —origen y destino— de modelo femenino para una nueva Comunidad.

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ZARRI, Gabriella (1996): “Living saints: A typology of female sanctity in the early sixteenth century”, en. Women and religión in Medieval and Renaissance Italy, Daniel Bornstein y Roberto Rusconi (eds), Chicago, University of Chicago Press, pp. 219–303.

Fecha de recepción: 6 de febrero de 2021
Fecha de aceptación: 22 de abril de 2021

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* El título remite a palabras textuales de Jorge Álvarez, integrante del grupo de folk aragonés «Biella Nuei & los Bufacalibos» (palabra que, en Aragón se utiliza para referirse a los que avivan el fuego, referido en este caso, metafóricamente, al fuego de la música tradicional).

Este artículo se enmarca en el Proyecto PID2019-104237GB-I00 «Catálogo de santas vivas (1400-1550): Hacia un corpus completo de un modelo hagiográfico femenino», financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.

1 El cuadro se debe a la autoría de Sor María Inmaculada de Lama, de dicha Congregación.

2 Conviene hacer notar que, en realidad, la Inmaculada Concepción de María no se proclamará como dogma de la Iglesia hasta el 8 de diciembre de 1854, a pesar de lo muy extendido de su culto desde muchos siglos antes. Entre otros significativos ejemplos de su arraigo motivará el solemne Voto de Sangre en su defensa que desde el 29 de septiembre de 1615 formula de manera oficial la Primitiva Hermandad de los Nazarenos de Sevilla y de Nuestro Padre Jesús Nazareno, Santa Cruz en Jerusalén y María Santísima de la Concepción, que data nada menos que de 1340, y que cuenta entre sus ilustres miembros con el escritor Mateo Alemán, quien llegó a ser su Hermano Mayor en la década de los ’70 del siglo XVI (véase Roda peña, 2004).

3 Conviene no perder de vista que la devoción inmaculista fue predominante entre las mujeres, por propiciar la exaltación de una genealogía femenina en la que sentirse legitimadas, y por plantear modelos de autoridad y protagonismo femeninos (véase Graña Cid, 2005: 113-126). Reconocer la esencial ausencia de pecado en la Virgen María, y tomar en consideración que Dios se había encarnado en su carne -una carne de mujer-, suponía implícitamente la consideración de «cuerpo femenino, cuerpo divino», como plantea de manera atinada Graña Cid (véase Graña Cid, 2004: 24), lo que entraba en franca contradicción con las concepciones sobre la mujer propugnadas por la teología clásica. Esa divinización de María enfatiza el papel de la mujer, reivindicado pronto por toda una serie de místicas y visionarias que estaban por esas fechas arrogándose «el derecho de definir la divinidad y con ello el derecho de definir su propia humanidad» (Graña Cid, 2000: 125).

4 Inspirándose en la visión epifánica que tuviera Beatriz de Silva, las concepcionistas se presentaban visualmente «vestidas como la Virgen, con su efigie en el pecho», al objeto de establecer un «diálogo entre mujeres sin mediaciones masculinas» (Graña Cid, 2000: 126), eligiendo, por tanto, el azul y el blanco, «colores marianos» por excelencia y con profundo simbolismo espiritual (véase Chevalier, 1986: 165).

5 Isabel de Portugal «quiso llevar consigo algunas nobles hidalgas como damas de su Palacio, y eligió a doña Beatriz, prefiriéndola entre todas, tanto por el amor que le tenía por sus buenas prendas, como por ser pariente cercana» (Soledade, 1705: 419; trad. de Fr. Enrique Gutiérrez, apud Gutiérrez, 1967: 46).

6 Uno de los estudiosos de Beatriz surgidos de la Orden franciscana contextualiza así: «Tenía el rey bastante cultura literaria: Era apasionado de los libros; escribía y hablaba el latín con facilidad. Los palaciegos, con el vivo instinto de propio interés, volvieron pronto su atención a los cultos estudios; y así la poesía castellana recibió desde muy temprano el sello de la Corte, que continuó siendo su rasgo más característico hasta la época de su mayor gloria» (Conde, 1931: 43).

7 De manera tan elocuente la describe Eusebio González en su Crónica (1749): «Hermosa sin presunción, discreta sin conocerlo, afable sin vulgarizarse, modesta sin encogimiento, compuesta sin afectación y, sobre todo, virtuosa en espíritu de la verdad» (Apud Gutiérrez, 1967: 53).

En el siglo anterior Francisco de Bivar la había descrito como «muchacha de pocos años, pero de rara hermosura y discreción, con que hacía raya en la Corte, y era vista como maravilla» (Bivar, 1618: 2 vto). En la actualidad me encuentro precisamente editando esta obra biográfica sobre Beatriz de Silva en el marco del proyecto de investigación ya mencionado «Catálogo de santas vivas (1400-1550): Hacia un corpus completo de un modelo hagiográfico femenino». En el curso de la misma, se ha procedido a la actualización de la ortografía y la acentuación según las normas actuales. En cuanto a la paginación, se debe hacer constar que van numeradas sólo por la cara delantera.

8 Incluso, con motivo de su canonización, en octubre de 1976 el propio pontífice Pablo VI, refiriéndose a su «rostro extraordinariamente bello y puro», ya añadió admonitoriamente: «Demasiado bella para que en sus años jóvenes no fuera causa de perturbación» (apud Baz Carrillo, 1982: 36-37).

9 A lo largo de la historia la leyenda de Doña María Coronel ha sido recogida en abundantes testimonios escritos, entre otros, por Diego de Valera y por Juan de Mena. Aunque numerosos autores lo han documentado en la actualidad, probablemente el caso más interesante sea el de Anthony George Lo Ré, quien lleva a cabo un amplio estudio sobre el alcance literario de la leyenda (Lo Ré, 1980).

10 Tal y como apunta Gabriella Zarri, en relación con las «santas vivas» italianas -con las que Beatriz de Silva muestra evidentes similitudes, pero también abundantes diferencias-, estas mujeres carismáticas y con una intensa inquietud espiritual, suelen preferir otras opciones de vida religiosa antes que profesar en un convento, demostrando «a prerefence for the mixed life, held to be superior to the cloistered life if not the contemplative one; their sense of having a social and ecclesiastical misión» (Zarri, 1996: 235).

11 En este sentido, profundizando en las obras de místicas de la Baja Edad Media cuya edición en España promueve Cisneros, resulta pertinente la consulta de Acosta-García, 2020.

12 Dicha bula es precisamente uno de los atributos con los que de manera tradicional y constante se ha venido representando la imagen de Beatriz de Silva en la iconografía religiosa.

13 Sería largo de referir y escapa del objeto del presente artículo, pero pueden consultarse, entre otros, los muy documentados Graña Cid, 2000 y 2004 y Gutiérrez, 1967.

14 En efecto, como es sabido, Cervantes dedica el capítulo XIX de su primera parte del Quijote a «…la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto», en la que se explica doce sacerdotes -nótese nuevamente el número simbólico- trasladan furtivamente en la noche el cuerpo de «un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora, como digo, llevamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia, de donde es natural» (Cervantes, 2005: 132-133), lo que tradicionalmente había venido siendo explicado por editores y especialistas cervantinos como un reflejo del furtivo traslado de los restos de San Juan de la Cruz. Sin embargo, Ángel Gómez Moreno puso de relieve en un minucioso estudio cómo este episodio estaría inspirado más bien por la Vita Martini de Sulpicio Severo, que relata el nocturno encuentro de San Martín de Tours con un cortejo fúnebre (véase Gómez Moreno, 2004: 256-257).

15 Aunque a lo largo de los siglos se han reportado cientos de casos similares, entre los que se pueden destacar el muy significativo de Teresa de Jesús, podría recordarse aquí el de la Beata Margarita de Saboya, que tiene lugar en unas fechas muy cercanas a las de Beatriz de Silva, puesto que fallece a finales de noviembre de 1464. Los Bolandistas recogen los hechos en torno a su fallecimiento, explicando: «mais le tombeau n’ayant pas été fermé, parce qu’on y voulait mettre une pierre, on le trouva dix-huit jours après sans nulle corruption, flexible comme si elle eût été encore en vie et exhalant une odeur fort agréable. Depuis, on en a fait diverses translations, dans lesquelles il s’est fait de très-grands miracles, pour rendre témoignage de sa gloire» (Guérin, 1876b: 643).

16 De hecho, en las declaraciones contenidas en el Proceso de Beatificación que se inició en 1636 consta explícitamente que «Fue devota de Santa Ana, de San Juan Bautista, de San Francisco y de San Antonio de Padua, de quienes recibía particulares mercedes y favores» (Conde, 1931: 133).

17 La obra, cuyo título completo es La margarita escondida. Vida admirable y milagrossa de la illustríssima y nobilissima señora doña Beatriz de Silva, Fundadora de la insigne religión de la Inmaculada Concepçión de Nuestra Señora; cuio cuerpo de esta señora y madre está en este real convento de la ziudad de Toledo primero y caveça de toda esta orden. Sacada de escriptos antiguos y fidedignos por soror Catalina de San Antonio, monja professa de este Real Convento, se conserva manuscrita, aunque en unas condiciones de conservación que dificultan seriamente su lectura. El fragmento reproducido corresponde al capítulo 19, s. p. [32], y puede consultarse en la Biblioteca Digital Castilla-La Mancha:

<http://bidicam.castillalamancha.es/bibdigital/bidicam/i18n/consulta/registro.cmd?id=12280>.

18 «En la representación de santa Ana dando lección, el origen de la cultura y del lenguaje se asocia a lo maternal y a lo femenino; esta simbiosis entre Cultura y Naturaleza presenta la apariencia de una dicotomía resuelta conectando el acceso al orden simbólico por medio de la imagen de la madre» (Luna, 1996: 101).

19 Juana de San Miguel, discípula directa de la propia Beatriz de Silva, será una de las monjas más relevantes en la etapa inicial, ocupando «un puesto clave en el protomonasterio toledano de la Concepción y en el desarrollo de la nueva Orden en los primeros años de su existencia» (Omaechevarría, 1976: 30).

20 Por desgracia, dicha hoja manuscrita (San Miguel, 1512) se ha perdido y la conservamos tan sólo por dos copias distintas, datadas en torno al siglo XVII, que presentan una compleja historia, y diversas diferencias (Omaechevarría, 1976: 42-48).

21 Precisamente la Madre Juana de Leiva fue testigo privilegiado en el momento en que los restos de Beatriz de Silva se trasladaron al nuevo sepulcro marmóreo, y refiere cómo se volvió a producir el fenómeno prodigioso del fragante olor que despedían: «A esta función estuvo presente esta testigo, como también las religiosas de este convento. Y fue tan extraordinaria la suavidad del olor que exhalaron aquellos huesos y reliquias, que los presentes […] quedaron muy maravillados» (Apud Gutiérrez, 1967: 327).

También, al igual que su madre, sería testigo en el Proceso por la Beatificación (Conde, 1931: 137-138 y 140).

22 El cuadro, sin firmar y de autoría anónima, parece evidenciar el estilo del pintor Diego de Aguilar, activo en Toledo al menos durante el primer cuarto del siglo XVII, fecha que cuadra con la estimada de realización de esta obra.

23 En muchos de estos casos, la Virgen se presenta cobijando a fieles y devotos, en general, que suelen representarse arrodillados (como las Madonnas de la Misericordia, de Pica Valentino, datada en 1446, o de Piero della Francesca, datada en 1460, entre otros muchísimos ejemplos más que se podrían aducir). Pero resulta especialmente frecuente el caso, similar en todo al que nos encontramos de Beatriz de Silva, en que la Virgen protege bajo su manto a los miembros de una determinada Orden religiosa. Así nos encontramos, por ejemplo, el cuadro de Diego de La Cruz, «La Virgen de la Misericordia», de 1486, y conservado en el Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, que muestra a la Virgen cobijando en el lado izquierdo a los Reyes Católicos y su familia, y en el derecho, a la Comunidad de monjas cistercienses de dicho monasterio; o el de Francisco Zurbarán, «La Virgen de las Cuevas», pintado en 1655 para los cartujos de Sevilla, y conservado en su Museo de Bellas Artes, también entre otra infinidad de ejemplos similares que podrían recordarse.

24 De hecho, Enrique Gutiérrez recoge diversos testimonios de curaciones milagrosas que se produjeron coincidiendo con el momento del traslado solemne de los restos hasta el Convento de la Concepción (Gutiérrez, 1967: 325-326). Así mismo, Rogerio Conde reproduce los testimonios aducidos en el Proceso de Beatificación, que incluyen el testimonio acerca de la propia Juana de Leyva, hija de la princesa de Asculi, quien, siendo abadesa, cayó muy enferma, «desahuciada de los médicos, con tabardillos y viruelas, que decían se guardasen de ella, porque parecía lepra, desconfiaban de su vida, y la enferma pidió la [sic] trajeran la cabeza de la sierva de Dios, y en aquel punto se puso un poco mejor, si bien la sangraron al mismo tiempo, por lo cual los médicos no juzgaron era milagro. A los diez días contrajo otros males la dicha enferma y todos decían que moriría. Volvió la enferma a pedir la cabeza de la fundadora y se la pusieron sobre la suya, y sanó y ya no tuvo necesidad de médicos ni de medicinas, y las monjas el Dr. Barrientos lo tuvieron por milagro» (Apud Conde, 1931: 136).

25 Si bien dicho proceso quedará posteriormente interrumpido, no retomándose hasta comienzos del siglo XX, siendo finalmente es «el 28-7-1926 cuando es beatificada por vía de culto por el Papa Pío XI» (Correo electrónico personal de Sor María Julia de la Inmaculada, Casa Madre de la Orden de la Inmaculada Concepción, Toledo, de 26 de junio de 2020).

Los detalles pormenorizados de dicho proceso, incluyendo las declaraciones de los testigos, pueden encontrarse en Conde, 1931: 129-157.

26 Aunque se trata de la más conocida, por la notoriedad de su autor, no es la única obra del teatro áureo dedicada a la fundadora hispano-lusa. Así, Luis Vázquez Fernández da cuenta de al menos dos obras más, conservadas en manuscrito, la primera de ellas, Fundadora de la Santa Concepción, o Vida y muerte de Doña Beatriz de Silva (1664), de Blas Fernández de Mesa, -que se llegó incluso a representar-, y la segunda, El milagro de los celos, o Doña Beatriz de Silva, también del siglo XVII; y atribuible, en su opinión, a Cortés de Arellano (véase Vázquez Fernández, 1994).

27 Hasta tal punto se volverá indisoluble la estrella en la iconografía que rodea a Beatriz de Silva, que su muy devota, la Princesa de Asculi ordenó hacer para su cabeza/reliquia «un encaje de plata sobredorada, con que está adornada, y una estrella de oro en la frente» (Conde, 1931: 137).

28 Sin embargo, no nos vamos a extender aquí en los derroteros de su compleja historia por no ser el objeto de este artículo y por haber sido ya dilucidada su situación por diversos estudiosos (Omaechevarría, 1976: 49-87; Gutiérrez, 1967: 397-402).

29 Confirmada al cabo del tiempo, cuando sea canonizada el 3 de octubre de 1976 por el Papa Pablo VI.

30 Se utiliza aquí esta expresión, en el sentido de mujeres que ejercían activamente su «maternidad espiritual», siguiendo la terminología empleada por María del Mar Graña Cid (véase 2016: 501-514), que traduce a su vez la expresión propuesta atinadamente por Adriano Prosperi, «divine madri» (Prosperi, 1986: 71-90).

31 Conviene señalar que, aunque esta es la versión más comúnmente aceptada, algunos autores, como Tirso de Molina en su obra dramática ya aludida, prefieren decantarse por el encierro en un armario. Como novedad argumental, y persiguiendo una mayor adecuación a las preferencias del teatro barroco, Tirso justifica del siguiente modo los celos de la reina: habiéndose concertado el matrimonio entre Isabel y el rey Juan II sin conocerse, cuando ella llega a la Corte en compañía de su séquito, el rey confunde -merced al equívoco con un retrato- a Beatriz con su prometida y no puede evitar enamorarse de ella, alabando su belleza delante de Isabel, antes de deshacerse la confusión.

32 Recordando el caso concreto de María de Santo Domingo, Rebeca Sanmartín explicita que, en efecto, «en tantas vidas de visionarias, una aparición desencadena su vocación religiosa» (Sanmartín Bastida, 2019: 27).

33 Dicho episodio se podría poner en relación con lo que le sucede a Santa Clara de Asís: cuando consagra a Dios su virginidad, un ángel desciende del cielo, y preconiza que dará a luz muchos hijos de Dios en la tierra (véase Graña Cid, 2003: 229).

34 Las diversas fuentes coinciden en que se dirigen a ella en portugués, por lo que conviene recordar, en términos de coherencia hagiográfica, que San Antonio de Padua era nacido en Lisboa.

35 El enorme peso de la leyenda en el género hagiográfico constituye, de hecho, uno de los principales focos de atención de los anteriormente mencionados Bolandistas, quienes durante siglos intentan someter las vidas de santos a examen crítico, intentando discernir los datos históricos de los legendarios, lo que con mucha frecuencia constituye tarea imposible.

36 Camarena y Chevalier, dentro de esa previsión de sucesión de acontecimientos, ofrecen una serie de posibilidades optativas («el héroe padece una carencia o, alternativamente, sufre una agresión», Camarena y Chevalier, 1995: 10). Se han seleccionado aquí las opciones que concuerdan con la narración hagiográfica que nos ocupa, al objeto de mostrar su cercanía con la estructura de los cuentos maravillosos.

37 Como es bien sabido, el Índice ATU tiene su origen en la catalogación de cuentos tradicionales de procedencia oral que inicia el folclorista finlandés Antti Aarne en 1910, traducida al inglés y aumentada después por Stith Tompson, viniendo a alcanzar su culminación en 2004, cuando el alemán Hans-Jörg Uther completa aún más dicho Índice, organizado mediante una compleja codificación numérica en torno a siete tipos de cuentos tradicionales, subdivididos a su vez. Desde ese momento pasa a llamarse Aarne-Thompson-Uther o, por sus siglas, sistema o índice ATU.

38 Así por ejemplo aparece registrado por el franciscano fray Esteban Pérez Pareja, cuando en 1740 recoge en su Historia de la primera fundación de Alcaraz y milagroso aparecimiento de Nuestra Señora de Cortes una serie de milagros atribuidos a la imagen mariana venerada en este santuario albaceteño, entre los que destaca el salvamento prodigioso de un cristiano secuestrado por piratas y llevado a Argel, donde es encerrado cada noche en un arcón, y que se salva gracias a su devoción a la Virgen de Cortes, a la que eleva sus plegarias. Juan Francisco Jordán Montés y Ginés Lozano Jaén, en el estudio antropológico que llevan a cabo de esta obra, ponen en relación este milagro con otro en todo similar atribuido a la leonesa Virgen del Camino. En ambos casos, el cristiano cautivo en un arcón se salvaría gracias a la portentosa intervención mariana, aunque, a diferencia del romance portugués, el cofre no sería trasladado por las aguas, sino por el aire hasta tierras cristianas, guardando todo el resto de detalles enormes similitudes (las campanas que tocan solas, las conversiones posteriores de los infieles, etc.) (Jordán Montés y Lozano Jaén, 2012: 104-105). Un caso prácticamente idéntico se ha conservado en el patrimonio local de Almenar de Soria, en relación en este caso con su Patrona, la Virgen de la Llana (<https://guiadesoria.es/patrimonio/leyendas-de-soria/2019-el-cautivo-de-peroniel.html>).

39 Este romance, del que se ofrecen todos los datos referentes a las versiones conservadas y su procedencia, se ha tomado de la utilísima web Pan-Hispanic Ballad Proyect, bajo la responsabilidad de Suzanne H. Petersen del Department of Spanish and Portuguese de la University of Washington <https://depts.washington.edu/hisprom/optional-new/balladaction.php?igrh=0438>.

40 En cuanto al importante papel simbólico que desempeña el cofre en la leyenda hagiográfica de la fundadora hispano-lusa, conviene recordar que en el Convento de Clarisas de Tordesillas se conservó secularmente un cofre que, según tradición, era aquel en que la celosa reina habría encerrado a Beatriz de Silva. Objeto perteneciente a Patrimonio Nacional, desde 1992 fue cedido al Convento de las Concepcionistas de Toledo, en cuyo claustro alto se encuentra en la actualidad (Datos procedentes de correo electrónico personal de Sor Mª Julia de la Inmaculada, recibido el 5 de julio de 2020).

A semejanza del cofre del Cid conservado según tradición secular en la catedral de Burgos (a pesar de que los estudiosos cuestionan su legitimidad histórica), y al que Jesús González Requena dedica un artículo sintomáticamente titulado «La verdad está en el cofre», se puede considerar que «un símbolo lo es de un relato mítico. Quiero decir, algo sólo alcanza el estatuto de símbolo si es constituido como tal en un relato mítico. Tal es lo que le confiere su estatuto sagrado» (González Requena, 2007: 10).

41 Número que constituye otro de los motivos incluidos en el Motif-Index of Folk Literature, de Thompson, en concreto, Z71.1. Formulistic number: three.

42 Agradezco a María Morrás que me hace notar que procede de la lengua en que se escribe el Antiguo Testamento, es decir, el arameo: ‎(tēḇūṯā). A través del árabe tābūt que señala Chevalier en la cita llega al español ataúd.

43 Nótese que, en las diversas versiones de este cuento, el santón que causa el encierro de la doncella en el arcón es castigado por su acción malintencionada, mientras que, en el caso de Beatriz de Silva, desde una lectura moralizante se podría de algún modo interpretar como penalización la enajenación mental que aquejará pocos años después de la escena del cofre a la reina Isabel de Portugal. (Cf. Silleras-Fernández, en prensa).

44 La obra, con historia editorial un tanto sinuosa, fue publicada en español hace pocos años, si bien manteniendo la veterana traducción de Francisco Truchado (Straparola, 2016).

45 Expresión que no puede sino recordar la buena muerte que refleja Jorge Manrique en sus Coplas: «…que mi voluntad está/ conforme con la divina/para todo».

46 Además, la de Virgen de la Estrella será una advocación popular que se puede rastrear a lo largo de toda la geografía peninsular. Sin ir más lejos, del siglo XIV data en Toledo una Ermita de la Virgen de la Estrella, sustituida en el siglo XVII por otra de mayor envergadura, que actualmente se conserva y donde tiene su sede una Hermandad que rinde culto a dicha imagen, considerada tradicionalmente muy milagrosa.

47 Los santos disfrazados, usualmente con la finalidad de ayudar a los mortales, ocuparán, de hecho, en diversas modalidades, varios de los motivos del Motif-Index of Folk Literature, de Stith Thompson, en concreto N810.6 o el V229.15.

48 La propia Rosalía de Castro, en su Cantares gallegos (1863), que bebe en buena medida del folclore popular de su tierra, recoge en un gracioso poema la súplica de una soltera: «Meu santo San Antonio/ Dáime un homiño,/ Anqu’ó tamaño teña/D’un gran de millo» (Castro, 1872: 71).

49 Existe una tesis doctoral muy completa en este sentido, titulada precisamente Do altar ao palco: Santo Antonio na tradição literaria, artística e teatral em Portugal e em Espanha (Damaso de Azevedo Vaz dos Santos, 2015).

50 Cf. las explícitas palabras de María Jesús Lacarra en su edición de una colección inédita de Milagros de San Antonio: «El proceso de canonización de san Antonio de Padua (1195- 1231) fue uno de los más rápidos de la historia, pues duró sólo once meses. Los milagros se multiplicaron a partir de entonces, aunque en vida no habría hecho ninguno, a juzgar por las fuentes más antiguas. Legenda prima o Assidua (c.l232) y la Vita secunda de Julián de Spira (l235-1240), ambas bastante sobrias. Los milagros aparecen en lo que los críticos llaman las fuentes tardías. Los hagiógrafos van enriqueciendo su vida con relatos de diverso origen, surgidos del folclore o retomados de un fondo hagiográfico común» (Lacarra Ducay, 2002: 10).

51 De hecho, «Uno de los relatos más populares del folclore francés, sobre todo en las regiones del noroeste, tiene como protagonista a un cura difunto, que se aparece con la intención de decir una misa cobrada y no celebrada en vida» (Mahiques Climent, 2014: 190).