Gutiérrez Estévez, Manuel (2019): El incesto y sus símbolos en el romancero oral, Madrid, CSIC.

El incesto y sus símbolos en el romancero oral no solo es el único libro publicado por Manuel Gutiérrez en tanto que autor único, sino que también es de los pocos trabajos suyos que no se consagra a los estudios amerindios. Aunque se origina en la tesis doctoral que defendiera, en 1981, en la Universidad Complutense de Madrid fue concebido, según su autor, en una conversación con Julio Caro Baroja sostenida en 1969.

El tema en cuestión es el incesto en los romances de la tradición oral hispánica. En cuanto a la naturaleza del incesto, Gutiérrez resalta que «constituye… desde la valoración tácita del término, una ofensa contra la pureza» (26). Desde el inicio, el autor reconoce las dificultades de su definición, pues, «al margen de la mayor o menor diversidad semántica de los términos relativos al incesto, las diferencias interculturales respecto a su regulación y sanción son también muy considerables» (27). Luego de repasar las explicaciones predominantes en las ciencias sociales sobre la prohibición del incesto, las clasifica en dos tipos, según su énfasis sea en la evitación de una confusión, sea en la organización de una alianza. Además, establece una analogía entre estas explicaciones y ciertas opiniones teológicas (por ejemplo, algunos textos del siglo XVIII) que, «para instrucción de los confesores, reúnen “casos de consciencia”»): «Las dos teorías sociológicas que constituyen una referencia implícita de nuestro trabajo encuentran correspondencia estricta con las formulaciones teológicas que se hacen para justificar la prohibición del incesto: la necesidad de evitar la confusión de roles en la familia y la de organizar la alianza son consideradas como razones igualmente pertinentes por los teólogos» (34).

Ahora bien, la ventana a través de la cual Gutiérrez avizora el incesto no es otra que el romance. El autor afirma que su «pujante vida» persistiría «en la tradición actual» (17) —aunque a veces utilice, en vez de «tradición» (35), otros términos como «nuestra cultura» (174), «la cultura mediterránea» (288), «la cultura panhispánica», «la cultura occidental» (322) o incluso el «espíritu» (35). Sea como fuere, Gutiérrez intentará «desvelar algunos de los significados que tienen los símbolos» (25) para acceder al «sentido oculto del romance» (228) y acercarse a «lo que las gentes... piensan, sin poder o sin saber decirlo» (25).

Esta mirada a los romances se corresponde con su tratamiento en tanto que cierto tipo de narración: «los romances, que no son, en realidad, sino cuentos con una estructuración casi teatral o dramática y con una forma versificada» (37). Esta comparación tiene, además, una consecuencia metodológica: «en mi mente estuvieron mezclados los romances hispánicos y los mitos amerindios» (20).

El corpus que se estudia en el libro abarca 1200 romances. Alrededor de mil constituyen variantes de los cuatro romances a los que se da prioridad analítica, llamados aquí por medio del nombre de sus protagonistas: Silvana, Tamar, Blancaflor y Delgadina —cuyas versiones constituyen más de un tercio del total.

Es sobre todo en el capítulo dedicado a este último romance —el más antiguo de los cuales data de 1857 (registrada por Fernán Caballero)— donde cada procedimiento analítico es detallado y explicitado hasta el punto de constituir una «esquematización formalista, quizá excesiva» (166). Aunque impecable, esta infatigable elusión de cualquier posible acusación de arbitrariedad, a medida que avanza, se vuelve por momentos reiterativa.

A continuación, Gutiérrez compara estos romances con los de Silvana, cuya referencia más antigua se encuentra en unas canciones sefarditas de 1587. Así, si la narración de Delgadina es un drama; en cambio, la de Silvana constituiría más bien una burla (236). El autor resalta además que ambos romances guardarían entre sí una «asombrosa simetría» (227), presentando «estructuras inversamente simétricas en todos sus detalles» (226).

En cuanto al romance de Tamar —cuya versión más antigua provendría del libro que Lorenzo de Sepúlveda publicara en Amberes en 1566 bajo el título de «Romances nuevamente sacados de historias antiguas de la Crónica de España»—, sus variaciones tendrían «una amplitud desconocida en los otros romances estudiados» (241). Gutiérrez sugiere que «la propia naturaleza del tema, un incesto entre hermanos, y la reflexión simbólica consiguiente hacen necesario que el romance de Tamar se ramifique en cuatro poderosas y singulares voces» (244). Pero hay otra particularidad en este romance: aquí el incesto se asocia a una mediación que (a diferencia de, en los romances anteriores, el agua y la ropa) estaría «ausente»: «la enfermedad como mediación ausente entre la vida y la muerte» (323).

El último de los cuatro romances analizados, el de Blancaflor —que tendría como antecedente el mito griego de Progne y Filomela—, trataría del «incesto entre parientes no consanguíneos» (325) y moralizaría sobre «la inconveniencia de casarse para ir a tierras lejanas» (332). Gutiérrez declarará, además, que este «incesto entre cuñados se asocia a un sistema simbólico que implica el surgimiento del oráculo y la profecía» (425).

Al final de su análisis, el autor encuentra una doble asociación: la primera entre la culpa y la prohibición del incesto, y la segunda, entre su consumación y la divinidad. En sus propios términos: «la evitación del incesto está unida a la conceptualización cultural de lo humano como culpable... la realización del incesto se vincula a la conceptualización de lo sobrehumano, de lo que se asemeja a lo divino, como superación de la ignorancia y de la muerte» (496).

Ahora quisiéramos poner de relieve algunas características transversales del libro, tanto en lo que respecta a su inspiración teórica (no solo en torno al tratamiento del mito sino también del rito) como al contenido concreto del mismo (el corpus analizado, su carácter, su selección y, finalmente, la pertinencia de analizar un tema determinado).

En cuanto al primer punto, cabe destacar que varios capítulos del libro utilizan una teoría del ritual que no hacen del todo explícita más allá del uso de términos como «contaminación ritual» o «procedimientos rituales estrictos» (171), y de ciertas referencias a trabajos de Mary Douglas. En lo que respecta al análisis de los romances como mitos, las referencias al estructuralismo francés —que para Gutiérrez «sigue conservando una gran potencia seductora por su ambición universalista» (23)— son mucho más explícitas y recurrentes. Pero la «devoción deslumbrada» (21) por la obra de Lévi-Strauss (acompañada de algunas alusiones a la de Vladimir Propp, pero no tanto al sistema de clasificación Aarne-Thompson ni a otros estudios específicos del romancero) va más allá de su método, incluyendo alguno de los materiales estudiados por él. Así, hacia el final del libro, Gutiérrez procede a un cotejo de los cuatro romances con uno de los mitos bororo que integran el corpus analizado en las Mitológicas. Al respecto, afirma: «en estos mitos [bororo] y en nuestros cuatro romances de referencia se establecen los mismos términos de mediación entre los mismos elementos en disyunción» (470). A modo de justificación, el autor alude a la hipótesis de la «universalidad operatoria»: «son los modos de operar el pensamiento los que son universales, y no, en cambio, los resultados de ese pensamiento... Tanto los bororo como los romances hispánicos han acudido a los mismos elementos sensibles cuando han necesitado organizar un relato que refleje los caracteres simbólicos que van unidos a su reflexión sobre la prohibición del incesto» (470).

En cuanto al segundo punto, los romances como materia de análisis, llama la atención, en primer lugar, la ausencia de una cartografía del romancero —lo que contrasta, además, con una profusión de dibujos que no parecen provenir de la tesis original y a las que el libro no hace referencia. Sin embargo, un mapa de su distribución hubiera permitido quizá vislumbrar algunas ausencias algo sorprendentes en las recopilaciones de romances realizadas en Hispanoamérica (como es el caso del área central andina, a pesar de la fuerte raigambre hispana de la tradición oral de países como Ecuador, Perú y Bolivia).

Tampoco se privilegia un análisis del contexto en que los romances eran cantados eran cantados. Gutiérrez solo deja entrever, por ejemplo, que aunque «la inmensa mayoría... de las versiones que componen nuestro corpus son recitadas por mujeres» (431), hay otros romances que son cantados por hombres (por ejemplo, durante la siega). Y cita a Ramón Menéndez Pidal para dar cuenta del contexto: «en las hilas de Lario... todavía a principios de este siglo... reunidas las mujeres, no solo para hilar sino para hacer medias y puntilla, los romances que más se cantaban eran el Gerineldo y Blancaflor y Filomena» (326).

Ahora bien, más allá de su distribución o contexto, surge otra cuestión más bien de fondo: la selección de los cuatro romances aquí tratados. Gutiérrez propone que su «análisis formal puede conducirse... hasta poder generar una apertura semántica en el relato» (164). A partir de allí considera que otros relatos «implican unas variaciones narrativas de tal magnitud que permiten considerar... que están dando lugar... a historias diferentes» (159). Así, en el penúltimo capítulo, llamado «Otros cantos», donde romances como «El ladrón del sacramento» o «La incestuosa» son considerados como «nuevos textos» que podrían formar parte de «un análisis más complejo» (427) a futuro que desentrañe sea su «opacidad que aconseja no aventurar ninguna conclusión respecto a cuál puede ser su sentido» (439), sea su «escasa difusión... señal indirecta de la escasa complejidad de significados que el romance posee» (439). Así, al problema general de dónde detener el análisis emprendido para poder abarcar el universo de significados de determinados romances, pareciera añadírsele otro: ¿cómo decidir que «la materia... específica» (60) de tal o cual romance lo vuelva o no «de tema incestuoso» (174)?

Esta y otras preguntas cobran sentido gracias al escrupuloso y ascético estudio emprendido Manuel Gutiérrez. La esperada publicación de uno de sus trabajos fundamentales no solo hace más visible una de las fuentes de la que emana buena parte de la obra de este connotado americanista, sino que sobre todo será de innegable interés para todos los interesados en la tradición oral en ambos lados del Atlántico. ¿Una trayectoria del hispanismo al americanismo? Esta obra parece indicar que no, sino que, más bien, un americanismo cabal no puede sino implicar un hispanismo.

Juan Javier Rivera Andía

(Polish Institute of Advanced Studies (PIASt), Polonia)