Doña Isabel, la ladrona: una jácara en el centro del ritual punitivo

Doña Isabel, la ladrona: a «jácara» in the centre of the punitive ritual

Clara BONET PONCE

(Universidad Católica de Valencia)

clara.bonet@ucv.es

https://orcid.org/0000-0002-9849-0698

RESUMEN: ¿Qué sucede en un corral de comedias cuando se entona una jácara? A partir de una breve pieza cantada de Quiñones de Benavente, este trabajo propone ubicar el género teatral entremesado de la jácara dentro del ritual punitivo, esto es, más allá de los límites de la pura ficción literaria. La íntima relación que se produce entre el público del cadalso y el del patio de comedias se estudia aquí tomando como referencia una hipotética pero verosímil reconstrucción de la interpretación de la Jácara de Isabel, la ladrona (1645). La representación de la criminalidad entraña, como se argumenta, la creación de un espacio liminal en el que público y actores se vuelven, también, susceptibles de participar en el ritual judicial. Así, el espectáculo de una jácara en directo desborda el texto que la contiene: mediante un proceso de identificación con los jayanes, se prolonga la sombra del poder judicial sobre el público teatral. No obstante, el tono estoico de la jácara y la sorna que la caracterizan amenazan, permanentemente, con desviar a los espectadores de asumir como propia la reprehensión moral de la que son, en teoría, objeto.

PALABRAS-CLAVE: Jácara, Quiñones de Benavente, Ritual punitivo, Espectáculo, Poética de lo criminal

ABSTRACT: What happens in a «corral de comedias» when a «jácara» is intoned? Based on a short sung piece by Quiñones de Benavente, this paper proposes to place the interluded theatrical genre of the «jácara» within the punitive ritual, that is, beyond the limits of pure literary fiction. The intimate relationship between the audience of the scaffold and that of the «corral de comedias» is studied here taking as reference a hypothetical but plausible reconstruction of the performance of the Jácara de Isabel, la ladrona (1645). The representation of criminality entails, as argued, the creation of a liminal space in which audience and actors become, also, susceptible to participate in the judicial ritual. Thus, the spectacle of a live «jácara» overflows the text where it is contained: through a process of identification with the «jayanes», the shadow of judicial power is prolonged over the theatrical audience. Nevertheless, the stoical tone of the «jácara» and its mockery threaten, permanently, to divert the spectators from assuming as their own the moral reprehension they are aimed to.

KEYWORDS: «Jácara», Quiñones de Benavente, Punitive ritual, Performance, Criminal poetics

INTRODUCCIÓN (O DEL INTERÉS DE CONOCER A ISABEL)

La actriz Francisca Paula está a punto de salir al escenario de un corral de comedias situado, con seguridad, fuera de la corte. Se dispone a entonar la Jácara de doña Isabel, la ladrona delante de un público que ha presenciado ya más de dos horas de representación. Los espectadores han visto, en este orden, la loa introductoria, la primera jornada, el entremés y la segunda jornada. Los primeros galanes y damas de la comedia principal se han recogido ya tras el escenario: el auditorio sabe que es el turno de la jácara, o así lo espera, por lo que bulle agitado. En otras ocasiones, Quiñones de Benavente, el brillante entremesista y autor de esta pieza, señala en la acotación inicial que sea el público el que «pida jácara» o que se infiltren los miembros de la compañía entre los mosqueteros o en la cazuela para agitar los ánimos de los asistentes. A priori no es el caso de la obra que nos ocupa, o no se especifica en el texto, pero el ambiente caldeado resulta inherente a este género entremesil, lo que se intuye desde su misma apertura.

Francisca Paula, la intérprete para quien se había escrito esta pieza, aparece maquillada y vestida como una coima1. El pelo, con toda probabilidad, cae desecho en señal de la moral ligera que se atribuye a quien cantase una jácara, especialmente si se trataba de una mujer.2 Según se adivina en otras piezas similares, es más que probable que la actriz jugase al inicio con la posibilidad de negarle al público la jácara que pide, fingiendo, por ejemplo, salir del escenario. En cualquier caso, cabe imaginar una kinésica brusca, extrovertida, pues la intérprete debe imponerse sobre el bullicio del público para hacer oír los primeros compases de la pieza, que canta en un tono de jácara3 que el patio reconoce y espera:

En ese mar de la corte,

donde todo el mundo campa,

toda engañifa se entrucha

y toda moneda pasa; (vv. 1-44)

Esta no es una jácara al uso. Su título es de hecho bien distinto del de las otras cinco que se recogen en la Jocosería de Quiñones. Los otros encabezamientos suelen limitarse a especificar la compañía que la representó: «que se cantó en la compañía de Olmedo», «… de Bartolomé Romero», «… de Ortegón», etc. Sin embargo, en este trabajo me propongo abordar de manera exclusiva la Jácara de doña Isabel, la ladrona, que azotaron y cortaron las orejas en Madrid, tal y como reza su nombre completo. Esta obra presenta, como se observa, un largo título informativo, similar a los que se popularizaron en años posteriores en un tipo concreto de pliegos sueltos, que Elena di Pinto (2010) ha denominado «jácaras de sucesos», de corte noticiero y sensacionalista. Así, como en los primeros compases de tantas películas, esta jácara parece querer advertir que está basada en hechos reales. Para producir dicho efecto de verosimilitud da una serie de detalles poco habituales en las jácaras: refiere el nombre de la delincuente, la pena a la que fue condenada y el lugar de aplicación de la misma. No se trataría, pues, de una de tantas composiciones que versan sobre las andanzas imaginarias —ya clásicas cuando se escribe esta pieza— de Escarramán, el Mellado de Antequera o el Zurdillo de la Costa, personajes de maleantes que saltan de una jácara a otra y que recorren la primera mitad del XVII con una excelente acogida.5

La particularidad del título, su buscado efecto de realidad, nos llevan a considerar los 212 versos de esta pieza (en su doble dimensión textual y performativa) como un elemento de la llamada literatura de patíbulo de la España moderna, cuya existencia y estudio se viene asentando en la historiografía reciente (Gomis, 2016). En este sentido, ya hemos argumentado en un trabajo anterior (Gomis y Bonet 2022) que la jácara (como tantos otros productos culturales, impresos o representados) se halla inserta dentro del heterogéneo conjunto de obras que siguen al ritual punitivo y cuya esperable función ejemplarizante es cuando menos cuestionable. Para singularizar este compuesto de piezas, que abordan la temática del delito y que conducen desde la sala de justicia a los impresos y a las representaciones escénicas, proponemos la expresión de «poética de lo criminal»; esta se caracteriza principalmente por extenderse a través de varios siglos y adoptar muy diversas formas alrededor del eje de la criminalidad y su castigo. Resulta de especial interés acentuar la ambigüedad inherente a la recepción de estos textos, pues se escapa de forma inevitable de los extremos (de la represión o el aplauso) en que se suelen enmarcar las representaciones de la transgresión.

En los últimos años, otros autores han abordado este fértil terreno del crimen y su representación: Ted Bergman (2021) apunta, en este mismo sentido, a la idea de «criminal baroque», a través de la cual enfatiza sobre todo la dimensión espectacular de la representación de la criminalidad. Subraya una serie de piezas, entre las que figuran las jácaras, en tanto que funcionan como celebraciones festivas del desorden. Como resume Bergman de forma excelente, «criminal baroque is the intersection between theatrical fiction and public reality in the context of criminal behavior and potential prosecution» (2021: 3). Como es natural, las representaciones del delito eran estéticamente atractivas, dado que tenían el fin principal de entretener al público. Pero la representación de la criminalidad va más allá de la mera diversión. Son numerosos los estudios recientes (como el de Peters, 2022) que subrayan la relación entre la justicia y su representación, esto es, la dimensión performativa de la ley. En este sentido, contemplamos las manifestaciones literarias del crimen dentro de un corpus amplio —y, por tanto, más heterogéneo y difícil de definir— que recoge en su interior los hechos delictivos reales junto con los ficcionales, la represión histórica del crimen junto con la literaria.

Por lo tanto, para caracterizar la Jácara de doña Isabel, la ladrona, que azotaron y cortaron las orejas en Madrid y determinar el modo en que funciona dentro del ritual punitivo histórico, se va a partir en primer lugar del propio género teatral, la jácara entremesada, cuyo triunfo sobre las tablas se produce en las décadas de 1630 y 1640. De este éxito da cuenta la publicación del volumen que contiene nuestra jácara: la Jocoseria (1645) está compuesta por varios entremeses y jácaras de un solo autor, Luis Quiñones de Benavente. Acto seguido, se abordará la propia historia textual y paratextual de la pieza; se hará hincapié en la circulación de la jácara y en la información que se maneja acerca de su datación y posibles representaciones. Luego, detendremos nuestro análisis en la composición referida, subrayando sus propiedades más significativas como lo es, por ejemplo, la presencia de un diccionario de germanía original dentro de la propia obra teatral. En última instancia, nuestra mirada se fijará en el castigo de doña Isabel; la representación de la pena de la ladrona nos permitirá afinar ciertas intuiciones relativas a la «poética de lo criminal» en la España áurea, cuyos efectos sobre los lectores —por no mencionar a los espectadores de una representación en directo— resultaban difícilmente predecibles o fáciles de controlar. De este modo, pretendemos pulir la vinculación entre el cadalso y el patio de comedias, describiendo a este último como una prolongación del patíbulo en el contexto de la representación de la criminalidad.

EL TRIUNFO DE LA JÁCARA ENTREMESADA. LA JOCOSERIA DE LUIS QUIÑONES DE BENAVENTE

Como se ha adelantado, en 1645 se publica la Jocoseria, un volumen que contiene exclusivamente piezas teatrales breves de un solo autor, Quiñones de Benavente, cuya fama como entremesista nos lleva a considerarlo hoy como «el Lope de Vega del género chico» (Bergman, 1965: 9)6. La impresión de esta obra da cuenta, en primer lugar, de que los llamados «entremeses», que se interpretaban entre las jornadas de la comedia principal, tienen ya a mediados del XVII suficiente entidad artística como para considerarse su edición en un producto de lujo como un libro. Del ascenso social de la jácara da cuenta la obra misma que abordamos:

¿Qué casada no la gruñe?

¿qué doncella no la labra?

¿qué viuda no la pellizca?

¿qué soltera no la carda?

¿qué mancebo no la tunde?

¿qué mozo no la batana?

¿qué hombre mayor no la roza?

¿qué muchacho no la masca?

¿qué estudiante no la hace?

¿qué seglar no la traslada?

¿qué sano no la engulle

y qué enfermo no la pasa? (vv. 25-36)

Dicho de otro modo, no había quien pasase el día sin cantar, sin tararear una jácara. Su triunfo se debe, paradójicamente, al gusto popular por la vulgaridad y la criminalidad. En cualquier caso, estas composiciones recorren ya la sociedad de forma transversal; han viajado desde el ámbito puramente popular de las cocheras a la sala de recibir de los señores, el estrado:

y las que antes en cocheras

apenas hablar osaban,

ya en indianas barandillas

le dan silla y almohada. (v. 21-24)

Cuando en la misma obra se señala que la jácara «desde los morteruelos / se ha subido a las guitarras» (vv. 19-20), el texto de Quiñones apunta no sólo a una mayor consideración social de los romances sobre jayanes, sino también artística, como ha acentuado Waisman (1996): la guitarra presenta una sonoridad más rica y universal que las castañuelas o morteruelos,7 pequeños instrumentos de percusión. Del mismo modo, esta creciente consideración social y afición a las jácaras trae consigo su previsible éxito comercial. Ya a comienzos de la década de 1640, se advierte la pujanza de las colecciones de entremeses de varios autores, como había sucedido previamente con las partes de comedias.

En tanto que producto editorial, se ha escrito de manera abundante sobre el subtítulo de la obra, elegido por Vargas, su editor: Burlas veras, o reprehensión moral y festiva de los desórdenes públicos. Mientras que Hannah Bergman (1965: 70-75) defendía la intención edificante de la pieza únicamente por motivos literarios, Gómez Sánchez-Ferrer (2014: 35) hace hincapié también en las consecuencias comerciales que tendría subtitular de este modo a «la primera colección exclusivamente de teatro con unidad autorial». La moralidad de las jácaras y otras piezas entremesiles se encontraba seriamente cuestionada en 1645, cuando se imprime la Jocoseria. Resulta casi obligatorio, en este caso, mencionar su prohibición en un Edicto del Consejo Real, en 1646:

que no se cantasen jácaras ni sátiras ni seguidillas ni otro ningún cantar ni baile antiguo ni moderno ni nuevamente inventado que tuviera indecencia, desgarro ni acción poco modesta, sino que se usase de la música grave y de los bailes de modestia, danzas de cuenta y todo con la mesura que en teatro tan público se requería (Pellicer, Tratado histórico: 219).

A mediados del siglo XVII, la jácara despunta entre el resto de los entremeses: su «indecencia», «desgarro» o falta de modestia, generalmente vinculados con el trabajo de las actrices que interpretan a las daifas, resultan más acusadas por la temática representada. En efecto, las jácaras de Benavente difieren del resto de sus entremeses en tanto que criminalidad y violencia son ingredientes clave de las primeras: en estas abundan las amenazas y alusiones a la violencia (Bergman, 2021: 26). En la edición crítica más reciente de la Jocoseria, se señala que «el título que se pone a la colección […] parece querer subrayar la dimensión de enseñanza y provecho moral en un momento en que el teatro está poco menos que proscrito» (Quiñones, 2001: 47).

Tanto es así que el libro pudo presentarse a la censura sin el título con el que hoy lo conocemos, Jocoseria, pues la aprobación de Vélez de Guevara menciona únicamente la segunda parte del mismo: Burlas veras, o reprehensión moral y festiva de los desórdenes públicos (Quiñones, 2001: 105-106). Según Gómez Sánchez-Ferrer, al incidir en la carga moral de los entremeses, el editor (Vargas) trata de evitar de este modo «las críticas propias del género entremesil, también con la intención de abrirle a su obra un mayor hueco en el mercado del libro» (2014: 37), fuertemente marcado por la demanda de volúmenes religiosos. En efecto, la mayoría de los censores de la obra no encuentra nada contra las buenas costumbres en ella, sino «muchos avisos morales para instruir a la juventud». No obstante, en otras aprobaciones se intuye una cierta problemática de orden moral, pues el tono de la obra de Quiñones no sería tan unívoco como lo sugiere el subtítulo (Bergman, 2021: 31-32).

Por tanto, y a pesar de contar con un favor creciente por parte del público, una compilación como la que nos ocupa resulta en cierto modo excepcional en tanto que producto comercial. De hecho, sería la «única colección exclusivamente de teatro breve que conoció tres ediciones diferentes» (Gómez Sánchez-Ferrer, 2014: 39). Esto puede explicarse, sobre todo, por la popularidad de Quiñones de Benavente como entremesista, que resultó francamente notoria: entre 1636 y 1639 es este dramaturgo quien aparece con mayor frecuencia en los libros de gastos secretos, por delante de nombres como el de Calderón de la Barca. En estos tomos de cuentas figuran las cantidades que les eran retribuidas a los poetas por componer bailes y entremeses a cargo del Sitio del Buen Retiro. En el caso de Quiñones, la remuneración era elevada: casi doscientos reales por pieza, como ha señalado Madroñal (1994: 775).

En los últimos años, Ted Bergman (2014) ha propuesto otra interpretación al subtítulo ya tantas veces mencionado que podría complementar a las anteriores, aunque lo hace sobre todo en virtud de la dimensión performativa de las jácaras de Quiñones. Según arguye, lo que el público habría esperado no era tanto esa «reprehensión festiva» sino precisamente los desórdenes públicos que estaban aparejados a la representación. Esto es, el atractivo de la jácara para los espectadores estaría muy vinculado, ya a principios de la década de 1640, con el alboroto que se producía en el corral cuando se avecinaba el momento de la jácara, en torno al segundo tercio de la fiesta. La expectación del auditorio se refleja por tanto en unas piezas que, en muchas ocasiones, están pensadas para acentuar, más si cabe, su alborozo.

Se ha analizado recientemente (Bonet, en prensa) los modos de regular las pasiones en el universo de la jácara a través del cuerpo de los actores y de las actrices, esto último de un modo más específico. Los cómicos áureos, aunque resulte sorprendente, podrían equipararse a las celebrities actuales, tal era su presencia en los rumores y noticias que viajaban de villa en villa (García-Reidy, 2018). Este público, tantas veces calificado como enfermo de teatro, proyectaba de algún modo su identidad sobre la de los actores en un movimiento ciertamente muy moderno, pero extendido también por el resto de los países donde el teatro conoció un desarrollo tan potente como en España. Así, Reynolds califica este proceso de identificación con las identidades inventadas de los artistas de «identity becomings», procesos sobre los que especifica que «people do not consciously submit to identity becomings but are infected by them» (visto en Bergman, 2021: 35). En definitiva, una de las identidades imaginarias pero más fuertemente anheladas en el Barroco español sería la de los jaques teatrales y, en general, la de toda representación de la criminalidad.

PRODUCCIÓN Y CIRCULACIÓN DE LA JÁCARA DE DOÑA ISABEL, LA LADRONA

Según la cronología canónica que estableció Hannah Bergman (1965), la fecha de composición de toda la Jocoseria oscila entre 1636 y 1640. Las piezas cantadas por la actriz que nos ocupa habrían sido de las más tardías, escritas en torno a 1640. No obstante, el argumento principal para datar nuestra jácara en el mismo intervalo que el resto de las piezas de la Jocoseria es que en 1638 y 1640 (pero no en 1639) la actriz Francisca Paula y su marido, Diego de Mencos, trabajaban para la compañía de Bartolomé Romero, con quien consta que representaron otras piezas. Con cautela, Bergman señala que «aunque no se precisa la compañía en el caso de doña Isabel, es bien posible que fuese la misma, y la fecha también» (1965: 288). La propia investigadora pone el acento en las diferencias que observa entre el título de esta obra (largo y descriptivo, como ya hemos apuntado) y el resto de los títulos de Quiñones, mucho más sucintos: «si el episodio es histórico, como me parece, cabe esperar que se recuerde, además, en algún documento contemporáneo, cuyo hallazgo arroje más luz sobre la fecha de esta composición» (loc. cit.).

Ciertamente, esta horquilla de años daría al traste con la fascinante conjetura de Agustín de la Granja (1987: 259) que, unos años más tarde, aventuraba que podríamos encontrar en un Aviso de Pellicer del 16 de febrero de 1644 el «motivo que pudo inspirar» la jácara sobre la ladrona. La similitud entre el título del entremés de Quiñones y el aviso resulta innegable:

Muerte de dos ladrones y de una mozuela, su cómplice.

El miércoles de Ceniza ahorcaron a dos mozos de sangre bien conocida por ladrones y una mozuela que era cómplice con ellos; por no tener edad no los acompañó, mas diéronla 200 azotes y debajo de la horca la cortaron las orejas y la tuvieron todo el día colgada de los cabellos a la vista del pueblo, y del castigo quedó tal que murió dentro de dos días (pp. 248-249).

A pesar de la aparente disonancia de fechas, ¿podría haberse equivocado Bergman y ser esta última pieza, la de Isabel, posterior al suceso que refiere el aviso? De acuerdo con lo que se conoce del proceso de imprenta, especialmente a tenor del paratexto de la Jocoseria, la preparación del volumen osciló entre agosto de 1644 y octubre de 1645, cuando se obtiene el privilegio de impresión. De este modo, el margen temporal resulta muy ajustado para refrendar la hipótesis de Agustín de la Granja y, aunque la relación histórica con el Aviso de Pellicer sería idónea y fértil para el objeto de este trabajo, los textos no parecen mantener un vínculo de causalidad. Además, hay otros motivos para sostener que no fuera ese el castigo que dio lugar a la jácara de Quiñones: como veremos después, el fin de la ladrona resulta bastante más desdichado en boca de Pellicer que el que refiere la pieza entremesada de Quiñones sobre doña Isabel. De ese modo, en el final alternativo (por inesperado) de la pieza teatral podríamos encontrar una interesante desviación con respecto del final previsto para un reo en manos de la justicia.

A pesar de nuestra ligera decepción, la datación en torno a 1640 produce otro efecto interesante que ya señaló Ted Bergman (2014) en un trabajo donde apuntaba al buscado solapamiento entre la actriz y el personaje que esta representaba. Los frecuentes altercados de los cómicos con la justicia, como es el caso de Francisca y de su marido, Diego de Mencos, podían incluso haber añadido una capa de complejidad en la recepción de una obra cuya temática es, precisamente, los problemas con la justicia de una criminal. Esto es lo que recoge una noticia del 12 de marzo de 1640, seguramente contemporánea a la supuesta composición y representación de la Jácara de doña Isabel: «Diego de Mencos, comediante, está preso en la Cárcel real de esta villa porque ni él ni su mujer [Francisca Paula] no quieren representar en la compañía de Bartolomé Romero, autor de comedias, en las fiestas de este año [de 1640]» (Shergold y Varey, 1961: 21-22).

Como resultado de esta oposición a representar en el Corpus, a ella se le confiscaron los bienes: «una calderilla de plata, más cinco bueltas de cordoncillos de oro de Portugal» (Ferrer Valls, 2008), mientras que él habría sido encarcelado durante un breve espacio de tiempo. Ella se le unió en la trena dos días después. Como acredita un documento notarial fechado el 23 de marzo de 1640, el matrimonio de actores accedió finalmente a representar en la fiesta (loc. cit.). Los desvíos como el de Francisca Paula eran bastante habituales en el universo de los representantes: como apuntaba García-Reidy (2018), los espectadores, apasionados por la vida privada de los actores, esperaban de ellos comportamientos excéntricos, fuera de la norma. No resulta infrecuente encontrar testimonios contemporáneos que tildan a los cómicos de camorristas o de marrulleros, por sus habituales encontronazos con la fuerza de la ley. Según Bergman (2021: 35), tratar de ausentarse de las representaciones del Corpus era una práctica habitual, «a common yet unlawful practice» en la profesión. Así, como tantos otros tantos comediantes, Francisca Paula ejerció no tanto una revolución política como una resistencia mundana a la ley. Esta actitud transgresora, unida al fervor que suscitaban los actores entre su público, bien podría haber dado como resultado una interpretación de la jácara cargada de dobles sentidos que, dentro del espacio alegre de la ficción, apuntase a sus propios altercados con la justicia, fuera del corral (Bonet, en prensa). De este modo, si la hipótesis inicial de fechas que se maneja es adecuada, tendríamos en escena a una actriz cuyos bienes han sido recientemente confiscados y cuyo marido está en la cárcel, como una Méndez cualquiera con su Escarramán en la trena. El binomio actriz-personaje, pues, se enriquece de una biografía no especialmente escandalosa, pero sí disruptiva y revoltosa, que podemos asumir que el público conocería y de la que Francisca sacaría provecho, jugando con la autoconciencia actoral propia del actor de entremés.

Cabe mencionar los puntos de contacto de un fragmento de la Jácara de doña Isabel con un baile, primera versión de aquella, que aparece manuscrito en el cartapacio Sequeira. Este documento está fechado con anterioridad a la Jocoseria, y su autoría se atribuye también a Quiñones de Benavente (Estepa, 1992). El Baile de Maripulga, la pieza XXI, contiene el germen de uno de los rasgos más sobresalientes de la obra sobre la ladrona: el diccionario de términos de germanía. En la jácara que trabajaremos, ese «diccionarillo», como lo llama Estepa (1992: 359), ocupa veintitrés versos, mientras que era más breve en el baile, donde se limita a catorce. El baile del manuscrito Sequeira añade además algunos términos que no figuran en el célebre léxico del marginalismo de Alonso Hernández (1978): «cura», «tenedor», «zarandajas» y «bajuca». Queremos apuntar, además, que en el primer texto se encuentran otros cinco versos idénticos a los que aparecerán después en la Jácara de doña Isabel, la ladrona. Sea como fuere, la ocurrencia debió de tener éxito, pues años más tarde Quiñones reutiliza y extiende la idea de presentar su propio léxico del marginalismo, como veremos después.

Por último, cabe señalar que la jácara siguió circulando tras abandonar los tablados, a veces incluso de forma apócrifa. Así lo atestigua el repertorio de coplas manuscritas de un ciego, ya aprobado por la censura y listo para la imprenta, que Rodríguez-Moñino (1968: 49) fechó entre 1654 y 1659. El investigador indica que un tal Miguel López de Honrubia, que se atribuye varios de los textos del repertorio del ciego, también el que nos ocupa, «debió de ser un aprovechado explotador de obras ajenas». En efecto, el comienzo de la Jácara de Isabel, la ladrona pasa ahora a abrir la pieza manuscrita XIII, titulada Xacara de vna famosa Cosaria / en el mar de esta corte, y de las / presas que hizo, y / fin q. tuvvo Compuesta por Miguel López de Honrub[ia]. De la misma se conservan los cuatro folios (en 4º) y unos primeros versos que ya nos resultan familiares: «en esse mar de La Corte / donde todo el mundo campa... » Podemos suponer que, unos quince años después de su estreno, la jácara de Isabel habría perdido actualidad y por tanto su cariz informativo inicial, por lo que sus primeros versos y las referencias marinas que en ellos se encuentran habrían posibilitado un cambio de título y, seguramente, de contexto. Como es bien sabido, los pliegos populares tratan de satisfacer los fervientes deseos de novedad del público que los compra, en muchas ocasiones reciclando material ya preexistente. Sería pues interesante, aunque no es el objeto de este trabajo, hacer un análisis comparativo del motivo de la criminalidad femenina en ambos textos, que lleva a la ladrona a convertirse en corsaria8.

ESTRUCTURA INTERNA DE LA PIEZA. EL LÉXICO DEL HAMPA DE QUIÑONES

La Jácara de Doña Isabel, la ladrona, que azotaron y cortaron las orejas en Madrid es una pieza conformada por 212 versos, todos ellos en romance, y escrita para ser cantada por la actriz Francisca Paula. Tanto el espectáculo como el texto, según hemos adelantado, parecen proyectarse sobre un trasfondo con indudables visos de realidad: esta obra parece tratar de asemejarse y de producir el mismo efecto que los papeles que se vendían a los pies del cadalso.9 Sea como fuere, este tipo de jácara se caracteriza por ser cantada por un solo actor. En este sentido, se produce escénicamente de manera distinta a las llamadas «jácaras entremesadas», que alternan partes interpretadas con otras cantadas en tono de jácara. Las primeras solían ser, como es natural, más breves. Ted Bergman (2021: 32-38) ha analizado por extenso la estructura de la pieza, de la que destaca un inicio que recuerda a los primeros poemas de jaques recogidos por Hidalgo en sus Romances de Germanía (1609). En efecto, nuestra jácara comienza con una descripción de la corte, («ese mar», la llama en el primer verso), por lo que intuimos que la representación del estreno se produjo fuera de la gran urbe. Madrid (también tachada de «charco soberbio», v. 41) aparece como una Nueva Babilonia en la que campan a sus anchas los delincuentes; entre ellos destacan las coimas y sus jaques. Como hemos señalado al principio, el texto recurre a un tropo metateatral propio del entremés: la propia jácara hace alarde de su absoluto triunfo. Como canta Francisca Paula, su popularidad hace que les «quit[e]n las telarañas» (v. 40) a las jacarandas viejas y que nazcan otras nuevas, como la que está entonando.

Entonces, se introduce en tercera persona la historia de «cierta mocita / coimera» (vv. 45-46) mediante una adivinanza. El texto plantea el enigma de la identidad de la ladrona, delito típicamente femenino, aludiendo a santa Isabel (vv. 49-52), ejemplo que no puede estar más alejado del de una daifa. Tras relatar las diversas apariencias que tomaba la delincuente, la jácara refiere cómo entra a servir de criada en una casa y el modo particular que tenía de limpiarla:

al aparecer del día

barrida tiene la casa

aunque lo que barre en ella

no es basura, sino alhajas. (vv. 77-80)

Quiñones recurre en varias ocasiones a estos juegos conceptistas que tanto agradaban al público barroco para referir el delito de la ladrona:

limpia luego la cocina,

y antes que rebulla un alma,

como una plata la deja,

dejándola sin la plata. (vv. 81-84)

El amo denuncia a Isabel y, al fin, la meten presa:

Por aquestas niñerías,

anda la inocente dama

de la gura perseguida

y de esbirros acosada.

Agarránronla una noche,

y en la trena la embanastan (vv. 93-98)

Hasta aquí, el léxico del marginalismo empleado aparece en el Vocabulario de germanía de Hidalgo (1609): «gura», «trena» o «embanastar», por poner algunos ejemplos, son términos conocidos y usados en torno a 1640, más de treinta años después de que quedaran recogidos en aquel particular recopilatorio de voces de germanía. No obstante, uno de los elementos que mayor atención crítica ha concitado de la pieza sobre doña Isabel es el breve diccionario propio que presenta a continuación Quiñones. Para demostrar la pericia de la coima (y del autor, por extensión) en el universo del hampa y su habilidad para comprender la jerigonza de los jaques, el texto hace alarde de una serie de equivalencias léxicas, algunas de las cuales resultan brillantes y exclusivas de esta pieza. El dramaturgo presume de estar al día en los usos criminales, hazaña que no era sencilla, a priori, pues la lengua de los maleantes tenía precisamente por objeto que no les entendiesen los demás. Discúlpese esta larga cita, pero la considero pertinente por contener detalles muy reveladores acerca de la percepción de la justicia:

Cisne llama al que confiesa,

que para morirse canta;

al potro, confesionario

donde sus culpas relatan;

postillón al pregonero,

papel blanco a las espaldas,

al verdugo sello real.

a la penca lacre llama,

terror a los alguaciles,

como a los corchetes zarza,

lima sorda al escribano,

y a todo soplón castaña,

a los letrados profetas

judiciarios de las causas,

cometas a los testigos

que ruinas amenazan;

noli me tangere al juez,

juicio final a la sala,

a los pleitos sanguijuelas,

como al relator balanza,

al destierro romería,

a las galeras gurapas,

mosqueado a los azotes

y a la horca postrer ansia. (vv. 109- 132)

La lengua de germanía constituye una riqueza extraordinaria de gran valor documental. En general, los términos del léxico de los hampones que han llegado a nosotros a través de glosarios y diccionarios han sido tomados de la novela picaresca, pero esta no es desde luego la única fuente: los romances (leídos o interpretados) fueron sin duda causa de deleite de un público áureo que podía acercarse así a los usos coloquiales del mundo del crimen. La jácara teatral, posteriormente, también surtirá de términos a los interesados en la lengua de germanía. El volumen de Hidalgo,10 al que nos hemos referido, comparte con la Jocoseria de Quiñones una idéntica voluntad, la de ejercer su supuesta función de reprehensión: el prólogo de aquel se dirige al amigo lector, al que alienta a conocer la jerga de los matones «pues no se pierde nada de sabella, y se arriesga mucho de ignoralla especialmente a los iueces, y a ministros de iusticia: a cuyo cargo está limpiar las repúblicas desta perniciosa gente».

En cualquier caso, entre finales del siglo XVI y principios del XVII, con el despegue de la lexicografía y, paralelamente, de la temática hampesca, se publica una serie de diccionarios que recoge, también, términos de germanía: aparte del de Covarrubias (1620), Redondo Rodríguez (2008) menciona los diccionarios bilingües del español de Oudin (1607), Franciosini (1620) y el posterior de John Stevens (1706), que incorpora incluso la marca diastrática «cant», esto es, argot o jerga.

Con todo, el breve «diccionario» de la jácara de Quiñones presenta dos características sugerentes que deseo desarrollar antes de abordar la cuestión —central— del ritual punitivo de la ladrona. En primer lugar, el entremesista emplea vocablos relativamente comunes, aunque con sentidos novedosos relacionados con el universo del crimen que se explican con relativa claridad. En efecto, algunas acepciones de los términos son propias de esta obra y así lo señalan en su Diccionario de germanía Hernández Alonso y Sanz Alonso (2002), que indican la Jácara de doña Isabel, la ladrona como fuente de varios usos germanos originales. Las interpretaciones que aquí figuran están extraídas en su mayoría del diccionario de Hernández Alonso (op. cit.), así como de la edición crítica de la Jocoseria de 2001.

En la obra de Quiñones, aparece la acepción de delator aplicada al «cisne» (v. 109) y se llama «confesionario» al potro de tortura (v. 111). A los funcionarios que prenden a los presos («alfileres», para Quevedo) los denomina de forma cómica «zarza» (v. 118). A los soplones se les califica de «zarza» (v. 120), porque la ingesta de este fruto provoca ventosidades. Además, se tacha de manera sarcástica de «profetas» a los letrados (v. 121) y de «cometas» a los testigos (v. 123), por los funestos presagios que anuncian. Los pleitos son tildados de «sanguijuelas» (v. 127), por la sangre (o dinero) que los acusados pierden en manos de la justicia. La importancia (y parcialidad, tal vez) del relator en el discurrir del proceso judicial se deja sentir en su apelativo de «balanza» (v. 128). Más convencional resulta la calificación de «romería» (v. 129) para referirse al destierro de forma irónica, aunque después despunte el cómico hallazgo de llamar «mosqueado» (v. 132) a los azotes; de forma metafórica, el verdugo espanta las moscas de las espaldas de los condenados.

Encontramos, además, colocaciones usuales que adquieren matices nuevos en este contexto: por ejemplo, se aplica la expresión de «papel blanco» (v. 114) para las espaldas del reo sobre las que se escribe con azotes. El verdugo sería el «sello real» (v. 115), pues deja la marca indeleble de la justicia; el escribano es llamado “lima sorda” (v. 119) en base a su actitud; «noli me tangere» (v. 125) designa a los jueces que destruyen a los reos con solo tocarlos y el «juicio final» (126) apunta a la sala de justicia. El breve glosario concluye con la voz de «postrer ansia» (v. 132), referida con sorna a la horca. Estas expresiones adquieren, en el entorno de esta jácara, sentidos novedosos, connotaciones originales. Como puede observarse, la mayoría de los versos de este peculiar «glosario de lo criminal» dan con asociaciones casi inéditas hasta la fecha. Sin embargo, aun cuando ya se hubieran vuelto más comunes estos usos, la jácara de Quiñones tiene la virtud de estructurar un sistema sólido de equivalencias que debió de agradar al público, como se desprende del hecho de que lo reutilizase y ampliase a partir de su Baile de Maripulga. De hecho, no parece dejar ningún elemento del proceso penal fuera de su descripción sistemática del funcionamiento de la justicia penal.

En relación con los significados antes mencionados, y en relación con el juego popular de darle a los espectadores las claves para entender la jerga de sus admirados (y temidos) jaques, se proyecta una imagen de la justicia que bebe sin duda de la celebérrima Carta de Escarramán a la Méndez (Quevedo, 1612). Sin abundar en excesivos matices, la representación de las fuerzas legales no deja lugar a dudas: se daña al reo que entra en contacto con la justicia, institución que se representa de modo violento y cruel. Las menciones al tormento y al castigo físico de los reos son constantes. Además, la imparcialidad del proceso se ve constantemente amenazada: este se deja, de manera sin duda perjudicial para el acusado, en manos de funcionarios arbitrarios y manipulables.

En definitiva, este pequeño vocabulario localizado en el centro de la jácara tiene la virtud de situar a la ladrona en el meollo de la germanía, cuyos secretos «entrava» (entiende) y da a conocer. Además, la representación de la justicia coincide con la que el público esperaría: corresponde a lo que algunos han llamado «la esencia escénica del jaque» mostrar los usos brutales de la justicia a través del sentido del humor. Por último, al nivel del espectáculo, el glosario jacaresco concede una tregua en la historia de Isabel, a la que habíamos dejado en la cárcel esperando, como buen personaje de jácara, su pena. Esta constituye la segunda parte de la pieza.

EL CASTIGO DE LA LADRONA Y SU PAPEL EN EL RITUAL PUNITIVO

La justicia penal en el Antiguo Régimen español ha sido descrita en tantos estudios que excede a la naturaleza de este análisis tratar siquiera de sintetizar las aportaciones principales de estos últimos. Desde el libro seminal de Tomás y Valiente (1969), se han publicado numerosísimos trabajos que perfilan el funcionamiento de la justicia penal en la España moderna11. Estos coinciden en presentar un sistema judicial que detenta el monopolio de una violencia que se ejerce, casi siempre, de forma ceremonial. Así, la visualidad del castigo tiende pues a subrayarse de forma sistemática, con el objetivo de escarmentar a aquellos que presenciasen el ritual punitivo. Como refiere Rodríguez Sánchez (1994: 25-26), la horca era el espectáculo favorito del gran público y se reservaba para

homicidas, asesinos ladrones, salteadores, amancebados notorios, falsificadores corruptos, deudores de poca monta, reincidentes de toda clase, presidiarios incorregibles y hombres de toda clase a quien la duda de la justicia convierte en personajes inconvenientes de los que es mejor deshacerse.

Alonso Romero (1996: 203) apunta al papel central de la Corona en este uso propagandístico de las penas judiciales: «la monarquía de los siglos modernos buscó ante todo una justicia efectista, coyuntural, de impacto, muy dura y con gran alboroto en los desórdenes públicos». En la misma línea abunda Llanes Parra (2012: 1961), quien pone además el acento en el papel ambivalente del reo en las «escenificaciones» de las ejecuciones públicas, asimiladas a una «ceremonia punitiva de naturaleza catártica para el reo, quien se convertía en protagonista y víctima del ritual, y de finalidad ejemplarizante para el público observador». Estas funciones del castigo se ven sin duda reforzadas por una reseñable dimensión festiva del espectáculo, propia de la edad moderna. Por otra parte, al margen de las propias ejecuciones, también puede interpretarse el documento judicial (la causa completa, la sentencia) en clave de fuente de «discursividades», según las últimas tendencias historiográficas (Madrid Cruz, 2013).

De este modo, exactamente igual que en el teatro, tenemos un texto (la «huella en bruto»12 de la causa, como la llama Arlette Farge, con su sentencia) que ha de llevarse a escena, en este caso en el espectáculo de la ejecución pública. Entre aquellos dos espacios, la sala de justicia y el cadalso, era de suma importancia la figura liminal del relator, como hemos subrayado en el análisis del glosario de La jácara de doña Isabel, la ladrona, donde se le llama «balanza». Tal y como explica Alonso Romero, los relatores tenían el encargo de resumir las actas procesales en una relación que se constituía en base del fallo judicial, «entonces la relación se convertía en relato y era sobre esta versión de la “verdad procesal” sobre la que el juez basaba su sentencia» (1996: 212). Queremos poner el acento en este actor secundario, pues no solo mediaba entre la sentencia y su aplicación, sino que, además, podía facilitar su relato a terceros, como sería el caso de los ciegos que, a partir de este, difundirían las nuevas acerca del criminal sentenciado (generalmente, recogieron las fechorías del delincuente y su castigo).13

La jácara de la ladrona podría corresponderse, a partir del verso 142, con cualquiera de estos pliegos que se vendían antes y durante las ejecuciones. Aquí se refiere su castigo de forma cómica, alternando presente con pasado para hacer más vívido el relato. En primera instancia, ella únicamente es condenada a que le corten las orejas. Podríamos imaginar, como sucedía en el Aviso de Pellicer, que no se le aplicase la pena capital por ser todavía demasiado joven:

Por no tenella encerrada,

la sacan a pasear […]

con grande acompañamiento

salió en cuerpo por la plaza,

y porque no la embaracen

al revolver en la cama,

le cortaron los asientos

en que andan las arracadas.

Sintió el dolor por estonces;

pero no sintió la falta;

que no la hacen las orejas

donde hay laderas rizadas (vv.142-156)

Aunque el castigo de Isabel no se paga todavía con la vida, el cumplimiento de la pena levanta la expectación de ese «grande acompañamiento» (v. 147). Con respecto del paseo, se describe en términos de «exposición vergonzante y pública que se hacía de los delitos del preso mientras se le azotaba por las calles» (Hernández Alonso, 2002: 371). A pesar de lo que la justicia esperaba, el paseo no servía tanto de escarmiento como de oportunidad para ponderar al detenido: los vecinos, y especialmente los conocidos del reo, «le iban encareciendo su valentía, compadeciéndolo y, en fin, aliviándole en cierta manera el castigo. Por ello, para un rufián era peor no tener concurrencia que el dolor físico en sí» (Hernández Alonso, íbid.).

El texto de la jácara sugiere que la ladrona era atractiva o que llevaba, cuando menos, una larga cabellera rizada con que tapar los huecos sanguinolentos donde antes habían estado esos «molestos» pendientes. El texto no nos ahorra la descripción del suplicio físico por completo («sintió el dolor por estonces», v. 153), pero lo expresa en el tono casi estoico, aunque con marcados tintes de comicidad, que colorea por lo general las jácaras. A pesar de que le otorgan la libertad, como buena ladrona vocacional, Isabel no escarmienta y retoma el camino del hurto en Toledo, donde la apresa de nuevo la justicia, en este caso, «un ministro de la muerte» (v. 167).

Sin embargo, lo que al principio era una pena menor por hurto se convierte en una sentencia de muerte por reincidente. Es de nuevo encarcelada y torturada: le mandan «poner clavijas / y cuerdas, sin ser guitarra» (vv. 173-174), a raíz de lo cual la ladrona confiesa sus culpas («vomitó la cuitada», v. 176). A pesar de que el vómito no sea literal, esta referencia al cuerpo bajo el tormento (tanto por el instrumental empleado como por las consecuencias del mismo) remite a lo que Rodríguez Sánchez (1994: 13) denomina «violencia contra los cuerpos». Es decir, a pesar de que no se acaba con la vida, el horror de esta violencia no escatima en detalles, pues lo deseable era conseguir la confesión del reo (mejor si era espontánea, aunque obtenerla bajo tortura no suponía un impedimento legal):

Convencida, la sentencian

a que eche en pública plaza

bendición con los talones,

y haga pasos de garganta.

Para que salga lucida

pónenla una ropa blanca […]

En la capilla la encierran,

y otro día de mañana,

no hay quien pase por las calles,

de la gente que la aguarda. […]

La piedad hizo su oficio,

aunque la justicia clama,

y calmando los rigores,

la justicia se dilata.

General es el contento

de saber que no la sacan,

aunque burlada se quede

tanta gente convidada. (vv. 177-204)

La condena a la horca, «emblema de la pena civil destinada al gran público» (Rodríguez Sánchez, 1994: 25), concita a una enorme muchedumbre. Tanto es así que apenas se puede pasear a la presa por las calles. El lugar para ahorcar a los reos era distinto de donde se les quemaba: cada condena tenía su propio escenario y el de la soga era con mucho el más frecuente. No por habitual, sin embargo, dejaba de ser atractivo para unos espectadores que habían acudido en masa. La jácara menciona también que la ladrona sale con «una ropa blanca» (v. 182), sobre la que no he encontrado referencias más que en códigos penales del siglo XIX. A pesar de esto, resultan obvias las connotaciones de pureza o arrepentimiento del color. Además del simbolismo del atuendo, en el ritual punitivo hay espacio también para la sonoridad: la jácara especifica que durante la procesión «suenan las campanillas» (v. 191) que anunciaban el paseo de un condenado a muerte.

En relación con la sonoridad de la jácara, la noción de «resonancias» que evoca Bergman (2021: 42) parece muy fructífera, en tanto que resulta perfectamente extrapolable al ámbito de representación de este tipo de entremés: durante la representación de una jácara se conjugan (y resuenan) los sonidos que emiten los actores, los instrumentos, el espacio que los envuelve, los materiales estructurales del teatro y el público. Este último, separado en los diferentes espacios del corral, produce diversidad de sonidos: gritos femeninos en la cazuela, amenazas de trifulca en el patio, murmullos en los aposentos, etc. Así, el auditorio se convierte también en fuente de sonidos, además de funcionar como caja de resonancia del juego actoral que se desempeña sobre las tablas. Dicho de otro modo, la agitación, la violencia sonora de la masa son también un personaje en las jácaras que ayuda a que estas funcionen teatralmente.

Llega entonces el momento álgido, postergado durante toda la jácara, que es el del castigo definitivo de la ladrona. Su «postrer ansia», como se cantaba en la pieza. Sin embargo, algo detiene el instante cumbre de la ejecución. Aunque la actriz que canta la jácara ha estado lamentando la imposibilidad de que la ladrona pueda librarse de su destino («mucho harás si desta escapas», v. 190), en el último instante «la sentencia se dilata» (v. 200). El relato no da razones para ello, y tampoco parece relevante, pero no cabe ambigüedad posible en la interpretación de la reacción del público: «general es el contento» (v. 201) de unos espectadores que habían ido ahí a verla morir. En el banquete de la muerte (regulada, pero no por ello menos violenta), el público toma el partido de la ladrona. La decepción (la «burla» de tanta gente) no es más poderosa que la alegría de saber que doña Isabel se libra de la pena capital. La jácara concluye entonces, de forma abrupta, en una esperable advertencia moral:

Avizor, señores míos:

gaviones de anchas faldas,

gachos de vista y cabeza,

sobre el hígado de las armas,

que hay silbatos y alfileres

que os sigan, hasta que el alma

de entre cáñamo y esparto

a ver otro reino salga. (vv. 205-212)

La interpretación de Bergman (2021: 35) es que esta advertencia final es una especie de intento desanimado, poco creíble, de apaciguar los mentados desórdenes públicos, una conclusión casi de compromiso, máxime en boca de una actriz que había tenido sus conocidas idas y venidas con las autoridades. Esta suerte de amenaza (esto es, que la justicia no descansa nunca) se dirigiría no solo a los potenciales criminales, sino también al público de a pie. Mencionábamos al principio de este trabajo la idea de «identity becomings» de Reynolds: la actriz de la jácara advierte al público de las consecuencias inevitables del delito, por lo que, sin duda, proyecta una identidad hampesca imaginaria sobre un auditorio heterogéneo, sí, pero que a priori se encuentra en su mayoría dentro de los márgenes razonables de la legalidad.

CONCLUSIONES

Tras recibir los aplausos del público y hacerle seguramente algún donaire, Francisca Paula se retira, dando paso así al comienzo de la tercera jornada de la comedia principal, en la que se resolverán los conflictos planteados. Este breve entremés, de unos quince minutos de duración, concluye con una advertencia moralizante, aunque necesariamente ambigua, como se ha ido argumentando. Del mismo modo que en una ejecución, en toda jácara despunta, incluso cuando únicamente es leída, la dimensión del espectáculo de masa. Sin embargo, para entender una pieza como esta en el interior del ritual punitivo, debemos situarnos siempre en el marco de su representación. In vivo. Si al caracterizar el funcionamiento de la justicia penal en la España moderna poníamos el acento en su relación con las artes escénicas («espectáculo», «representación», etc.) es porque estos dos espacios (el corral y el cadalso) están íntimamente unidos. Peters (2022: 9), desde el ámbito de la historia del derecho, afirma: «recognizing law as a performance practice, it identified theatre as both a source of law’s power and an embarrassment».

Claro que la justicia real y la representada en la jácara no son la misma, pero sostengo que de algún modo vinculado con la performatividad sí lo son. Por una parte, porque la máxima barroca de que el mundo es un teatro impregna a la sociedad toda, pero se infiltra de un modo particular en el ámbito judicial durante los siglos XVI y XVII. La sala de justicia se ha llenado de intérpretes embebidos de teatralidad que desempeñan de forma magnífica sus papeles (Peters, 2022), pero lo fascinante es que, por otra parte, los teatros están atestados de personajes de maleantes, de un lado, y de figuras de la justicia que los castigan, de otro lado De manera paradójica, los criminales en escena son aclamados, queridos por un público que está de su lado, que los jalea, que responde a sus provocaciones, a sus guiños. Eso es exactamente lo que sucedería en el patio de comedias cuando, al escuchar La jácara de doña Isabel, la ladrona, se entendiese que finalmente esta se había librado in extremis de la aplicación de la pena. La instrucción moral conlleva un claro peligro que parece estar fundamentado en el caso de la jácara: al exponer al público a los comportamientos negativos que se quieren erradicar, se corre el riesgo de que este quede contaminado, infectado de deseo de parecerse a los hampones castigados (Bergman, 2021: 35).

En este sentido, la pieza que nos ocupa es un claro ejemplo de la «poética de lo criminal» que se mencionaba al principio: la actriz se sitúa a sí misma y al propio público en un contexto de crimen generalizado, en una ciudad trufada de jayanes y daifas. Se posiciona además desde el lugar de quien da al público lo que tanto espera: el género breve de moda, la jácara, triunfa sobre los escenarios, además de gozar de una enorme popularidad transversal. Con esos primeros versos, los asistentes al entremés se reconocen de inmediato en esa identidad imaginaria que proyecta la actriz sobre ellos: sedientos de jácaras nuevas, van a escuchar por fin una historia actual. El cuerpo central de la pieza plantea este juego conceptista del enigma de la identidad de la protagonista y de sus delitos. Estos últimos, bastante discretos (robar plata y limpiar de alhajas una casa), provocan que sea descubierta y la metan presa. En el «cesto de culpas», la ladrona manifiesta que la germanía no tiene misterios para ella: en boca de la actriz, les da a los espectadores las claves del argot que causa furor entre el público. En última instancia, se relata el primer castigo al que fue sometida —le cortaron las orejas— y cómo, tras reincidir y ser condenada a la horca, se libró de la pena capital. No obstante, la aparente sencillez de la composición podría ocultar parte de lo que sucede en el momento de la escenificación.

Al margen de que el público conociese el caso real que inspiró la jácara o no, el título donde se especifican el crimen y la pena resulta lo suficientemente verosímil como para situar a esta pieza dentro del imaginario de los papeles que seguían a una condena judicial. Por una parte, se enaltece el universo del crimen para proyectar, mediante un original glosario, una imagen simultáneamente cruel y cómica de la justicia que lo persigue. La ladrona, de hecho, se libra del ahorcamiento en un movimiento sorprendente de la jácara que, de este modo, convierte a su público en la misma muchedumbre que Quiñones describe aliviada por este feliz desenlace. Con todo, la advertencia final parece actuar como válvula de contención del alboroto desatado un verso antes y reajusta la interpretación moral de la pieza.

No se pretende retomar el eterno dilema relativo a los efectos del ajusticiamiento en el público que oscilan, según los autores a los que se siga, entre la inversión carnavalesca y la función ejemplarizante de la pieza; considero de mayor relevancia subrayar la sencilla pero efectiva dimensión ritual de una jácara como esta que hace que un espectador, a través del cuerpo mediador de una actriz, pase del espacio del corral al del cadalso. Ahí puede revivir, aunque sin el riesgo de asistir a una muerte real, los tormentos de una presa perseguida por la justicia y con quien, con toda probabilidad, están sus simpatías. En cierto modo, los ecos del ritual punitivo se hacen sentir en esta jácara y prolongan las funciones catárticas del mismo. Mediante el contraejemplo, pero también la identificación con la víctima, se garantiza una futura cohesión social basada en la recuperación del orden establecido. Las tesis de René Girard acerca del papel pacificador del chivo expiatorio resultan totalmente ilustrativas de esta función religiosa de los rituales civiles.

Sin embargo, la jácara presenta un final ligeramente desviado, puesto que ella escapa de la muerte: “La piedad hizo su oficio, / aunque la justicia clama” (vv. 197-198).14 Esta conclusión inesperada, junto con la indudable sorna del espectáculo, saturado de ambivalencias y dobles sentidos, infectan al público de deseos de ser esos jaques descarriados (de moverse, de hablar, de manejarse en la existencia como ellos). Así, la representación pública de una repetición al infinito del ritual judicial (esto es, delito, prisión, tormento y pena) resultaba tremendamente gozosa para unos espectadores que podían moverse, ellos también, en el espacio liminal de la jácara: entre el debido respeto a ley que a todos alcanzará tarde o temprano, como subraya el final de la pieza, y la pasión por la vida de los actores-jaques que teatralizaban, sobre el escenario, la posibilidad de que la existencia de los jayanes fuera, de algún modo, la suya. Como afirmaba Goodrich, «performance is a form of “minor jurisprudence”. And sometimes not minor at all» (visto en Peters, 2022, 23). En cierto sentido, la jácara de Quiñones recurre en el espacio teatral del corral el fallo judicial y sienta un precedente alternativo: a diferencia de la ladrona del Aviso de Pellicer (1644), Isabel se libra de la muerte, por lo menos en esta ocasión, para deleite de sus admiradores.

FINANCIACIÓN

Este trabajo se ha escrito para el Proyecto I+D «Figuras del mal: marginalidad, dominación y transgresión en los siglos XVII-XIX», CIAICO/2022/226, de la Conselleria de Innovación, Universidades, Ciencia y Sociedad Digital.

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TORRENTE, Álvaro (2014): «¿Cómo se cantaba al “tono de jácara”?», en María Luisa Lobato y Alain Bègue (eds.), Literatura y música del hampa en los Siglos de Oro, Madrid, Visor, pp. 157–177.

WAISMAN, Leonardo J. (1996): «Una aproximación al villancico de jácara». Ponencia presentada en la X Conferencia Anual de la Asociación Argentina de Musicología. Santa Fe, 22/25-VIII.

Fecha de recepción: 1 de julio de 2023
Fecha de aceptación: 10 de octubre de 2023

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1 El de daifas, coimas, marcas, izas, etc. era el nombre que se les daba a las mujeres que acompañaban a los jaques. Con frecuencia se especifica que eran prostituidas por ellos, que les daban parte de sus ganancias, como aparece en esta misma jácara. La Méndez, la daifa de la Carta de Escarramán a la Méndez (Quevedo, 1612), se erige en el paradigma de este tipo de personaje.

2 Para las técnicas de aproximación de la actriz barroca al espectador, se recomienda encarecidamente leer a Rodríguez Cuadros (1998: 606-625).

3 Varios trabajos en el campo de la musicología han abordado la sonoridad de la jácara, como el de Torrente (2014) o Waisman (1996).

4 La jácara se citará por la edición de Quiñones de Benavente (2001: 575-586).

5 Inclusos las figuras de estos jaques, casi míticas a mediados del siglo XVII, tuvieron un probable origen en criminales reales, como lo atestigua la referencia al Mellado de Antequera en la crónica de Ariño de 1597, donde se refiere su ahorcamiento (Di Pinto, 2014: 199)

6 Sobre el teatro breve de Quiñones de Benavente, se recomienda la obra de Abraham Madroñal (2003).

7 El morteruelo es instrumento «que consta de una esferilla hueca puesta en la palma de la mano y percutida con un bolillo, lográndose diversos sonidos con la compresión del aire y el movimiento de la mano» (Waisman, 1996: 6).

8 Sobre las distintas modalidades y representaciones de crímenes excepcionales en la Edad Moderna, se recomienda el volumen de Del Río Parra (2019).

9 Aunque resulta complejo acreditar esta práctica, se encuentran progresivamente evidencias de la cercanía entre las ejecuciones de las penas y la venta de pliegos al respecto: en Barcelona se ajustició a 28 bandoleros el 18 de junio de 1616. Se han hallado dos ejemplares de pliegos relacionados con el ajusticiamiento, anotados por su comprador. Este indicó su fecha de adquisición, los días 18 y 19 de junio de ese mismo año en la ciudad Condal, coincidiendo con la ejecución. (visto en Llinares Planells (2023: 175).

10 Hernández Alonso (2002) sostiene que el nombre de Hidalgo fue un pseudónimo, un heterónimo de Cristóbal de Chaves, procurador de la cárcel de Sevilla y autor de la relación con el mismo nombre.

11 Citamos, entre otros muchos, los trabajos de Rodríguez Sánchez (1994), Alonso Romero (1996), Alloza Aparicio (2001), Llanes Parra (2012) y Madrid Cruz (2013). Para una síntesis razonada sobre los rituales punitivos en Europa y su literatura de patíbulo, ver Gomis (2016).

12 Hallazgo feliz de Arlette Farge en La atracción del archivo.

13 Esto sucedía en el Madrid del XVIII: «desde 1748 hasta 1767, año de extinción del monopolio, los ciegos recibieron del relator de las causas criminales en la Sala de Alcaldes de Casa y Corte un extracto de los procesos que habían culminado en sentencia de muerte, a fin de componer una relación en verso que pudieran vender antes de la ejecución» (Gomis y Bonet, 2022: 288).

14 Agradezco el lúcido comentario de un revisor de este trabajo, que apunta a una posible actuación del sistema de reinserción, seguramente a través de alguna institución religiosa. Estas habrían mediado en otras causas similares, en las que se negociaba la conmutación de la pena a cambio de hacerse cargo del reo. Sin embargo, considero que el final de la ladrona de ficción, Isabel, no deja adivinar las causas de la dilatación de la pena y que, antes bien, se pone el acento en la alegría del público por su final (casi) feliz.