«La bruja de San Miguel»: motivos y recursos de la tradición oral en cuatro testimonios inquisitoriales

«The witch of San Miguel»: motifs and resources of the oral tradition in four inquisitorial testimonies

Diana Catalina Escutia Barrios

(Seminario Internacional de Estudios sobre Literaturas y Oralidades, SIELO)

diana.escutia.1989@gmail.com

https://orcid.org/0000-0003-1104-0561

RESUMEN: En este estudio se destaca cómo los testimonios en contra de María Guadalupe, la bruja de San Miguel (Guanajuato, Méx.), están impregnados de recursos de la tradición oral. Estos relatos, construidos a partir de un estilo discursivo indirecto, permiten que los denunciantes den voz a otros personajes, enriqueciendo la narrativa y reflejando el acervo cultural compartido por la comunidad. La denuncia de Joseph Molina, por ejemplo, ilustra cómo las acusaciones de brujería no solo se basan en hechos, sino que también están cargadas de significados culturales y sociales. Los relatos se convierten en un vehículo para expresar miedos, deseos y rivalidades, revelando la complejidad de las interacciones sociales en la Nueva España. Además, se observa que los elementos narrativos, como mitos y leyendas, se integran en las historias, legitimando las acciones de la Inquisición y reflejando la percepción de la realidad de la comunidad. Así, la oralidad no solo actúa como un medio de transmisión de conocimiento, sino que también contribuye a la construcción de identidades colectivas y a la memoria cultural de la época.

PALABRAS CLAVE: Brujería, Tradición oral, Inquisición de la Nueva España, Oralidad.

ABSTRACT: This study highlights how the testimonies against María Guadalupe, the witch of San Miguel (Guanajuato, Mexico), are impregnated with resources from the oral tradition. These stories, constructed from an indirect discursive style, allow the complainants to give voice to other characters, enriching the narrative and reflecting the cultural heritage shared by the community. Joseph Molina's denunciation, for example, illustrates how accusations of witchcraft are not only based on facts, but are also loaded with cultural and social meanings. The stories become a vehicle for expressing fears, desires and rivalries, revealing the complexity of social interactions in New Spain. In addition, it is observed that narrative elements, such as myths and legends, are integrated into the stories, legitimizing the actions of the Inquisition and reflecting the community's perception of reality. Thus, orality not only acts as a means of transmitting knowledge, but also contributes to the construction of collective identities and the cultural memory of the time.

KEYWORDS: Witchcraft, Oral tradition, Inquisition of New Spain, Orality.

1. Introducción

El estudio de los expedientes inquisitoriales permite entender, desde varias perspectivas, no solo a la institución que dictaba ciertas pautas sociales, sino que también ofrece un aspecto de la realidad de los denunciantes, de su visión de mundo, sus miedos, deseos e intereses, algunos de los cuales aún perviven en ciertas comunidades. El Santo Oficio en la Nueva España, como institución, tenía un papel fundamental en la regulación de la moralidad y la conducta de la sociedad. Su objetivo era mantener la ortodoxia religiosa y, al mismo tiempo, controlar las prácticas que se consideraban desviadas o peligrosas. Sin embargo, los procesos inquisitoriales revelan que la realidad de los denunciantes era mucho más compleja. Estos documentos dejan vislumbrar un mundo en el que las creencias en la brujería, la hechicería y lo mágico eran comunes, y donde las acusaciones podían surgir de rivalidades personales, miedos colectivos o incluso de la búsqueda de justicia social.

Los relatos contenidos en algunos testimonios que componen los archivos inquisitoriales son, asimismo, un reflejo de la literatura de tradición oral que podía circular en la comunicación de la época. A menudo, las denuncias podían contener relatos que se construían a partir de un estilo discursivo indirecto, en el que los denunciantes daban voz a otros personajes en sus historias. Este rasgo de lo oral, —en la acepción ofrecida por Aurelio González (1995: 145) que lo define como “una forma específica de creación literaria y de cultura”— además de enriquecer el texto, también permite entender cómo las narrativas se transmitían y se transformaban en la comunidad. La oralidad, en este contexto, se convierte en un recurso interesante para el estudio de la construcción de la identidad y la memoria colectiva. Los denunciantes, al contar sus experiencias, informan sobre los hechos e igualmente evocan un acervo cultural compartido que refleja las creencias y valores de su comunidad. A partir del análisis de los textos inquisitoriales es posible acercarse al encuentro entre la oralidad y la escritura que se manifiesta en los testimonios de los declarantes; respecto de estos rasgos de oralidad interesa, para esta propuesta, el análisis de los recursos propios de la literatura de tradición oral presentes en el discurso de quienes testificaron en el expediente que nos ocupa, que dan cuenta del acervo tradicional compartido por la comunidad en la que se desarrolló el proceso inquisitorial, en este caso, la jurisdicción de San Felipe, en el actual estado de Guanajuato, México.

La figura de la bruja ha sido un elemento recurrente en la narrativa cultural de diversas sociedades a lo largo de la historia, símbolo tanto del miedo a lo desconocido como de la transgresión de las normas sociales y religiosas. El caso de María Guadalupe, llamada para este trabajo «La bruja de San Miguel», se erige como un ejemplo paradigmático de cómo las creencias populares y los testimonios orales se entrelazan con las estructuras de poder de la época novohispana del siglo xviii, revelando las tensiones entre la fe, la superstición y la justicia.

Este estudio se centra en el análisis de cuatro testimonios inquisitoriales que rodean la figura de María Guadalupe, quien fue acusada de realizar actos de hechicería que supuestamente causaron daño a sus vecinos. A través de los relatos contenidos en las testificaciones de denunciantes como Joseph Molina y su sirviente Joseph Rosales, se desentrañan las acusaciones específicas y los motivos subyacentes que impulsaron estas denuncias, a saber: la búsqueda de un tesoro enterrado, la rivalidad social y la manipulación de creencias populares se entrelazan en un texto que refleja las complejidades de la vida cotidiana en una sociedad marcada por la desigualdad y el miedo a la magia, a la hechicería y a la brujería. El análisis de estos testimonios permite entrever cómo la tradición oral y los recursos narrativos se utilizan para construir la imagen de la bruja, así como para justificar la persecución de aquellos que eran considerados como amenazas a la moralidad y el orden social. Al examinar los elementos intersticiales de estas narraciones, se revela un panorama más amplio de la cultura popular de la época.

2. La función social de la denuncia en la Nueva España

La Inquisición en la Nueva España, establecida en 1571, desempeñó un papel fundamental y multifacético en la regulación de la moral y la conducta de la sociedad colonial. A partir su creación, la Inquisición se erigió como un guardián de la moral pública. Su labor no se limitaba a la persecución de la herejía, que era considerada la infracción más grave contra la fe, sino que también abarcaba una amplia gama de delitos menores que podían amenazar la cohesión social y la integridad de la comunidad católica. Entre estos delitos se encontraban la blasfemia, el reniego y las prácticas consideradas supersticiosas. La Inquisición veía en estas acciones una falta de respeto hacia la religión y un potencial deslizamiento hacia la anarquía moral que podría desestabilizar la sociedad. Así, cualquier desviación de la norma religiosa podía ser objeto de investigación y castigo, lo que fomentaba un ambiente de autocensura y vigilancia entre los individuos.

La regulación de la moralidad pública se traducía en un enfoque meticuloso sobre la vida cotidiana de los novohispanos. La Inquisición actuaba como un tribunal que juzgaba a los acusados al tiempo que promovía un clima de temor y desconfianza, donde los ciudadanos eran incentivados a vigilarse mutuamente. Este sistema de control social se basaba en la idea de que la fe y la moral eran pilares fundamentales para la estabilidad de la sociedad, y cualquier amenaza a estos principios debía ser erradicada (Alberro, 1988: 128). Además de su papel en la moralidad religiosa, la Inquisición también se ocupaba de la regulación de la conducta social en un sentido más amplio. Esto incluía la vigilancia de las relaciones interpersonales y la moral sexual. La Inquisición perseguía con rigor delitos como la poligamia y la solicitación, considerando que tales prácticas eran inmorales y socavaban la estructura familiar, vista como la base de la sociedad. La Iglesia católica promovía un modelo de familia nuclear y monogámica, y cualquier desorientación de este modelo podía significar una amenaza a la cohesión social (Torre Villar, 2000: 67).

La Inquisición, por lo tanto, se convirtió en un medio para asegurar la conformidad con las normas establecidas por la Iglesia. Su intervención en la vida social buscaba castigar a los transgresores y educar a la población sobre las expectativas morales y religiosas que debían seguir. Este proceso de supervisión y regulación se extendía a todos los estratos de la sociedad, con impacto tanto en los indígenas recién evangelizados como en los colonos españoles. La Nueva España era un territorio en el que coexistían diversas creencias y prácticas, y la Inquisición se erigía como un baluarte contra la disidencia y la heterodoxia. Su labor era vista como esencial para la cohesión de un imperio que, en su vastedad, enfrentaba desafíos constantes a su autoridad y unidad (Alberro, 1988: 586).

La Inquisición utilizó diversos métodos para mantener el control social y religioso en la Nueva España, la delación fue uno de los más prominentes. Este sistema incentivaba a los miembros de la comunidad a denunciar a aquellos que consideraban sospechosos de prácticas heréticas o inmorales. La delación, por supuesto, facilitaba la identificación de transgresores, mientras creaba un ambiente de desconfianza y miedo entre los habitantes. Este clima de vigilancia mutua fomentaba la autocensura, ya que las personas temían ser acusadas por sus vecinos, lo que contribuía a la regulación social y a la conformidad con las normas establecidas por la Iglesia (Alberro, 1988: 128).

El miedo a la Inquisición y sus represalias tuvo un efecto profundo en la cultura de la época; las personas se volvían reacias a expresar opiniones que pudieran ser consideradas contrarias a la ortodoxia religiosa, lo que limitaba la libertad de pensamiento y la diversidad cultural. Este clima de temor afectaba a los individuos e influía en las dinámicas comunitarias, donde la vigilancia mutua se convertía en una norma. La función social de la denuncia en la Nueva España fue multifacética y desempeñó un papel crucial en la dinámica de control social y regulación de comportamientos dentro de la sociedad colonial. De tal suerte que la denuncia se convirtió, asimismo, en un mecanismo a través del cual los individuos podían manifestar su lealtad a la ortodoxia católica y, al mismo tiempo, reafirmar su posición social. Las denuncias eran un medio para reportar prácticas consideradas heréticas o desviadas y también servían como una herramienta para la cohesión social, donde los miembros de la comunidad se sentían obligados a actuar en defensa de los valores y normas impuestas por la autoridad religiosa.

El proceso de investigación y juicio llevado a cabo por la Inquisición era otro método clave en su funcionamiento. Los inquisidores tenían la autoridad para indagar sobre los delitos, lo que incluía la recopilación de testimonios y la evaluación de pruebas. Este proceso judicial frecuentemente era opaco, lo que significaba que los acusados no necesariamente tenían acceso a toda la información que se presentaba en su contra. Las condenas podían basarse en evidencias circunstanciales o en testimonios de delatores, lo que generaba un sistema en el que la verdad era, en muchas ocasiones, distorsionada. La falta de transparencia en los procedimientos judiciales contribuía a la percepción de la Inquisición como una entidad temida y respetada, capaz de decidir sobre la vida y la muerte de los acusados.

Las penas impuestas por la Inquisición variaban considerablemente, desde multas y penitencias hasta la prisión y, en casos extremos, la ejecución. Este enfoque punitivo buscaba castigar a los transgresores al mismo tiempo que quería ser ejemplarizante y, además, tenía un componente de rehabilitación. La Inquisición pretendía llevar a los acusados de vuelta a la ortodoxia católica, lo que implicaba un proceso de arrepentimiento y reintegración en la comunidad. Sin embargo, la severidad de las penas y la naturaleza del castigo generaban un efecto disuasorio, reforzando el control social y la conformidad con las normas religiosas.

Al imponer un conjunto de normas y valores que todos debían seguir, la Inquisición fomentó un sentido de unidad en torno a la fe católica. Este proceso de unificación, sin embargo, no estuvo exento de consecuencias negativas, ya que también generó divisiones y tensiones entre diferentes grupos sociales, como indígenas, mestizos, mulatos, afrodescendientes, españoles... La imposición de una única visión religiosa y moral llevó a la marginalización de aquellos que no se ajustaban a los estándares establecidos, creando un ambiente de exclusión y conflicto. La Inquisición, pues, se convirtió en un instrumento de control social que, aunque buscaba la cohesión, también profundizaba las divisiones existentes en la sociedad novohispana (Torre Villar, 2000: 67).

La denuncia en la Nueva España también reflejaba las tensiones sociales y las jerarquías existentes. Los denunciantes, en general, pertenecían a grupos que buscaban consolidar su poder o mejorar su estatus social, utilizando la denuncia como un medio para deshacerse de rivales o para ganar favor ante las autoridades. Este uso estratégico de la denuncia podía llevar a la creación de un ambiente en el que las relaciones interpersonales se veían afectadas por la posibilidad de ser denunciado. Las personas podían verse obligadas a actuar con cautela, limitando su libertad de expresión y su capacidad para interactuar abiertamente con otros. Así, la denuncia se convirtió en un instrumento que servía a la Inquisición, al tiempo que reflejaba y exacerbaba las divisiones sociales y las luchas de poder dentro de la sociedad novohispana (Alberro, 1988: 206).

La denuncia también tenía un componente de justicia social, ya que permitía a los individuos expresar sus preocupaciones sobre comportamientos que consideraban inmorales o peligrosos para la comunidad. En este sentido, la denuncia podía ser vista como un acto de defensa de la colectividad, donde los individuos se sentían obligados a proteger a sus vecinos de prácticas que podrían amenazar la cohesión social. Sin embargo, este aspecto positivo de la denuncia se veía empañado por el uso abusivo de este mecanismo, donde las acusaciones podían basarse en rencores personales o malentendidos, llevando a consecuencias devastadoras para los acusados. Así, la función social de la denuncia en la Nueva España era compleja, ya que, aunque podía servir para mantener el orden y la moralidad, también podía ser un vehículo para la injusticia y la opresión (Alberro, 1988: 586).

3. Rasgos de la oralidad en los documentos inquisitoriales

Los testimonios recogidos en los archivos inquisitoriales de la Nueva España, además, son una muestra de la tradición oral que circulaba en la comunicación de la época. Los documentos que contienen estos testimonios, aunque manuscritos, funcionan como un medio para capturar y preservar discursos que originalmente fueron expresados de manera oral, tal como se hace actualmente; así, los relatos de los acusados y testigos incluyen elementos narrativos que reflejan la estructura de la oralidad, como la repetición de frases y la inclusión de anécdotas que enriquecían la narración, y en ellos son rastreables recursos de la literatura de tradición oral, como se verá más adelante.

En la transcripción de estos testimonios los funcionarios actúan como intermediarios entre el hablante y el registro escrito, lo que significa que la esencia del discurso oral puede ser alterada o reinterpretada en el proceso de escritura. Tener esto presente es crucial, ya que la oralidad no solo se limita a la transmisión de información, sino que también incluye aspectos emocionales y contextuales que pueden influir en la interpretación del testimonio. De tal suerte que un testigo podría enfatizar ciertos detalles de su historia para apelar a la empatía del oyente, algo susceptible a perderse en la transcripción escrita.

Asimismo, la oralidad en estos testimonios se manifiesta en las estructuras narrativas, que, en este tipo de archivos, frecuentemente incluyen elementos característicos de la tradición oral, como el uso de fórmulas y un estilo que busca captar la atención del oyente. Este tipo de comunicación, hasta la fecha, es más accesible para la población en general y permite una mayor flexibilidad en la transmisión de información. Así, un testigo podría adaptar su delación según la reacción de los servidores eclesiásticos, lo que demuestra cómo la interacción oral influía en el contenido y la forma del testimonio (Cortés, 2004: 80).

En los testimonios recogidos en los archivos inquisitoriales de la Nueva España es posible observar estructuras narrativas que incluyen elementos característicos de la oralidad, como la repetición y el uso de fórmulas, que son técnicas utilizadas para facilitar la memorización y la transmisión de textos de tradición oral. La repetición refuerza la información presentada y crea un ritmo que capta la atención del oyente, haciendo que el relato sea más envolvente y memorable (Ong, 1997: 36-80). Dicho estilo narrativo busca mantener el interés del público, lo cual es fundamental en un contexto donde la mayoría de los deponentes carecían de habilidades de escritura, pero no de un uso efectivo del lenguaje [o de la oralidad]. La flexibilidad en la transmisión de información que ofrecía la oralidad era crucial, ya que los textos podían adaptarse y modificarse según el contexto y el público presente, lo que demuestra cómo la interacción oral influía en el contenido y la forma del testimonio. Al analizar estos testimonios, se puede obtener una visión más profunda de cómo las comunidades novohispanas entendían su mundo, sus valores y sus interacciones sociales.

Los testimonios también funcionan como un vehículo para la expresión cultural y social de la comunidad. Los deponentes, al narrar sus experiencias, comunican información sobre eventos específicos y transmiten un sentido de identidad cultural y colectiva. Esto se evidencia en la incorporación de elementos de la tradición oral, como mitos, leyendas y creencias populares, que son fundamentales para la vida cotidiana de las comunidades. Así, los testimonios se convierten en un espacio donde se entrelazan la memoria colectiva y la historia personal, permitiendo que las voces de la comunidad resuenen a través del tiempo (Cortés, 2004: 80).

Los archivos inquisitoriales, por lo tanto, no son meramente un registro de acusaciones y defensas; también representan un testimonio de la cultura oral que predomina en la sociedad de cada época, para la que la comunicación verbal es fundamental para la interacción social y la transmisión de conocimiento. Los textos de tradición oral permiten que las voces de los individuos tengan lugar en un sistema que, muchas veces, buscaba silenciarlas. La oralidad se convierte, así, en un medio poderoso para la expresión cultural y la construcción de identidades colectivas. Además, la flexibilidad de la oralidad permite que los relatos se adapten a las circunstancias del momento. Este proceso comunicativo enriquece el discurso, haciendo que cada declaración sea única y contextualizada.

Estos testimonios en los archivos inquisitoriales, entre otras cosas, son un reflejo de la tradición oral de la época que, así como capturan la información sobre delitos y herejías, también manifiestan la rica tradición cultural de una sociedad que, en gran medida, dependía de la comunicación verbal para su cohesión y funcionamiento. Estos documentos, por lo tanto, ofrecen una posibilidad, también, de observar el devenir de algunos recursos de la literatura de tradición oral.

4. La bruja en la tradición oral

La figura de la bruja en diversas tradiciones orales ha sido uno de los elementos centrales en las narrativas populares, en el que se muestra una amalgama de creencias, temores y fascinaciones. En general, las brujas son descritas como mujeres con habilidades sobrenaturales, capaces de transformarse en animales o en seres luminosos. Esta habilidad de metamorfosis es un motivo1 recurrente en las leyendas y simboliza tanto el poder como la vulnerabilidad de las mujeres en contextos históricos y sociales específicos. La transformación en animales, como lechuzas o tecolotes, se asocia con la idea de que las brujas pueden moverse entre mundos, lo que les otorga un estatus especial en la comunidad (Álvarez, 2014: 50, 51).

La percepción social de las brujas es compleja y dual. Por un lado, son temidas por su supuesta capacidad de causar daño, enfermedad o desgracia. Por otro lado, son veneradas por su conocimiento sobre hierbas y remedios, lo que las convierte en figuras de curación y sabiduría. Esta ambivalencia refleja las tensiones en la sociedad hacia las mujeres que desafían las normas establecidas. En muchas narraciones, las brujas son presentadas como guardianas de secretos ancestrales, lo que les otorga un papel crucial en la transmisión de conocimientos y tradiciones dentro de sus comunidades. Es necesario, en este punto, hacer mención de las distinciones entre bruja y hechicera que propone Cecilia López Ridaura: «distinguiremos a la bruja por el hecho de que, además de practicar la hechicería, realiza actos ajenos a estas, en particular el vuelo y la asistencia al aquelarre [...] puede haber brujas que no son hechiceras, que no preparan pócimas ni provocan maleficios, y hechiceras que no son brujas y no tienen nada que ver con el Demonio» (2015: 52); sin embargo, hay que tener presente que la mayoría de los informantes de muchos textos recogidos de la tradición oral y de los expedientes inquisitoriales utilizaban indistintamente los términos bruja y hechicera; incluso, esta amalgama entre ambas figuras ha trascendido a algunos estudios de tradición oral.

En la tradición oral, las brujas también representan la conexión con la naturaleza y lo sobrenatural. Su relación con el entorno natural les otorga un poder especial, ya que son vistas como mediadoras entre el mundo humano y el espiritual. Esta conexión se manifiesta en textos donde las brujas utilizan elementos de la naturaleza para llevar a cabo sus prácticas, lo que refuerza su imagen como figuras sabias y poderosas. Así, la bruja se convierte en un vínculo entre lo cotidiano y lo mágico, enriqueciendo las narrativas populares con su presencia. Su profundo conocimiento sobre hierbas, plantas medicinales y remedios naturales las convierte en personajes de respeto dentro de sus comunidades. En muchos relatos, las brujas utilizan elementos de la naturaleza, como hierbas, raíces y otros recursos para llevar a cabo sus prácticas mágicas. En este sentido, la bruja se convierte en un símbolo de la interdependencia entre los seres humanos y su entorno, destacando la importancia de la naturaleza en la vida cotidiana. Sin embargo, esta misma sabiduría genera desconfianza, ya que su capacidad para curar puede ser interpretada como un poder peligroso. Esta ambivalencia se refleja en textos de tradición oral en los que las brujas son acusadas de causar malestar o enfermedad, lo que pone de manifiesto los temores de la comunidad hacia lo desconocido y lo que no comprenden.

La capacidad de las brujas para interactuar con el mundo natural se manifiesta en diversas narrativas donde se les atribuyen habilidades curativas y de transformación. Por ejemplo, se cuenta que pueden invocar fuerzas de la naturaleza o comunicarse con espíritus, lo que las convierte en figuras de gran respeto y temor. Esta dualidad en su representación, como sanadoras y como agentes de lo sobrenatural, enriquece las narrativas populares, permitiendo que las brujas sean vistas como puentes entre lo cotidiano y lo mágico. Así, su presencia en las historias añade un elemento de misterio y también refleja la importancia de la naturaleza en la vida de las comunidades (Álvarez, 2014: 50, 51).

Además, la conexión de las brujas con la naturaleza se traduce en una comprensión más profunda de los ciclos de la vida y la muerte. En muchas culturas, las brujas son vistas como figuras que poseen un conocimiento especial sobre los ritmos naturales, por lo que son capaces de trabajar con las energías de la tierra y los elementos. Esta sabiduría se manifiesta en textos de tradición oral donde las brujas tienen la facultad de predecir eventos naturales o de influir en las cosechas, lo que las convierte en personajes esenciales para la supervivencia de la comunidad. Así, su papel trasciende el ámbito de lo sobrenatural, integrándose en la vida cotidiana de las personas.

La bruja, al ser una conexión entre lo humano y lo espiritual, también refleja la búsqueda de equilibrio en la relación con la naturaleza. En las narrativas orales, se enfatiza la importancia de respetar y entender el entorno natural, lo que se traduce en una crítica a la desconexión que se observa en las sociedades modernas. Las brujas, al ser representadas como guardianas de este conocimiento, invitan a la reflexión sobre la necesidad de reconectar con la tierra y sus ciclos.

Las historias de brujas también destacan la capacidad de estas para actuar de manera independiente, lo que contrasta con los roles tradicionales asignados a las mujeres. En estas narrativas, las brujas no son meras víctimas de la persecución, sino que son agentes de cambio que utilizan su sabiduría y habilidades para desafiar a quienes intentan controlarlas. Este aspecto de la bruja se convierte en un símbolo de la resistencia femenina, donde en cada relato puede haber un acto de reivindicación de la autonomía y el poder personal. Además, la bruja representa la conexión entre lo sagrado y lo profano, lo que le otorga un estatus especial en la cultura popular.

5. «La bruja de San Miguel». Corpus

El expediente que aquí se revisa está compuesto por setenta y nueve folios que documentan el proceso llevado en contra de María Guadalupe y María Isabel, en la Villa de San Miguel el Grande (en el actual estado de Guanajuato, México), entre el 21 de agosto de 1760 y el 6 abril de 1769, por hechicería2. Cabe señalar que, a pesar de que el primer folio del expediente indica que se trata de «El Señor Inquisidor Fiscal del Santo Oficio de México contra María Guadalupe, mulata, y María Isavel. Por maléficas» (f. 1r), lo cierto es que, aunque esta última sí aparece en las denuncias, en realidad el proceso se enfocó solo en la primera acusada.

Este caso es largo y se compone por cuatro declaraciones hechas en 1760, nueve declaraciones y siete ratificaciones fechadas en 1767 más varios documentos que abarcan los nueve años que duró el proceso; entre los cuales, se encuentran cartas dirigidas al Santo Tribunal y a los inquisidores, anotaciones al margen, observaciones del notario, los análisis de los Padres calificadores, la calificación de los hechos, mandamiento de embargo, copia de la partida de defunción de la acusada María Guadalupe, un muñeco que supuestamente era utilizado por la acusada para realizar maleficios, entre otros.

Para el estudio que aquí se propone, se retoman las primeras cuatro declaraciones que corresponden a los principales involucrados en el caso; se seleccionaron estas testificaciones debido a que en ellas se encuentran historias que, a su vez, contienen recursos y motivos de la tradición oral. Dichos declarantes son: Joseph Molina, primer denunciante en contra de María Guadalupe, a quien señala, entre otras cosas, de enfermarlo por medio de un muñeco que lo representaba, también la acusa de tener bajo encantamiento un dinero que estaba enterrado en el cerro de la Pasagalana, que el denunciante estaba buscando; además, indica que María Guadalupe intentó matarlo a él y a fray Bernardino Labiano. La segunda declarante es María de Jesús, hija de la acusada María Guadalupe, quien se autodenuncia por haber bebido peyote y sentirse «como en el aire» (f. 6v), y denuncia a su madre de tener encantado un dinero que está enterrado en una cueva, de hacer uso de muñecos para dañar a las personas; también acusa a su madre de que, junto con otras mujeres, hace rituales para desaparecer y convertirse en luces en el cerro, y que estas han intentado matar a fray Bernardino y al señor Molina. El tercer testimonio es de Joseph Antonio Pichardo, quien se autodenuncia por haber bebido peonía3 «con modos diabólicos» (f. 8v) y de haber invocado al demonio dos veces cuando estuvo encerrado; a María Guadalupe la acusa de aparecerse de manera inexplicable después de hacer dicha invocación, de sacarlo misteriosamente de su celda, de tener encantado el cerro, de usar muñecos para dañar a la gente y de intentar matar al señor Molina. El cuarto testimonio corresponde a la acusada, María Guadalupe, quien se autodenuncia por tener malas amistades, beber peyote y sentir que volaba; también cuenta que vio al demonio en cuatro ocasiones, que intentó chupar a un bebé, que ella y otras mujeres adoran al maligno, además de corroborar y abundar en los hechos que los otros denunciantes refieren.

Estos testimonios contienen recursos que proceden de la tradición oral y los testificantes conforman sus relatos a partir del imaginario que poseían; así, se busca reflexionar acerca de la configuración de la imagen de la bruja a partir de la identificación de los recursos y motivos de este tipo de textos que en los testimonios dejan dilucidar estos denunciantes, y cómo es que permanecen en la tradición oral contemporánea de algunas zonas de México, visibles en las recolecciones de campo que se han realizado en las últimas décadas.

6. Temas y motivos de la tradición oral en el testimonio inquisitorial

El caso en contra de María Guadalupe comienza el 21 de agosto de 1760 con la denuncia de Joseph Molina, «de treinta y siete años de edad, mestiso, viudo, administrador de la hacienda de San Antonio de el Blanquillo en la jurisdición de la villa de San Phelipe» (f. 4r), cuya historia está construida por completo a partir del uso del estilo discursivo indirecto desde el cual el declarante da voz a quienes intervienen en su historia. El testimonio indica que el denunciante ha ido de manera voluntaria «movido de la repugnancia y golpe que le han echo las cosas que ha sabido, y por descargo de su conciencia» (f. 4r); sin embargo, se sabe que en estos documentos ese tipo de frases eran más bien de tipo protocolario, pues la finalidad era no atentar contra la veracidad del delator.

A continuación, en el expediente se presenta un relato detallado sobre cómo Joseph Molina llegó a tener conocimiento de la existencia de una suma de dinero enterrada en el cerro de la Pasagalana. Según se indica, Molina decidió enviar a su sirviente, Joseph Rosales, quien más adelante será mencionado con diferentes nombres, como Joseph Antonio Pichardo, Joseph Rosales Pichardo o simplemente Joseph Pichardo o Rosales. Este sirviente, descrito como un mulato de veintiocho años, fue encargado de la tarea de buscar dicho dinero.

El motivo detrás de esta denuncia se centra en la búsqueda del tesoro enterrado que se convierte en el principal impulsor de las acciones de Molina. A medida que avanza en su búsqueda, Molina toma la decisión de llevar a vivir a su hogar a María de Jesús, quien es la hija de María Guadalupe, la acusada. Esta joven, en su declaración, afirma tener conocimiento sobre la ubicación exacta del dinero, ya que su madre, María Guadalupe, le había mostrado el lugar donde se encontraba enterrado.

Además de esto, María de Jesús revela un aspecto inquietante: menciona que la enfermedad que afecta a Molina no es simplemente una dolencia física, sino que, según su creencia, es el resultado de un hechizo que le ha sido lanzado por su madre, María Guadalupe. Esta revelación sugiere que las tensiones y conflictos entre los personajes no solo giran en torno a la búsqueda del tesoro, sino que también están impregnados de elementos de magia y superstición que caracterizan la narrativa oral de la época.

Hasta este punto, se puede observar que el contenido intersticial de la narración de este deponente tiene el potencial de desvelar las razones que lo llevaron a tomar la decisión de presentar una denuncia formal. Es bastante probable que la verdadera molestia que experimentaba este hombre se originara en el hecho de que, en primer lugar, se sintió profundamente burlado y engañado tanto por su sirviente, Rosales, como por María de Jesús, quienes, de manera deliberada, le ocultaban el paradero del dinero que él tanto anhelaba y deseaba encontrar. Esta situación de engaño y frustración pudo haber alimentado su resentimiento hacia ellos.

Como señala Santiago Cortés en su texto titulado «Oralidad y escritura en los archivos inquisitoriales novohispanos: proceso contra el hombre que se volvió toro», el concepto de información intersticial se refiere a aquella información que el declarante proporciona de manera espontánea, sin que se le haya solicitado específicamente (Cortés, 2004: 79-90). Este tipo de información puede ofrecer una visión más profunda y matizada de las motivaciones y emociones que subyacen a las denuncias en este expediente, permitiendo así una mejor comprensión de las dinámicas sociales y personales que estaban en juego en las interacciones entre las personas involucradas.

Es importante considerar entonces que, independientemente de si Molina realmente creía o no en la capacidad de María Guadalupe para ocultar el dinero a través de algún tipo de encantamiento o magia, es evidente que esta mujer ejercía una influencia considerable sobre Rosales y María de Jesús. Este dominio fue tan significativo que, en consecuencia, llevó a ambos a desobedecer y no cumplir con las instrucciones que Molina les había indicado en relación con la búsqueda del tesoro.

Con el paso del tiempo y a medida que este denunciante comenzó a recibir información negativa y desfavorable sobre María Guadalupe es muy probable que decidiera utilizar esos datos como un medio para llevar a cabo un acto de venganza. Esta venganza podría haber sido motivada por su frustración y enojo por no haber logrado encontrar el dinero que tanto quería. Esta teoría sobre sus motivaciones podría no ser del todo errónea, especialmente si se tiene en cuenta que, en numerosas ocasiones, las denuncias que se presentaban bajo este contexto estaban impulsadas por el enojo de haber recibido un mal trabajo de tipo mágico o por la creencia de ser víctimas de un hechizo maligno (Caro Baroja, 1992: 33).

En la denuncia presentada por María de Jesús, el motivo relacionado con el tesoro enterrado también se manifiesta, aunque con una variante interesante. Ella explica que su madre, Guadalupe, la llevó en una ocasión durante la noche a una cueva con el propósito de que pudiera observar la gran cantidad de dinero que, según su madre, se encontraba enterrado en ese lugar. De esta manera, el motivo que se presenta en esta historia es el del tesoro oculto en una cueva, y se desarrolla de una manera que difiere notablemente de la narración que hizo Molina.

La cueva como espacio mágico ha sido un elemento recurrente en la literatura oral y la cosmovisión de diversas culturas a lo largo de la historia. Este fenómeno se manifiesta en la forma en que las cuevas son percibidas como formaciones geológicas y como lugares sagrados que conectan el mundo físico con el mundo espiritual. En muchas tradiciones, las cuevas son vistas como umbrales entre lo conocido y lo desconocido, lo humano y lo divino, lo material y lo inmaterial. Este simbolismo se encuentra presente en las narrativas de los pueblos amerindios, por ejemplo, donde las cuevas son consideradas espacios de poder, refugio y transformación.

Según la tradición oral de diferentes comunidades, la magia de las cuevas también se manifiesta en su capacidad para albergar tesoros y riquezas ocultas. En muchos textos de tradición oral, las cuevas son descritas como lugares donde se encuentran objetos de gran valor, ya sean materiales o espirituales. Esta idea de las cuevas como guardianes de tesoros se refleja en las narrativas de cazadores y exploradores que han buscado en ellas recursos naturales y también conocimientos ancestrales y poderes ocultos (Perera, 1991: 620). Existen innumerables textos de tradición oral en los cuales las cuevas son representadas como espacios mágicos y sagrados, donde se ocultan objetos de valor, conocimientos ancestrales y secretos de la creación.

También, existe la percepción de las cuevas como lugares donde se esconden riquezas, ya sean minerales, objetos sagrados o conocimientos, y resalta su papel fundamental en la literatura y la cosmovisión de los pueblos. Las cuevas, por lo tanto, son más que simples formaciones geológicas; para las comunidades son espacios cargados de significado, donde lo material y lo espiritual coexisten, y donde se preservan las historias y tradiciones de las comunidades. Este simbolismo de las cuevas como guardianes de tesoros continúa resonando en la cultura popular y en la memoria colectiva, recordándonos la riqueza de las tradiciones orales y la importancia de los espacios sagrados en la vida de los pueblos (Perera, 1991: 629).

La persistencia de las tradiciones relacionadas con las cuevas en las comunidades sugiere que estos espacios mágicos continúan desempeñando un papel vital en la identidad cultural y espiritual de los pueblos. A pesar de los cambios y desafíos que enfrentan, la conexión con las cuevas y su simbolismo perdura, reflejando una resistencia cultural y un deseo de mantener vivas las historias y creencias que han sido transmitidas de generación en generación.

En la historia de María de Jesús, en el expediente que nos ocupa, la denunciante describe que, al llegar al sitio donde supuestamente estaba el dinero, ocurrió algo extraordinario: la tierra se abrió ante sus ojos, y en ese momento, ella pudo observar que «aparecían unas luces muy lindas» (f. 6v). Esta conexión entre las luces y la fortuna en la búsqueda de tesoros añade una capa adicional de significado a la experiencia de María de Jesús y su relato sobre el tesoro oculto.

Respecto del motivo de la luz que señala dinero, Samia Badillo Gámez (2014: 225), en 2012, recogió un texto narrado por Eufrosina Barrales, de cincuenta y siete años, ama de casa, habitante de Huatlatlauca, Puebla, quien contó que «entonces estaba un mezquitito, dicen que seguido veían una lucecita, que ese dinero era encantado, entonces ese dinero lo sacó ella, la mamá de mi tía Blanca. Entonces, ¿no sé si haya ido con doña Male? En la casa ve que estaba una sala primero, y luego hay otra pieza grande, dicen que mi tía fue al amate, dicen, no sé si sea verdad o no, dicen que sacó dinero y ya fue donde se construyó todo». Igualmente, Adriana Guillén Ortiz recogió, en 2014, en Xalapa, Veracruz, una historia narrada por Isabel Martínez, de cincuenta y seis años, secretaria jubilada, quien contó que:

En la casa de Centenario dicen que había dinero enterrado o que hay dinero enterrado. Que de hecho está entre la cocina y la recámara que era de Cris [hermana de la informante], porque ahí se ve una luz, una lucecita roja, como si fuera un foquito, ahí se veía. Entonces había una sombra que caminaba, de la cocina hacia la sala, y llegaba a la puerta y ahí se desaparecía» (2016: 248).

Estas luces, que emergen cerca de la superficie del suelo, son conocidas en diversas tradiciones como fuegos fatuos. En varias culturas, se cree que la aparición de estas luces es un indicativo de que en ese lugar se esconde algún tesoro enterrado. Por ejemplo, en Honduras, existe una creencia popular en la que «Varia gente dice que ven luces así. Pero es de algún entierro que hay. Eso se ve de noche. Dicen que son unas lucitas que suben, bien verdecitas, bajan y vuelve a subir. Vaya, lo que le quiero contar es que dicen que el que mira esa luz es suerte. Es suerte […] que mire esa luz entonces lo que hacen es ir a ponerle una señita donde está la luz, y después lo van a sacar» (Martínez Reyes, 2019: 0201n). Esta tradición sugiere que aquellos que logran ver estas luces tienen una suerte especial.

En el expediente inquisitorial que nos ocupa, la narración proporcionada por María de Jesús continúa desarrollándose al explicar que, en el momento en que se enteró de que el señor Molina estaba en la búsqueda del dinero que se creía enterrado, decidió acercarse a él con la intención de ofrecerle alguna información. Sin embargo, a pesar de su deseo de ayudar, se encontró en una situación complicada, ya que no pudo comunicarle nada relevante ni tampoco logró localizar la entrada de la cueva donde supuestamente se encontraba el tesoro. Esta incapacidad para actuar se debió, según la declarante, a los poderosos hechizos que su madre, María Guadalupe, había lanzado, lo que complicó aún más su situación.

En la declaración de Joseph Antonio Pichardo, quien también es conocido como Joseph Rosales, se hace mención de que el dinero que tanto buscaban se hallaba, asimismo, en una cueva. El testimonio de Pichardo revela que, una vez que se enteró de la ubicación del dinero, se generó la complicidad con María Guadalupe. Este testificante menciona que «se puso en mal con esta muger [María Guadalupe]» (f. 8v), con lo que indica que hubo un pacto entre ellos para engañar a Molina. Además, señala que comenzaron a engañar al señor Molina respecto al lugar exacto donde estaba enterrado el dinero, lo que revela que había una intención de confundirlo y desviar su búsqueda.

Como resultado de esta situación, Joseph Molina, visiblemente frustrado y molesto por no haber podido encontrar el dinero que tanto deseaba, tomó la decisión de encarcelar a Pichardo durante un periodo de cinco meses. Este hecho es un claro indicativo de la gran irritación que sentía Molina, ya que su incapacidad para localizar el tesoro no solo le causó descontento, sino que también lo llevó a tomar medidas drásticas contra aquellos que consideraba responsables de su frustración. En su testificación, Pichardo, además, señala que era frecuentemente visitado por María Guadalupe y una ocasión, sin saber cómo

se halló en el cerro con la Guadalupe. Y pusieron entre los dos en la boca de la cueva –la que destapó dicha Guadalupe– y él metió un axolote vivo, y sobre él pusieron otra vez la piedra que havía levantado Guadalupe, quién en su cassa puso baxo de la tierra una tabla, y entre los dos enterraron en la dicha boca de la cueva un muñeco con lo que quedó aquel lugar, en su inteligencia, encantado para que en caso que los persiguiesen, no lograsen el dinero los perseguidores (f. 9r).

La versión contada por Pichardo incluye un elemento narrativo significativo que se refiere al motivo del tesoro que está custodiado por un objeto mágico. Este motivo no es exclusivo solo de esta historia, sino que se puede encontrar en diversas tradiciones culturales a lo largo del tiempo. Por ejemplo, en San Luis Potosí, México, la investigadora Lilia Álvarez, en su tesis de maestría, ha recopilado varias leyendas en las que este motivo aparece de manera prominente. Para Álvarez (2014: 38), la figura del guardián en la tradición oral «implica un devenir dialéctico de los relatos donde aparece, porque cada nuevo buscador del tesoro reactualiza la figura del guardián y del conjunto de los dos es que surgirá la motivación de nuevos buscadores y la continuidad de la tarea del guardián, de manera que las narraciones continúan actualizándose».

En la literatura de tradición oral, el guardián del tesoro es un personaje que manifiesta la compleja relación entre la avaricia y la generosidad. Este personaje que, frecuentemente y en ciertas regiones, se asocia con nobles de antaño o con individuos que han acumulado riqueza a lo largo de su vida, desempeña un papel crucial en las narraciones que giran en torno a la búsqueda de tesoros. En muchos textos de tradición oral, su función no se limita a la mera protección de un objeto valioso; más bien, se convierte en un símbolo de la moralidad y la ética que deben guiar a aquellos que se aventuran en la búsqueda de la fortuna.

El guardián del tesoro, en muchas de estas historias, se presenta como un ser que ha sido dotado de poderes sobrenaturales o que ha sido bendecido —o maldito— con una sabiduría ancestral. Su presencia en la narrativa oral resalta la importancia del tesoro en la cultura local y establece un vínculo moral con la comunidad. Así, por ejemplo, en Las Vigas de Ramírez, Veracruz, también circulan textos en los que se reconoce la figura del guardián del tesoro con el cual es necesario realizar un pacto para obtener las riquezas que están protegidas:

Y yo también he escuchado que en la parte de allá hay cuevas, como con tesoros, pero que están resguardados por, cómo podría yo decirlo, como por entes o fuerzas que son sobrenaturales, que piden a cambio algo que, serían en este caso, las almas para poderlos dárselos a ciertas personas. Igual de lado de acá del bordo también, creo que hay cuevas, y les atribuyen luego lo mismo; o sea, que están resguardadas por alguien que te pide el alma para poder entrar. Y no nomás es ahí, toda esta área4.

Este vínculo moral del texto de tradición oral con la comunidad en la que circula es fundamental, ya que el acceso a la riqueza que el tesoro representa está condicionado por la conducta ética de los buscadores o, bien, por sus habilidades para guardar el secreto de su ubicación o para obtenerlo, como sucede en otros relatos. En este sentido, el guardián actúa como un mediador entre el mundo material y el espiritual, recordando a los personajes que la riqueza no es un fin en sí mismo, sino un medio que también debe ser utilizado para el bien común.

La dualidad que encarna el guardián del tesoro se manifiesta en su comportamiento y en las pruebas que, en algunos casos, impone a los buscadores. Por un lado, puede ser visto como un obstáculo que protege el tesoro de aquellos que desean apoderarse de él por motivos egoístas. Por otro lado, también puede ofrecer oportunidades a quienes demuestran ser dignos de su confianza. Esta dinámica crea un espacio narrativo en el que se exploran temas como la avaricia, la generosidad, la justicia y la redención. Los buscadores que se acercan al tesoro con intenciones puras y un sentido de responsabilidad hacia su comunidad a menudo son recompensados, mientras que aquellos que actúan con egoísmo o deshonestidad enfrentan consecuencias severas.

Así, por ejemplo, Lilia Álvarez recogió en Villa de Reyes, San Luis Potosí, en 2013, el texto que tituló como «El tesoro del garambullo», narrado por José Martínez, de setenta y ocho años, ganadero, quien explica que debajo de dicha planta se esconde un tesoro cuya localización es indicada por diferentes señales reconocidas por los pobladores de este lugar; no obstante, el tesoro ha permanecido intacto:

Debajo de un garambullo existe un tesoro, pero no han logrado sacarlo, a pesar de que ha existido gente que ha excavado. Sabemos que ese dinero existe porque por las noches se ven unas llamas de fuego. El follaje de ese garambullo tiene una coloración amarilla, muy vistosa, que es otra señal de que allí hay dinero.

Además, algunos han visto a un hombre vestido de blanco que vigila el lugar. Quién podría ser, no se sabe, suponemos que es algún revolucionario o un ladrón, estos solían enterrar sus riquezas para preservarlas porque no había bancos, pero si morían inesperadamente sus almas volvían al mundo de los vivos, ya que se han quedado con el pendiente de sus tesoros (Álvarez, 2014: 158).

En esta versión, el guardián es un hombre vestido de blanco, sin embargo, esta no es la única entidad protectora de tesoros; en otras narraciones recogidas también en esta región del altiplano potosino se pueden encontrar diversos seres que custodian riquezas por distintos motivos, tales como toros, becerros (Álvarez, 2014: 163), chivos (Álvarez, 2014: 164) o mujeres vestidas de blanco (Álvarez, 2014: 166). Berenice Granados explica que «El guardián del tesoro, puede aparecer en forma de revolucionario, bandolero, serpiente, jinete, mujer, etc.» (2009: 216). En otras latitudes, por ejemplo, en la tradición asturiana, explica Alba García Rodríguez (2022: 143), existen personajes poco conocidos, la mayoría femeninos, entre los cuales menciona a las ayalgas: «se trata de unas hermosas mujeres que guardan sus tesoros en cuevas o bajo los árboles. Se piensa que este nombre pueda surgir de la lexicalización del término ayalga que en lengua asturiana significa “tesoro”. Suelen aparecer en la noche de San Juan, portando una llama en la boca de las cuevas».

Entre el último texto recogido por Álvarez y el testimonio de Pichardo arriba citado, resalta la similitud de dos motivos en ambos relatos: el primero, el motivo del tesoro enterrado y, el segundo, el motivo de la luz que señala dinero. El motivo del tesoro enterrado se manifiesta, también, en varias historias que se presentan en los expedientes del Santo Oficio de México, en el siglo xviii. En estos textos, se observa una mezcla de creencias y tradiciones que reflejan la mentalidad de la sociedad novohispana. Por ejemplo, López Ridaura (2007: 207-225) recoge cinco casos provenientes de distintos expedientes inquisitoriales, resguardados en el Archivo General de la Nación, uno de los textos menciona la búsqueda de un tesoro en un monte, donde los personajes son guiados por un indio considerado curandero y hechicero. Este tipo de narraciones no solo se centran en la búsqueda del tesoro, sino que también incluyen elementos de pactos demoníacos y creencias indígenas.

Además, el interés por los tesoros enterrados está vinculado a los temores de la gente hacia los poderes sobrenaturales y las brujas, lo que se evidencia en las historias que tratan sobre encuentros con figuras sobrenaturales y la influencia de la magia en la vida cotidiana. Estos relatos, aunque no son intencionalmente literarios, están estructurados como narraciones orales y contienen tópicos y motivos, como los arriba mencionados, que han perdurado a lo largo del tiempo, mostrando así la vigencia de estas creencias en la cultura popular.

Así, se puede considerar la interpretación del guardián del tesoro como una representación de las fuerzas de la naturaleza o de lo sobrenatural que rigen el equilibrio del mundo, según la comunidad que transmita este tipo de textos. En muchas culturas, la riqueza y la prosperidad están intrínsecamente ligadas a la salud de la comunidad y al respeto por las tradiciones. Se cree que, el guardián, al proteger el tesoro, también resguarda el bienestar del pueblo, recordando a los buscadores que la verdadera riqueza radica en la generosidad y en el uso responsable de los recursos. Asimismo, el guardián del tesoro en la literatura de tradición oral no es solo un protector de riquezas materiales, sino un símbolo de la ética y la moral que deben guiar a los buscadores en su camino. Su figura encarna la lucha entre la avaricia y la generosidad, y su papel como mediador entre el mundo material y el espiritual resalta la importancia de la conducta ética en la búsqueda de la fortuna (Álvarez, 2014: 40-43).

Estas reflexiones sobre la naturaleza del guardián y su relación con los buscadores de tesoros nos pueden proporcionar una comprensión más profunda de por qué este motivo específico aparece en el expediente en cuestión, ya sea a través del testimonio de Pichardo o del de Molina. Si consideramos que la presencia y las características del guardián dependen en gran medida del buscador del tesoro, se vuelve evidente que es más probable que este concepto se manifieste de manera más clara en la versión narrada por aquel que tuvo la responsabilidad de salir al cerro en busca de dicho tesoro. Así, el guardián que Pichardo describe no fue configurado únicamente a partir de su propio acervo cultural y tradicional, sino que también se vio influido por los recursos y las circunstancias que se le presentaron en ese momento particular. Al enterarse de que María Guadalupe utilizaba muñecos con fines mágicos, pudo volverse lógico para Pichardo suponer que el guardián que ella emplearía en su práctica mágica tendría una naturaleza similar, lo que refuerza la conexión entre los elementos de la tradición oral y las experiencias vividas por los personajes involucrados.

Otro motivo presente en estas denuncias es el del objeto mágico que provoca un cambio físico (Thompson, D1330): en su testimonio, Molina cuenta «que hallándose enfermo, y que todavía lo está, le dixo la muchacha que su madre Guadalupe lo tenía así, pues havía echo un muñeco que lo representase» (f. 4v); esta acusación resultó contundente para los padres calificadores quienes juzgaron que «el echo o echos de los tres muñecos, la califican, a más de mágica supersticiosa, de sortílega maléfica o venefica hostile con pacto explícito con el demonio» (f. 59v); pues el uso de este tipo de objetos con fines dañinos apunta claramente a una característica de la bruja que está descrita en el Malleus Maleficarum:

De la misma forma cuando un brujo realiza una estatuilla de cera o cosa semejante, con el fin de embrujar a alguien; [...] todo cuanto se hace de malo a esta imagen, para que afecte al modelo original, es decir al hombre embrujado –un pinchazo o una herida que son realmente inferidas a la imagen por la bruja u otro, con lo que el demonio transmite invisiblemente a la persona maleficiada–, hay que imputárselo efectivamente a la bruja, porque sin ella, Dios no se lo permitiría nunca al diablo llevar semejante herida... (Kraemer y Sprenger, 2004: 293).

La acusación, pues, es grave, sobre todo porque Molina entregó al Santo Oficio una de esas muñecas5 –la cual está cosida al expediente– y su denuncia está validada por las de los otros delatores. Por su parte, María de Jesús cuenta al Santo Oficio que su madre, María Guadalupe, ha usado esto en contra de la española María Polonia, y que «tiene su madre en su poder una muñeca con espinas, puestas las espinas en lugares donde la dicha padece, y una espina que tiene la muñeca en las caderas clavada (de la que padece la dicha) le resulta por esto tener la ropa alza[da] por detrás, como que las caderas con aquella espina se le ayan subido» (f. 6r).

Imagen 1. Muñeca cosida al expediente núm. 57, caja 1238.

Además de los testimonios ya mencionados, María de Jesús proporciona información adicional que resulta de gran relevancia en las acusaciones. Ella señala que, en secreto y a escondidas de su madre, había entregado a Molina un total de tres muñecos. Estos muñecos, según su declaración, representaban a tres hombres que, lamentablemente, ya habían fallecido. La causa de sus muertes, según lo que indica el expediente, fue el maleficio que se había ejercido sobre ellos, lo que busca remarcar que estos muñecos estaban infundidos de un poder oscuro y maligno, utilizado para causar daño a aquellos a quienes representaban.

María de Jesús también revela que su madre, María Guadalupe, le confesó que ella, junto con otras mujeres, había creado dos muñecos adicionales. Estos muñecos estaban diseñados específicamente para representar tanto a la propia denunciante, María de Jesús, como a su compañero Pichardo. El propósito de estos muñecos era manipular y dictar las respuestas que ambos debían dar en relación con el dinero que supuestamente estaba enterrado. Este uso particular de los muñecos se puede considerar una variante del motivo previamente mencionado, y se aproxima más a la idea del objeto mágico que otorga poder sobre las personas (Thompson, D1400).

Conforme avanza la prosecución, la situación se complica aún más con el hecho de que, según lo refiere María de Jesús, su madre poseía otro muñeco que representaba a Molina. Este muñeco tenía una característica notable: estaba adornado con «una hebra de oro en el pescuezo, en significación de que la que denuncia traxese al dicho Molina con lo que le dezía, engañándolo y llevando su parecer vacilante con aquella hebra de oro al cuello» (f. 7r). Esta hebra de oro no era un simple adorno, sino que tenía un significado profundo y simbólico. Según la interpretación de María de Jesús, el muñeco estaba diseñado para engañar y manipular a Molina, llevando su pensamiento y su voluntad a un estado de vacilación y confusión, todo ello facilitado por la presencia de esa hebra de oro que colgaba de su cuello.

Este detalle resalta las prácticas mágicas en las que estaban involucradas estas mujeres y cómo utilizaban los muñecos como herramientas para buscar ejercer control sobre las personas en su entorno. Las denuncias de Pichardo y de María Guadalupe también dan cuenta de estos motivos; por su parte, además del ya mencionado muñeco guardián del dinero, Pichardo denuncia que María Guadalupe y otras mujeres tenían un muñeco con la boca cosida que lo representaba a él, para que no pudiera responder sobre el dinero; también que tenían uno del señor Molina que tenía «puesto un hilo de sincho en la barriga, para que en toda su vida se abrigase con eso pues no tendría ni hallaría con qué mantenerse, y que en los volsicos le pusieron al muñeco unos pellexos de bíbora, en representación de que ese fuese el dinero que conseguiese del que vuscaba en el cerro». (f. 9v)

María Guadalupe, en su acto de autoconfesión, admite abiertamente que ha utilizado muñecos con la intención de causar daño a dos personas específicas: Molina y fray Bernardino Laureano. Su confesión revela la gravedad de sus acciones, ya que su objetivo final era, en efecto, matarlos. Además, en su autodenuncia, ella menciona un incidente particular en el que «le dieron a beber la rosa maría con pellote, y que luego que lo bebió se halló como en el aire o emborrachada. Y esta bebida la bebió ella voluntariamente [Sobre el renglón: en otra ocacion] y ella misma la hizo» (f. 11v). Por otro lado, María de Jesús, la hija de María Guadalupe, también aporta un testimonio relevante. Ella recuerda que, cuando tenía apenas ocho años, su madre y otras mujeres le ofrecieron una bebida que contenía «la hierva de santa maría y pellote»6 (f. 6r). Al ingerir esta mezcla, María de Jesús experimentó un estado alterado de conciencia, y describió que se sentía como si estuviera loca y que su comportamiento era errático, como si estuviera flotando o en un estado de ensueño.

Ambas declaraciones, tanto la de María Guadalupe como la de su hija, ponen de manifiesto un rasgo distintivo que se asocia comúnmente con las prácticas de las hechiceras: el uso de plantas para la elaboración de brebajes o venenos. Estos preparados pueden tener una amplia gama de propósitos, que van desde la sanación de enfermedades hasta la adivinación de futuros o la atracción de personas. En la Nueva España, el uso de peyote y otras hierbas era suficiente para que una mujer fuera considerada una hechicera, ya que el peyote, en particular, es y ha sido históricamente una planta de gran relevancia en rituales, especialmente aquellos que tienen como objetivo la adivinación y la conexión con lo espiritual. Este uso de plantas y brebajes refleja una tradición profundamente arraigada en la cultura, donde la magia y la medicina tradicional se entrelazan de maneras complejas y significativas. Es así que cuando Pichardo recibió el encargo de buscar el dinero para Molina recurrió a este tipo de prácticas para saber dónde debía buscar: «molió una peonía y se la bebió, deceando hazer esta inquisición con modos diabolicos; y que luego que con esta intención bebio la peonía, le pareció que se le revolvía todo el mundo, y que le daban vueltas por todas partes y vio cerca de sí un vulto como de hombre (el que le causó temor) y este lo llevó de la mano, y lo fue guiando hasta el cerro, y asomándose por la abertura, que havía en la cueva, vio un montón de dinero» (f. 8v).

Hasta este momento es posible deducir que la imagen de la bruja y de la hechicera no estaban del todo separadas, al menos, para los denunciantes de este caso, pues si bien –y como veremos– la mayoría de las acusaciones están dirigidas a señalar a María Guadalupe como bruja, en algunas ocasiones se incluyen elementos, como el uso del peyote, que más bien están relacionados con la figura de la hechicera. Para discernir mejor en esto, resulta esclarecedora la distinción que ofrece Cecilia López Ridaura:

distinguiremos a la bruja por el hecho de que, además de practicar la hechicería, realiza actos ajenos a estas, en particular el vuelo y la asistencia al aquelarre... puede haber brujas que no son hechiceras, que no preparan pócimas ni provocan maleficios, y hechiceras que no son brujas y no tienen nada que ver con el Demonio.

Ambas, las brujas y las hechiceras, hacen uso de la herbolaria pero con fines distintos: las hechiceras preparan filtros, maleficios, venenos que dan a sus clientes o a sus enemigos; buscan, por medio de los efectos que saben que producen determinadas plantas, lograr objetivos que pueden ser de muy distinta índole: atraer al sexo opuesto; tener suerte en el juego; curar, enfermar o matar; impedir o propiciar la fecundidad; adivinar el futuro o el lugar donde están las cosas perdidas, entre otros.

En el caso de las brujas, en cambio, se registra el uso de determinadas plantas para elaborar sus famosos ungüentos, que sirven principalmente para volar, pero también para transformarse en animales. A diferencia de la hechicera, la bruja no necesita de objetos, plantas, animales o minerales físicos para provocar el mal, ya que sus poderes se los proporciona el Diablo (2015: 52).

De esta manera, el uso del peyote que los denunciantes refieren para volar y tener visiones es un elemento que se encuentra más en el terreno de la hechicería. No así el vuelo que María de Jesús detalla haber visto:

que en su cassa se juntaron con su madre otras sinco; y que poniéndose todas alrededor de el fogon con los dedos se sacaban los ojos y los echavan en un plato blanco, y este lo ponían junto al tenamastle de la pared o piedra sobre quien poner el comal y que cogiendo una untura amarilla (como la vio) se untaban por el pecho y pesqueso y baxo de los brazos. Y diziendo estas palabras: [subrayado:] sin Dios y Santa María, daban el volido y se desaparecían, y veía en el cerro las luces donde juntaban otras varias (f. 7v).

Este tipo de ritual que describe la declarante está mucho más relacionado con las prácticas de la bruja; según lo arriba señalado por Ridaura, el uso de afeites y la facultad para volar es propio de las brujas, al igual que la asistencia al aquelarre, que es lo que se infiere que sucede una vez que están en el cerro. Respecto del uso de ungüentos, en la obra que coordinan Enrique Flores y Mariana Masera se recopila una declaración realizada en Huimilpan, Querétaro, el dos de noviembre de 1791, por Antonio de la Cruz, indio chichimeco, de treinta y siete años aproximadamente, que ya estaba preso y que fue llamado al Tribunal para ser interrogado sobre «las causas de los maleficios, sus efectos, causas de que proseden, y el cómo se curan esto[s]» (2010: 139); de la Cruz contó a los inquisidores que:

Y que la resepta con que se unta dicha María, dise dicho Antonio que se haze con guessos de muerto molidos, con sangre de los aorcados, con orines y pelos de chivo, y plumas de guajolote. Y que el chivo la viene a vuscar todas las noches. Y que se pone en pelota y que se unta toda. Y que antes de untarse, haze muchas reverencias y sahumerios al chivato, y que luego que está untada dise

En gracia del Diablo, de Villa en Villa.

Y luego se sale (Flores y Masera, 2010: 140).

Un ritual semejante a éste y al que señala María de Jesús en la declaración que nos ocupa es descrito por Apuleyo en El asno de oro, cuyas historias podrían estar basadas en relatos populares y de la tradición oral que circulaban alrededor del siglo ii d. C., en donde Panfilia se unta por todo el cuerpo un ungüento mientras recita ciertas palabras para convertirse en búho y emprender el vuelo (Apuleyo, 1978: 169). De igual manera, el Malleus maleficarum indica que «En cuanto al medio de transporte [...] las brujas, por instrucción del diablo, fabrican un ungüento con el cuerpo de los niños» (Kraemer y Sprenger, 2004: 236). Incluso, versiones de este ritual circulan también en textos de tradición oral con variantes en las que las mujeres se rompen los pies. Así, por ejemplo, en Coatepec, Veracruz, María Luisa Reyes, de cuarenta años, contó en 2014:

Dicen que también había una señora que sí era bruja, pero dicen que también era nahual. Pero que cuando hacía sus cosas, hacía una fogata –ya la gente sabía–, y siempre se quitaba, de aquí, los pies, de esta parte para abajo. Los dejaba a un lado y se iba, volaba. Volaba. Y ya, dicen que la gente que ya sabía, una vez, le hizo una maldad y le echaron los pies a la lumbre. Y después, al otro día, la fueron a ver y le dijeron que qué le había pasado, que por qué no había salido: “No, es que me quemé”, pero no les dijo por qué. Porque ya mucha gente ya sabía que según era bruja o nahual. No sé qué será la señora esa (Guillén Ortiz, 2016: 235).

Los elementos del fuego, el hecho de que la mujer sospechosa de bruja se quite las piernas y que estas sean echadas a la lumbre se repiten en otra variante de este relato contado por Juan Pérez, de setenta y tres años, en 2017, en Milpa Alta, Ciudad de México:

[…] Al tercer día, sí; se hizo el dormido cuando vio [a] su esposa se levantó y como en el tlicuil7 siempre ponían las abuelitas un pedazo de leña adentro para que amaneciera la lumbre, entonces de allí llenó una ollita con las brasas, hizo un ritual allí junto a la lumbre, se quitó sus piernas y las dejó así cerca de la lumbre. Ella se colgó de su cuello el jarrito y se iba volando hasta el Teuhtli.8 Allá por Tulyehualco, Xochimilco, iba a chupar la sangre, traía la sangre. Entonces el marido ya la estaba viendo y dice:

–¡Ah! Pues con razón siempre me das de comer con sangre.

Y que un día llegó y empezó a vomitar la sangre que había chupado en la cazuela, pero antes de eso, antes de que llegara, el marido agarró sus piernas y las arrimó más a la lumbre, con la lumbre como que se encogieron. Cuando llegó su esposa se las quería poner, no pudo y se acostó. Temprano, ya eran las ocho, nueve de la mañana y no se levantaba la señora, le dice [el marido]:

–Levántate, vamos a desayunar.

–No, es que me duelen los pies.

Pero era porque el marido había arrimado [los pies] a la lumbre. Así me lo contaron (Sánchez Galicia, 2021: 319).

Volviendo al expediente que nos ocupa, un elemento que llama la atención de lo narrado por María de Jesús son las palabras «sin Dios y Santa María», la cuales funcionan como una fórmula mágica y remiten al motivo de la bruja que vuela con palabras de encantamiento (Thompson, D1531.8.). La gravedad del uso de esta fórmula radicaría en que implica una doble negación: la de Dios y la de la Virgen, así lo refiere la consideración que sobre esto tuvo el padre calificador:

las referidas palabras: que renuncian o no haver menester el auxilio de Dios, y de María Santisima (si a caso no es negar la existencia de Dios, y de la santísima (María) que ----------- es regar el misterio de la encarnación de el verbo) pero permitido: que no fuera esta su concepto (que también lo manifiestan las referidas palabras) son si propia y rigurosamente blasfemia: la que sepan todos o los mas autores se definne asi: est verbum male dictionis, vel, seu _contra mali de contra Deum et eius Sanctos. Como las dichas, tomadas de el primer sentido y son hereticales en quales quiera que se tomen, porque en esta (que es en el que se pudiera dudar) da a entender no ser nessserario el ausilio de Dios para dorar lo que es contra la fee (f. 57v).

El uso de esas palabras, entonces, le vale a María Guadalupe la sentencia de bruja, según los calificadores del Santo Oficio, por considerarla blasfemia. La utilización de esta fórmula puede variar según la región geográfica, o bien, la tradición de la que se trate. Así, por ejemplo, en 1946, Aurelio M. Espinosa (hijo) recopiló en Castilla dos cuentos en los que la fórmula presenta algunas variantes: en uno de ellos la bruja dice «Envía, envía, sin Dios y sin Santa María»; mientras que, en el otro, «Sin Dios ni Santa María, de villa en villa» (véase en Carranza, 2013: 40). En ambos cuentos, un personaje intenta imitar a la bruja, pero se equivoca al recitar la fórmula y, en lugar de negar a Dios y a la Virgen, los afirman diciendo «Con Dios y con Santa María», lo que provoca un desastre.

La autodenuncia de María Guadalupe es muy similar en tanto al pasaje que refiere a este ritual de vuelo; en cambio, y a diferencia de los otros tres testimonios, sí ofrece más detalles que a continuación veremos. Dice la acusada que

en tres ocasiones se le apareció el Demonio: la primera en figura de un perro; la segunda en figura de cabrito, y la tercera en figura de guaxolote que le hacía la rueda, parándosele en el pecho quando lo vio como cabrito como retosando con ella con los pitones. Que una ves lo vio en figura de hombre, aunque con los pies de gallo y la incitaba a cosas torpes de dormir con ella, aunque ella no lo consintió (f. 11v).

En realidad, según lo narrado por la declarante, el demonio se le apareció cuatro veces: la primera, en forma de perro; la segunda, como un cabrito; la tercera, como guajolote y, la cuarta, como un hombre con pies de gallo. Es probable que María Guadalupe haya referido el número tres porque de alguna manera le sonó con mayor fuerza, esto es porque el tres es por sí un tópico –recuérdense los tres muñecos para los tres hombres–. Explica Luis Rodas Suárez que «El número tres es un tópico de suma recurrencia en la literatura de tradición oral, la cifra está ligada a lo mágico, a lo adivinatorio, a lo profético, al cumplimiento de ciertas tareas u obstáculos e, incluso, puede ser un elemento formulario y estructurante» (2022: 300). En este caso, pareciera que la acusada lo emplea, precisamente, como unidad para dar estructura y significado a sus palabras: no tiene la misma fuerza y carga cultural el decir que el Demonio se apareció tres veces, que decir que fueron cuatro.

Estas apariciones parten del motivo de la transformación del Demonio en animal (Thompson, D102) y las tres son recurrentes en la tradición oral; es así como la aparición en forma de perro, según lo referido por Claudia Carranza, se relaciona con el «carácter justiciero de estos animales» (2014: 216), por lo que su presencia en relaciones de sucesos, por ejemplo, cumple la función de castigar a hombres y mujeres que no llevan un comportamiento ejemplar. Además de lo anterior, «el perro negro pasa por ser el compañero demoníaco de las brujas» (Agustín Redondo, citado por Carranza, 2014: 219), tal es el caso que cuenta María Guadalupe, cuyas interacciones son en un ambiente más bien de complicidad.

La transformación del Demonio en perro también está presente en otros archivos inquisitoriales, por ejemplo, el caso de la cordobesa Catalina Gutiérrez, quien confesó haber invocado al Demonio recitando la oración a Santa Marta, «Al acabar la invocación apareció el demonio en forma de perro castaño, parecido a un mastín, pero con unos cuernos largos y retorcidos que le salían de la cabeza» (Alamillos, 2015: 356), para después solicitarle que renunciara a Dios y que se le entregara sexualmente.

En cambio, la transformación del Demonio en un ser semejante al hombre, pero con pata de gallo o de otro animal suele relacionarse, además, con el motivo de la seducción. Así lo advierte Martha Ramírez González, quien apunta que «Esta personificación como una pareja deseable es una constante en muchos relatos legendarios, la posibilidad de ser seducido por el diablo se encuentra tanto dentro de un contexto propicio, como pudieran ser las reuniones de brujas y brujos, las misas negras, o en el marco de cualquier situación cotidiana, en donde se refuerza la vulnerabilidad humana» (2012: 74).

En consonancia con esto es que María Guadalupe cuenta que el Demonio intentó seducirla, además de la vez arriba mencionada, «en otras dos ocasiones, estando ella con su marido después que ia ella [tachado: lo] havía renunciado [...] lo sintió en la cama, agarrándola de la cintura, como que la apartaba de su marido» (f. 12r); en esta denuncia la declarante niega haber cedido a las seducciones del Demonio, aunque, en su rectificación del 29 de julio de 1767 narra «que no ha mucho, lo vio en forma de hombre con los pies de gallo. Que la provocó terriblemente al pecado de la carne, y que de hecho tuvo acto carnal con ella» (f. 17r).

El pacto que supuestamente sostiene María Guadalupe con el Demonio queda explícito en el momento en el que cuenta: «Que quando se juntaban en el cerro, veian al Demonio en la figura de alguno de los ia tres dichos animales y que todas ellas le besaban el rabo» (f. 12v). Esta acción es una clara señal de sometimiento y veneración al Demonio propia de las brujas, así lo explica María Jesús Zamora Calvo: «Tan pronto como los brujos llegan al aquelarre, se presentan ante el demonio [...] Se arrodillan frente a él, le rinden pleitesía, lo besan de la forma acostumbrada que culmina in ano, y luego se mezclan en sus bailes, danzas y corros» (2013: 26).

Estas prácticas, como se puede observar, son comunes en el imaginario sobre las brujas como una muestra de adoración al Demonio. Otro ejemplo es el de un expediente español donde una tal Marina Morales invocó al Demonio que se apareció en forma de hombre, «besó la dicha Morales al demonio en la parte posterior y al instante se levantaron del suelo y salieron volando y llegado a la ermita de San Roque extramuros» (Alamillos, 2015: 358).

En la declaración que por el momento nos ocupa, María Guadalupe refiere suficientes actos por los cuales puede ser –y fue– calificada como bruja. Aunque aquí narra siempre con el reparo del arrepentimiento, no sucede así en su rectificación de 1767, en la que acepta, incluso, haber matado a su hija por denunciarla ante el Santo Oficio.

Este archivo, por su extensión y buena documentación, resulta ser una fuente vasta para el estudio de los recursos de la tradición oral presentes en el imaginario de los denunciantes de la época. Este trabajo buscó ofrecer un primer acercamiento a los motivos tradicionales presentes en cuatro testimonios del caso de «la bruja de San Miguel». Su estudio e historia resulta interesante; los recursos de la literatura de tradición oral que la construcción del discurso de delación deja entrever, así como la lectura y análisis de estos documentos inquisitoriales, evocan a saberes e imaginarios de las comunidades y, en buena medida, muestran parte del funcionamiento y las dinámicas de la sociedad de la Nueva España hasta la fecha, pues dejan ver sus problemáticas, sus deseos, frustraciones y miedos, peso que parece recaer en la figura y asimilación de una mujer configurada como bruja.

7. Conclusiones

El análisis del expediente titulado «La bruja de San Miguel» y los testimonios inquisitoriales que la rodean revelan la compleja interrelación entre la cultura popular, la tradición oral y las estructuras de poder de la Nueva España desde el siglo xviii hasta hace pocos años. A través del análisis de los relatos de denunciantes como Joseph Molina y Joseph Rosales, se evidencia cómo las creencias en la brujería y la hechicería no solo eran manifestaciones de superstición, sino que también reflejaban tensiones sociales, económicas y personales que permeaban la vida cotidiana de la comunidad.

Es fundamental destacar que la figura de la bruja, representada en este caso por María Guadalupe, se convierte en un símbolo de la transgresión de las normas sociales y religiosas. Las acusaciones en su contra se basan en supuestos actos de hechicería, y, de igual forma, están impregnadas de rivalidades personales y conflictos de intereses. Esto sugiere que las denuncias de brujería podían servir como herramientas para resolver disputas sociales, donde la figura de la bruja se utilizaba para desviar la atención de problemas más profundos y complejos dentro de la comunidad.

Además, el estudio pone de manifiesto la importancia de la literatura de tradición oral en la construcción de la narrativa en torno a la brujería. Los testimonios recopilados no son meras declaraciones de hechos, sino que están cargados de elementos narrativos que reflejan el acervo cultural compartido por la comunidad. La utilización de recursos de la tradición oral, como mitos, leyendas y rituales, en los relatos de los denunciantes, permite entender cómo estas creencias se integraban en la vida diaria y cómo influían en la percepción de la realidad. Otro aspecto relevante es la relación entre la Inquisición y la construcción de la imagen de la bruja. La institución inquisitorial, al perseguir y castigar a quienes eran acusados de brujería, buscaba mantener el orden social y religioso, mientras contribuía a la creación de un clima de miedo y desconfianza en la comunidad. Este fenómeno se traduce en una dinámica de control social, donde la figura de la bruja se convierte en un chivo expiatorio que permite a la sociedad canalizar sus miedos y frustraciones.

Referencias bibliográficas

Fuentes

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Fecha de recepción: 21 de noviembre de 2024
Fecha de aceptación: 31 de marzo de 2025

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1 Para este análisis se utiliza la concepción de motivo de Aurelio González (2012) como «unidad mínima narrativa».

2 Museo y Archivo Histórico Casa de Morelos, siglo xviii, caja 1238, expediente 57, fondo: Diocesano, Sección: Justicia, serie: Inquisición, subserie: Hechicería, 1746. La transcripción paleográfica completa que se empleó para este trabajo está disponible para su consulta en https://lanmo.unam.mx/brujeriayhechiceria/article.php?id=34&cat=expedientes. En adelante, solo se citarán los folios correspondientes a dicho expediente.

3 «peonía: Se administra la raíz [seca] a las mujeres que no se han purificado después del parto, provoca la menstruación si se bebe en la cantidad de una almendra; ayuda en los dolores de tripa si se bebe con vino, también para los que sufren de ictericia, riñón y tienen dolores de vejiga. Tras hacerla hervir con vino y bebida retiene el vientre. {3} Si se beben 10 o 12 granos rojizos con vino negro seco, contienen el flujo rojo; si se comen ayudan a los que sufren de estómago o han sido mordidos; si los beben y comen los niños moderan el principio del mal de piedra. Los granos negros sirven para los que sufren ahogos por pesadillas, contra los sofocos uterinos y los dolores de matriz, si se beben con aguamiel o con vino quince granos. [Crece en lugares muy elevados]», Dioscórides interactivo [en línea].

4 Transmiten: José Benito Mota Monfíl, 64 años, Maestro de Telesecundaria; Mayra Nayeli Mota Murillo, 34 años, Maestra de primaria. Las Vigas de Ramírez, Veracruz. 12 de abril de 2024. Recolección: Casandra Robles Gómez, Miguel Ángel Gómez Reyes, Sergio Alejandro González Cura, Yael de Jesús Rivera González y Luis Rodas Suárez. Transcripción: Yael de Jesús Rivera González. Edición: Luis Rodas Suárez. Este texto se recogió en una de las actividades programadas para el curso «Métodos de recolección de literatura de tradición oral de México y de transcripción, edición y clasificación de textos», impartido para los estudiantes de la Maestría en Literatura Mexicana del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, de la Universidad Veracruzana, en el primer semestre de 2024, por el doctor Rodas, quien amablemente me facilitó el material inédito.

5 Ver imagen 1. Muñeca cosida al expediente número 57, que se encuentra en la caja 1238, en el Archivo Histórico Casa Morelos. Fotografía de archivo personal, capturada en 2019.

6 Sobre si la santa rosa es cannabis o es la parte femenina del peyote, los investigadores no se han puesto de acuerdo. Se conoce como Santa Rosa a la planta de cannabis que ha sido cuidada desde su cultivo para uso ritual exclusivamente; Garrett Ríos y Báez Cubero explican que para los otomíes de la región oriental de Hidalgo el uso de esta hierba es primordial en sus costumbres y tradiciones: «La Santa Rosa no se compra ni se comercia; se comparte. Quienes la cultivan en sus huertos le dan un mantenimiento particular. La secan a la sombra y la depositan en el altar familiar. Se sahúma y sólo se consume para actividades rituales o de curación. Además no se fuma, se ingiere o se remoja para fines curativos. La sacralidad de la hierba conlleva un respeto hacia todo proceso de producción y consumo» (Garret Ríos y Báez Cubero, 2017). Por su parte, Fagetti, Garrett Ríos y Reinoso Niche ofrecen un panorama del uso de plantas con propiedades psicotrópicas entre los otomíes de la huasteca sur (Hidalgo, Puebla y Veracruz), y señalan que «pudo haber ocurrido que la marihuana haya suplantado poco a poco el uso del peyote y de otros enteógenos entre los pueblos otomíes, conservando el mismo nombre y, por consiguiente, el simbolismo y los atributos de la santa limeña [Santa Rosa], pero es un hecho que el cannabis no es la única planta enteogénica» (Véase Fagetti, et. al., 2017). En ocasiones, el uso del nombre de santa rosa para referirse al peyote o al cannabis en las declaraciones de los expedientes inquisitoriales estará sujeto a la tradición propia del entorno del testigo. Por ejemplo: «El consumo de peyote fue frecuente en diferentes regiones del país, destacándose por el número de procesos inquisitoriales en los que este estaba involucrado en los estados de Zacatecas, Michoacán, Guanajuato, la Ciudad de México, Querétaro y San Luis Potosí […] La persecución hacia este tipo de ritos promovió el sincretismo con la hagiografía cristiana y se le denominó Niño Jesús, Santísima Trinidad, Nuestra Señora, Santa Rosa María, Yerba Santamaría, Santa María del Peyote y Yerba María» (Flores y Masera, 2010).

7 Variante de tlecuil. «Del náhuatl tlecuil, fogón. Brasero formado por tres piedras llamadas tenamastes, que sirven como base para colocar comales, ollas, vasijas o rejillas para cocer los alimentos, que se ponen en el suelo en formación triangular para que en los espacios que quedan entre ellas se acomode leña, ocote o boñigas para prender el fuego. En la actualidad puede haber más de tres piedras en el tlecuil. Se utiliza desde la época prehispánica como el equivalente de la estufa actual u hoguera» (Muñoz Zurita, 2012: En línea).

8 Volcán extinto de tipo hawaiano, localizado a 2170m s.n.m., entre las alcaldías Milpa Alta, Tláhuac y Xochimilco, en la Ciudad de México.