Zapater Espí, L. T. (2022). Teoría del Estado. Ed. Universidad Autónoma de Baja California Sur (UABCS), La Paz, México, 383 p. Prólogo del Profesor Antonio Colomer Viadel bajo el título "El Estado, un enfermo de una mala salud de hierro”.

José Luis López González

Zapater Espí, L. T. (2022). Teoría del Estado. Ed. Universidad Autónoma de Baja California Sur (UABCS), La Paz, México, 383 p. Prólogo del Profesor Antonio Colomer Viadel bajo el título "El Estado, un enfermo de una mala salud de hierro”.

Revista de Estudios Jurídicos, núm. 24, 2024

Universidad de Jaén

José Luis López González *

Universidad Autónoma de Madrid, España







El tigre tiene que aprender a ser tigre como si fuera el primero de su especie. El ser humano, en cambio, empieza con muchos siglos de ventaja, con el acervo de experiencias y de cultura acumuladas a su favor.

José Ortega y Gasset

¿Pueden unos ciudadanos poco atentos a la política controlar a sus representantes electos?

Douglas Arnold

Nota preliminar

Una de las más certeras opiniones sobre el libro objeto del presente estudio es la que se reproduce en la contraportada de la obra: “Se trata de un libro totalmente actualizado y moderno que no ha querido huir de su redacción, elegante, multidisciplinar y, nos atreveríamos a decir, clásica. El Doctor Zapater profundiza en los conceptos clásicos que se estudian tradicionalmente en la teoría del Estado, pero no ha renunciado a actualizar los contenidos hasta recoger los últimos movimientos sociales. La monografía se sitúa en la clave histórica de los grandes clásicos como "El Touchard", "El Sabine" y otros autores que recurrieron con mucho éxito a la dialéctica histórica para explicar sus contenidos como Ángelo Panebianco”. En estos términos, con los que coincido plenamente, valora la obra el Profesor José Carlos de Bartolomé Cenzano (Director del Área de Derecho Constitucional de la Universidad Politécnica de Valencia).

En la propia contraportada del libro, y en parecido sentido, señala el Profesor Antonio Colomer Viadel que “Teoría del Estado es una obra en la que el talante de investigador exigente en los temas geopolíticos del Doctor Zapater se muestra por medio de la exposición de cuestiones históricas, jurídicas y políticas que se entremezclan necesariamente, de forma brillante y precisa”.

Nos encontramos, en definitiva, ante una obra de excelente factura académica que combina, con equilibrio, las mejores virtudes asociadas a la docencia y a la investigación universitaria de primer nivel.

A continuación, se procederá al comentario de los diferentes capítulos que integran el libro.

I. El Prólogo de la obra a cargo del Profesor Antonio Colomer Viadel: El Estado, un enfermo de mala salud de hierro (pp. 9-12)

Como destaca en el Prólogo de la obra el Profesor Antonio Colomer Viadel, el libro de Luis Tomás Zapater Espí alcanza en su análisis los momentos actuales, al consagrar el Capítulo 11 del texto al fenómeno de la globalización, “lo que constituye una aportación valiosa, porque esta es una dimensión fundamental de nuestra época a la que no es ajena la realidad jurídica y política de los Estados, por más que estos luchen por sobrevivir con una cierta autonomía” (p. 11). Como apunta el Profesor Colomer, “los Estados manifiestan una capacidad de supervivencia realmente notable pese a que conceptos jurídico-políticos verdaderamente míticos se han convertido en ficciones jurídicas, tal como la soberanía nacional, la ley como expresión de la voluntad general, o la representación política constitucional. Es cierto que la idea y la realidad de la globalidad se convierten en un factor decisivo en la comunidad internacional, y que la ideología de los derechos humanos, que ha influido decisivamente en principios que parecían tan inmutables en la Organización de las Naciones Unidas, como la no intervención en los asuntos internos, ha quedado en franco desuso” (p.10). Sin embargo, no es menos cierto que “la globalización económica, cultural y mediática, ha reducido el tamaño del mundo y ha subordinado los intereses de tal modo que los Estados pequeños o medianos, para resguardar alguna forma de autonomía, han buscado su integración en organizaciones regionales de Estados que les permitan tener un mayor protagonismo en el orden internacional, un respaldo a sus intereses económicos, y alcanzar, al mismo tiempo, una mayor seguridad y eficiencia jurídica del Estado de Derecho y de las garantías de los derechos fundamentales de los ciudadanos” (p. 10). En definitiva, como pone de relieve el prologuista, el libro “constituye una valiosa herramienta formativa” (p. 11). Esa utilidad se confirma en su apartado final con una selecta y cuidada bibliografía en la que se combinan, con admirable equilibrio, obras clásicas y contemporáneas y que abarca las páginas 359 a la 372, ambas inclusive.

II. Introducción a la obra (pp. 13-21)

Como bien señala el autor (p. 14), la Teoría del Estado no sólo resulta básica e imprescindible para comprender el Derecho Constitucional como disciplina jurídica, para llegar a entender “cuál es la realidad política que nos rodea más allá de lo que dicen las Constituciones de los Estados”. Con toda razón, añade el Profesor Zapater Espí, se trata de hacer posible que “los alumnos piensen por sí mismos, tarea difícil porque las nuevas tecnologías y los planes educacionales tienden a procurarles todo hecho para que no piensen. Por ello los docentes necesitamos hoy más que nunca fomentar el espíritu crítico en el alumnado”.

Forman parte de la propia experiencia docente del autor de la obra las certeras apreciaciones, que, en su tenor literal, se reproducen a continuación y que son plenamente compartidos por el autor de este comentario bibliográfico: “Con frecuencia el alumnado se queja de esta asignatura como poco práctica, excesivamente humanística y poco jurídica. Es realmente triste constatar que a buena parte del alumnado de Derecho sólo le interese el Derecho positivo, pues esta mentalidad que se impone desde hace décadas es lo que da lugar a especialistas en esta materia que tienen desconexión con la realidad en lo referente a las demás áreas del conocimiento. El Derecho positivo no surge de la nada, sino que detrás de él subyacen los propósitos de las ideologías, tendencias políticas e incluso religiones por establecer su visión del mundo en la sociedad. No basta con conocer el Derecho positivo para ser un buen conocedor del Derecho, pues el Derecho vigente nace de determinadas necesidades sociales a las que se da respuesta a partir de determinados presupuestos filosóficos y la experiencia histórica de una comunidad política” (…) De lo que se trata, es de hacer posible que nuestros estudiantes se doten de una gran cultura fundamentada en un conocimiento crítico (pp. 14-15).

En este sentido, conviene recordar que, si bien la Ciencia Política y el Derecho Constitucional coinciden esencialmente en el campo de análisis, en lo que ahora nos ocupa el Estado, poseen dos objetos diferenciados de estudio y dos modalidades diversas en lo que afecta a sus métodos de investigación.

El Derecho Constitucional estudia la Constitución y las normas de más inmediato desarrollo de esta. Por su parte, la Ciencia Política analiza la realidad, en lo que se refiere al presente comentario, del funcionamiento práctico y efectivo del Estado más allá de las normas que lo rigen. Su objetivo se centra en el estudio del mundo político y social, especialmente a través de la aportación de datos empíricos. En un ejercicio de simplificación conceptual, se podría afirmar que la Ciencia Política estudia la realidad, tal y como es en la práctica, mientras el Derecho Constitucional estudia las normas. O, dicho de otra forma, el Derecho Constitucional centra su actividad en el “deber ser” normativo, en tanto la Ciencia Política analiza “como van siendo” las cosas en la práctica. Desde el punto de vista jurídico, el ideal que se persigue es que la realidad refleje fielmente las previsiones normativas. Sin embargo, la Ciencia Política se encarga de advertirnos que, en mayor o menor medida, no suele ser así. Ambas disciplinas, tanto el Derecho Constitucional como la Ciencia Política, convergen, de manera complementaria, en el análisis del Estado. A ellas habría que añadir dos disciplinas auxiliares, aunque de extraordinaria relevancia, en la temática que nos ocupa: la Historia y la Sociología. Todos estos saberes convergen con extraordinario equilibrio, inteligencia y sensatez en la obra aquí y ahora comentada.

El cuidado de la Teoría del Estado, la atención a los elementos históricos y al análisis comparado y la recuperación del conocimiento y de las impagables aportaciones de los autores clásicos deberían ser los elementos arquitecturales básicos de un proceso revitalizador de la docencia del Derecho Constitucional.

III. Capítulo 1. Introducción al estudio del Estado (pp. 23-47)

En este Capítulo introductorio se ofrece una definición de Estado, se estudia su naturaleza jurídica, se construye un concepto de la asignatura “Teoría del Estado” y se expone la metodología de trabajo de esta importantísima materia.

Por lo que se refiere a la Teoría del Estado como asignatura y saber autónomo, señala el autor que se trata de “una materia tan amplia y compleja que merece ser objeto de un estudio autónomo, dado que (…) la Teoría del Estado está conectada con múltiples disciplinas (la Historia, la Filosofía, el Derecho, la Sociología, la Religión, etcétera). Todo esto justifica que la Teoría del Estado sea tratada como una disciplina autónoma” (p. 42).

El Estado se configura como una creación del Derecho. A través del método jurídico, se nos da a conocer la realidad del Estado como agente creador, modificador y sancionador de normas jurídicas.

En realidad, como advierte el Profesor Zapater Espí, la principal conclusión a la que cabe llegar es que “las diversas facetas del Estado dan lugar a diversos métodos de investigación. Sólo se puede obtener un conocimiento integral del Estado usando todos los métodos disponibles. De lo contrario, la visión que tengamos sobre él será inexacta y parcial. No es contradictorio considerar al Estado desde un punto de vista a la vez subjetivo y objetivo, porque es una realidad que supera esa ambivalencia. En definitiva, todos los métodos de las ciencias y humanidades deben ser aplicados al estudio del Estado” (p. 47).

IV. Capítulo 2. Evolución histórica del Estado (I): de las sociedades primitivas a los grandes imperios de la antigüedad (pp. 49-68)

Como recuerda el autor, “hablar de sociedades sin Estado es remontarse a una época primigenia de la humanidad donde las comunidades estaban divididas en tribus hasta el momento anterior en el que, tras la revolución Neolítica, aparecieron las primeras ciudades que darían paso a las primeras civilizaciones de la Antigüedad. La aparición de los primeros imperios y civilizaciones implica el surgimiento de una burocracia organizada para atender las necesidades nuevas, ajenas a la sencilla sociedad primitiva basada en la caza y la recolección de alimentos” (p. 49). En unas sociedades completamente ajenas a la complejidad de las actuales, no se precisaba Estado. Las actividades cazadoras y recolectoras se limitaban al ámbito propio de la tribu. Las relaciones con otros pueblos se dirimían mediante la negociación o la guerra en un marco económico primitivo fundamentado en la caza y la recolección. La legitimidad del poder quedaba circunscrita a un jefe, entendido como sumo sacerdote, que ejercía funciones de intermediación entre los dioses y una población dividida entre nativos de la tribu y foráneos.

En efecto, “los pueblos más antiguos solían basar la legitimidad del poder en la autocracia (basada en el liderazgo de un gran jefe, a la vez guerrero y sumo sacerdote) o en la teocracia (el poder no descansa en el carisma, sino en un sujeto que acapara todo el poder en la medida en que representa la conexión entre los mortales y la divinidad)”. De esta forma, “en la teocracia, el rey, ya sea faraón o emperador, es la máxima representación de la divinidad entre los hombres (es un Dios hecho hombre)” (p. 52).

Un aspecto poco conocido de la democracia, en perspectiva histórica, es que tanto en Grecia como en el Imperio/República de Roma, los poderes del gobierno estaban separados y sin embargo muchos sistemas parlamentarios de hoy día no poseen esa característica. En el caso de Grecia tanto la Heliea (Ήλιαία), que era el Poder Judicial, como la Boulé (Βουλή), que comprendía el denominado Poder Legislativo, eran elegidos por sorteo entre todos los que tenían el estatus de ciudadano. La democracia directa que se le atribuye a la democracia griega es muy limitada atendiendo a una correcta interpretación de la historia. Por otro lado, en el caso de la Roma clásica, el Poder Legislativo (Comitia Tributa) era elegido por un cuerpo de 900000 electores que a su vez designaban de manera individualizada al Poder Ejecutivo (Comitia Centuriata) y al Poder Judicial que, al igual que en Grecia, era designado por sorteo.

No se establecía en aquella época la fórmula liberal de “Un ciudadano, un voto”, sino que el sufragio contaba con mayor o menor valor en razón a la “tribu” del Imperio que el fundador Rómulo estableció como más o menos importante. Un sistema arcaico de voto pero que, sin embargo, fue acogido por el filósofo inglés John Stuart Mill en su obra “Historia del Gobierno de Roma”. En efecto, este autor se aproximó a la idea romana del sufragio plural consistente en asignar mayor número de votos a los académicos e intelectuales. Curiosamente el teórico principal de la democracia directa, Jean Jacques Rousseau, también adopta como referencia el sistema grecorromano ya que, según él, “no hay mejor representación que la representación política del pueblo constituido en Asamblea”. En cualquier caso, ni la Grecia ni la Roma clásica aceptaban en absoluto la fórmula de la representación democrática inspirada en el principio “un elector o electora, un voto”.

V. Capítulo 3. Evolución histórica del Estado (II): particularidades políticas de la Edad Media (pp. 69-91)

El sistema feudal se encuadra en la Edad Media y su principal característica es la dispersión del poder en pequeñas comunidades denominadas feudos y administradas de manera autoritaria y en un marco esclavista por un señor feudal. Este sistema obedece a un orden en el que el poder político, representado por la figura del Rey, se configura como extraordinariamente débil. No existe el Estado como unidad de dominación independiente con medios propios y delimitación personal y territorial.

El poder reside, en realidad, en los señores feudales que dominan un territorio propio, de una extensión muy limitada, que constituye el espacio de seguridad para los vasallos a cambio del producto de su trabajo. Se trata de un poder disperso, atomizado en distintas pequeñas unidades en el marco de una sociedad agraria bajo el poder incontestable del señor feudal. Con el transcurrir del tiempo y el desarrollo de las ciudades los vasallos prefieren someterse al poder del Rey entendido como el primero de los señores feudales. Se pasa así del vínculo feudal a otro mucho más concentrado a cuya cabeza se encuentra el Rey. Frente a la conquista y la coacción propia del feudalismo, la nueva idea de lo que será el Estado moderno incorpora conceptos como el de concienciación o el del sentimiento de pertenencia al reino que se configura como alternativa al poder fraccionado que caracterizó al feudalismo.

La aparición del Estado moderno no va a ser uniforme en la totalidad de los antiguos reinos medievales. En particular, genera contraste la experiencia de la Europa continental con la vivida en Inglaterra. Justamente, el modelo inglés se caracteriza por una menor intensidad en el cambio y, en particular, por la continuidad en el tiempo de las funciones atribuidas al Parlamento. La razón de que en Inglaterra el proceso de concentración del poder del Rey no resultase tan acentuado, radica en que tampoco el pluralismo localista propio del feudalismo resultó tan intenso como en el continente europeo. En realidad, en Inglaterra el sistema feudal fue obra de una reducida clase política. Ello implicó una menor dispersión del poder desde el primer momento, El Rey pudo mantener de esta forma una notable capacidad de mando de la que carecía en la Europa continental. Así las cosas, no se sintió la necesidad de unificar el poder, ni de reformar la autoridad de la Corona frente a las instituciones medievales. El parlamento inglés luchó y finalmente logró mantener sus funciones y su capacidad de influencia en el sistema político en su conjunto.

Ahora bien, tampoco debemos idealizar el caso inglés, pues el tránsito de la monarquía absoluta a un régimen constitucional es producto en Inglaterra de una violenta crisis histórica de naturaleza revolucionaria que se materializó en la conocida revolución inglesa del siglo XVII. La revolución inglesa no resultó menos sangrienta que la francesa, sobre la que ejerció además una influencia muy notable.

Algo diferente sucedió en el continente europeo, que había registrado una espectacular implantación de feudos. La aparición masiva de nuevos feudos tuvo como efecto principal la resistencia de los señores feudales a perder sus privilegios. Un conflicto en el que el resultado final se saldó en favor del Rey.

Es cierto que en nuestro continente cuando llegó el momento de proceder a la unificación de las competencias estatales, el Rey tuvo que emplearse a fondo para lograr su predominio final. El comentado triunfo del Monarca tendrá consecuencias: será un Rey muy poderoso porque su éxito se apoyó en el sometimiento de los Príncipes, señores feudales o villas que previamente le disputaron su autoridad. El equilibrio entre el Rey y los estamentos se rompe a favor del primero. El Rey eliminará de modo progresivo a las instituciones representativas de los estamentos, o bien, las reducirá a su mínima expresión.

VI. Capítulo 4. Evolución histórica del Estado (III): nacimiento del Estado moderno. Los teóricos del Estado moderno (pp. 93-111)

El Estado moderno constituye una estructura política cuya aparición se sitúa en el Siglo XV. Supone una evolución de las monarquías europeas que las sitúa lejos de la estructura política de la Edad Media. En efecto, el Estado estabiliza el poder público al asegurar el carácter indivisible de lo que en el feudalismo eran un conjunto de territorios inconexos. De este modo el Rey recupera una parte muy significativa de los poderes antes dispersos en la estructura feudal. El poder pasa a ejercerse de modo directo por el Rey sobre la población sin que resulte necesario acudir a la mediación de los señores feudales. El monarca asume de este modo una posición de claro protagonismo, pues se ha independizado de los viejos poderes supranacionales del Imperio y del Papado. Se puede hablar entonces de un poder que se ejerce de modo homogéneo sobre la totalidad del territorio que integra el propio Estado. De esta manera, también comienza a unificarse el Derecho. Con anterioridad, cada señor feudal dictaba normas aplicables exclusivamente a los vasallos de su territorio.

El período que media entre el final del feudalismo y el nacimiento del Estado moderno puede ser definido como un proceso progresivo de centralización y racionalización del poder. El Estado se consolida con el tiempo como una estructura de poder superior y trascendente al propio Rey. Ese proceso va a conducir, a partir de la Edad Media, a la generalización de las asambleas parlamentarias (si bien se trata de un parlamento basado en la primacía representativa de los más poderosos que muy poco tiene que ver con el actual) denominadas en España “Cortes”. Esta denominación permanece en los tiempos actuales en nuestro país. Las Cortes Generales constituyen el Parlamento de España y están integradas por el Congreso de los Diputados y el Senado.

No hay que olvidar que el primer Parlamento de Europa estuvo constituido por las denominadas Cortes de León, de 1188. Únicamente se puede entender el acontecimiento mencionando los importantes hechos que tuvieron lugar en esa época. Así, por ejemplo, la coronación de Alfonso VII de León, en 1135, tuvo una multitudinaria acogida, ya que dicha coronación contó con representación del pueblo llano como nunca había sucedido. Los años previos a 1188 son particularmente convulsos y el panorama político llevó al Rey Alfonso IX a convocar las Cortes de León en un contexto histórico en el que las decisiones se adoptaban en el ámbito de la nobleza y el clero con la mediación del Rey. Las Cortes de León de 1188 se celebraron el día 18 de abril de ese año en el claustro de la actual Colegiata y Basílica de San Isidoro de León, tal como se confirma en la afirmación del monarca en una comunicación al Arzobispo de Santiago de Compostela.

Las Cortes de León se constituyeron a partir de tres estamentos, dos de ellos privilegiados (el clero y la nobleza) y uno genérico en representación de los sectores más activos de las ciudades. El dato más relevante es que en estas Cortes se convocaba por primera vez al pueblo.

En estas Cortes, además de ampliar los Fueros de Alfonso V de León, del año 1017, se promulgaron nuevas normas, los denominados «Decreta» de 1188. Se trata de preceptos destinados a proteger a los ciudadanos y a sus bienes contra los abusos y arbitrariedades del poder de los nobles, del clero y del propio Rey. El texto original de los «Decreta» no se conserva en la actualidad. No obstante, sí se cuenta con copias contenidas en documentos diplomáticos medievales que se custodian en diversos archivos y bibliotecas de nuestro país.

En ellas se reconoce la propiedad privada, la inviolabilidad del domicilio, del correo, la legitimidad monárquica basada en el pacto con los grandes señores feudales (el Rey no podía entrar en guerra, por ejemplo, sin consultar a la nobleza y al clero), la delimitación de las competencias del Rey y su obligación de respeto a las «buenas costumbres de sus antepasados», el orden público y social y la regulación y garantía de ciertos derechos procesales básicos (los denominados «medios de prueba y pesquisa») y el salario de los trabajadores y su obligación de dedicarse exclusivamente a su oficio.

Son importantes los reconocimientos y conmemoraciones de las Cortes de León de 1188 en la España del Siglo XXI. En 2011 la Junta de Castilla y León concedió a la ciudad de León el título de «Cuna del Parlamentarismo». En 2013 la UNESCO incluyó los documentos relativos a los Decreta, en el Registro Memoria del Mundo, tras remitirlos para su aprobación en 2012. El 4 de mayo de 2016, el pleno de las Cortes de Castilla y León se reunió en la Basílica de San Isidoro. El 20 de marzo de 2019, las Cortes Generales, nuestro actual Parlamento, proclamaron el reconocimiento a las Cortes de León de 1188 como Cuna del Parlamentarismo a través de un acto en el que se leyeron los Decreta y se llevó a cabo un desfile de pendones por la madrileña Carrera de San Jerónimo.

Hay que tener en cuenta que en otros países europeos los ciudadanos no participaron en las decisiones políticas hasta ya entrado el siglo XIII. Así, por ejemplo, en Alemania en 1232, en Inglaterra, en 1235, y en Francia, en 1302.

Ese Estado incipiente en el que culmina el referido proceso de centralización del poder poco tenía que ver con el que da cobertura a las actuales democracias.

Lo que sí resulta incuestionable es que el Derecho y la autoridad sobre territorios y personas se van despojando de su componente privado y patrimonial hasta transformarse en un poder público regido por un monarca o príncipe. En esa figura confluyen cuatro características típicas que identificara Hermann Heller: un solo ejército, una única organización de funcionarios empleados al servicio del monarca, una planificación financiera y, finalmente y como consecuencia de todo lo anterior, un conjunto de normas aplicables a todo el Estado.

Ese conjunto de normas se conoce como ordenamiento jurídico y acompañará al Estado en su evolución hasta nuestros días. La característica más importante de esta etapa reside en el surgimiento, muy lento y progresivo, de la actividad comercial más allá de los reducidos límites de los feudos. En esa actividad comercial la burguesía, clave en su ascenso social y económico desde las ciudades, va a encontrar el apoyo del Rey en defensa de las libertades individuales.

En opinión de Heller, cabe hablar de una transformación realmente trascendente a través de este nuevo concepto de Estado, pese a su carácter primario y elemental. Lo cierto es que, a partir del Renacimiento, en el continente europeo la estructura de poder disperso construido por los señores feudales, que tenía un carácter impreciso y que creaba débiles vínculos de vasallaje en territorios reducidos, dará paso al Estado que se configura como una estructura de poder estable y unitaria implantada en un territorio muy amplio y sujeto en su totalidad al poder del Rey.

Un Rey que obtiene contribuciones económicas crecientes y que contará con el apoyo de un Parlamento rudimentario con dos estamentos dotados de gran poder – Clero y Nobleza- y otro meramente testimonial –Tercer Estado o Estado llano, representando a quienes carecen de riqueza-.

El poder del Rey abarcaba, junto a las funciones simbólicas, las ejecutivas que hoy atribuyen los textos constitucionales de los Estados democráticos al gobierno. En realidad, y a diferencia de lo que sucede en los parlamentos contemporáneos, cada representante actúa en nombre y en interés de su propio estamento.

En nuestro actual parlamento, denominado Cortes Generales, cada diputado o senador representa a la totalidad del pueblo español y no únicamente a su partido político o a los electores que lo han elegido. En cambio, en la Edad Media la selección de los representantes se realizaba mediante elecciones muy restringidas. En algunos casos, por herencia o incluso por sorteo. Los representantes así elegidos seguían las instrucciones que hubieran recibido por parte de los propios votantes y que quedaban materializadas en los denominados entonces «cuadernos de instrucciones» o «cahiers» en lengua francesa. Recibían, pues, indicaciones muy precisas por parte de sus electores o representados sobre cómo debían actuar. Los representantes no podían ir más allá de las instrucciones recibidas. Incluso si surgía algún asunto nuevo no previsto en sus instrucciones, los representantes debían volver a las ciudades con el fin de obtener nuevas orientaciones o criterios. A esta técnica se la conocía como «mandato imperativo» y está prohibida en nuestra vigente Constitución (art. 67.2).

Conforme aumentaban las funciones y posibilidades de actuación del Parlamento se ponía de manifiesto que no era posible una representación política eficaz si los representantes no contaban con libertad de acción, prescindiendo de la continua consulta con sus electores. A ello hay que añadir que muchas de las decisiones que se debían adoptar habrían de ser fruto de un proceso de negociación que finalmente debía tomar en consideración los intereses de toda la comunidad nacional y no únicamente los del grupo estamental representado por el parlamentario.

VII. Capítulo 5. Evolución histórica del Estado (IV): El Estado constitucional liberal (pp. 113-142)

En esta etapa se produce una progresiva consolidación de la idea de Estado. Este hecho, puede situarse concretamente a partir de la Constitución francesa de 1791, en la medida en que supone la materialización de la denominada doctrina del mandato representativo. Se trata de tutelar la libertad humana frente a la represión del viejo Estado. Para ello, nada mejor que regular la libertad en la Constitución. En este sentido, habrá que tener presente que el Estado es un presupuesto previo e indispensable para la compresión de la Constitución.

La soberanía, entendida como capacidad de determinarse de un modo autónomo con arreglo al Derecho vigente en el Estado, reside en la nación y la nación actúa a través de sus representantes que lo son de la totalidad de esta y no de los electores de su circunscripción. Por consiguiente, ya no van a estar sujetos a las instrucciones de dichos electores.

Los factores de la etapa anterior agudizan su influencia en el sentido de un cambio hacia la centralización del poder en el Estado frente a lo que había sido la denominada por Hegel «poliarquía medieval» propia del feudalismo. El Rey incrementa su apoyo por medio de los sectores comercialmente más activos de las ciudades. Estos nuevos protagonistas de la actividad económica en los núcleos urbanos van a generar un capitalismo primario dando así continuidad a un fenómeno iniciado, como se ha podido comprobar, en la etapa anterior. Esa misma consolidación de lo ocurrido con anterioridad se registra en lo que afecta al establecimiento de impuestos destinados a afrontar los gastos propios de esta etapa de crecimiento del Estado en sus actividades. Se establece un ejército como garantía de seguridad. Un sistema defensivo que genera ventas en masa (sobre lodo los uniformes y las botas de los soldados). Este ejército protege la totalidad del territorio antes dividido en multitud de territorios feudales. Los reyes logran monopolizar la emisión de monedas, declaran sus Estados soberanos y los dotan de un sistema de normas jurídicas aplicables en sus territorios respectivos. En aquel momento se necesitaba también una Administración dotada unas dimensiones y un nivel de organización suficiente para hacer frente a la creación de las infraestructuras (carreteras y ferrocarriles) y servicios necesarios para potenciar la actividad económica y hacer posible la garantía de unos niveles adecuados de seguridad pública.

El período de la Ilustración es el momento histórico en el que toma cuerpo el constitucionalismo como movimiento jurídico y cultural. Sus postulados iban a encontrar entusiasta acogida en el marco de las revoluciones de Estados Unidos y Francia.

Con la aparición de la Ilustración nace el constitucionalismo como movimiento cultural próximo a los ideales de la razón y el conocimiento. La Revoluciones Americana (1776, muy ligada a la Guerra de la Independencia frente a Gran Bretaña), Francesa (1789, origen de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, todavía incorporada a la vigente Constitución de Francia) e Hispanoamericana (1810-1830) constituyen los tres acontecimientos más importantes de los inicios del constitucionalismo que va a conducir al Estado liberal.

Previa fue la Revolución inglesa (1688, esto es, en el siglo XVII), conocida como la Gloriosa Revolución, que dio lugar al Bill of Rights o declaración de derechos, al que se añadieron otros documentos jurídicos de la época en parecido sentido protector de ciertas libertades. Esta declaración de derechos inglesa incluye, entre otras prohibiciones dirigidas al Rey, como titular de la Corona, la de suspender la ejecución de las leyes o la de recaudar impuestos sin el consentimiento del Parlamento. La declaración incorpora también la obligación del Rey de proceder a convocar con frecuencia las reuniones del Parlamento. Se abre paso así, a partir de entonces, el concepto de monarquía limitada en sus funciones a favor del Parlamento que desembocará en el denominado régimen parlamentario.

Se trata de hacer compatible una monarquía hasta ese momento absoluta con el nuevo concepto de Constitución como norma superior del ordenamiento jurídico que organiza la forma del poder a partir de la garantía de una declaración de derechos. Sin embargo, el Rey sigue acumulando importantes dosis de poder ejecutivo. El parlamento es débil y muy dependiente del monarca. Lamentablemente el derecho de sufragio se limita a los varones (sufragio masculino). La Constitución era todavía un mero programa de intenciones. No se encontraba reforzada con controles que garanticen que sus preceptos realmente se cumplen.

El autor que mejor representa el pensamiento de la Ilustración es Montesquieu (1689-1755). Montesquieu vivió en el período más decisivo en el desarrollo del pensamiento de la Ilustración: desde finales del s. XVII, hasta mediados del s. XVIII. Una de sus obras más destacadas es «Del espíritu de las leyes» (1748). Se trata de un libro dedicado al estudio de la limitación y la contención del abuso en el que en ocasiones incurren quienes ejercen poder público, incluso aunque el origen de dicho poder resulte ser democrático. En esta obra concluía Montesquieu que “No hay libertad política en un sistema donde el que gobierna también hace las leyes”.

El pensamiento de Montesquieu reviste enorme trascendencia en lo que se refiere a los componentes del ser humano que inciden con particular fuerza en la complejidad de lo político. A ellos se hace alusión en las líneas siguientes:

  • El componente social y político, que nos pone en relación con nuestros semejantes y que entronca con la propia dignidad de la persona en cuanto tal. Si a un ser humano no se le permite la libre expresión de sus ideas frente a los otros se está cercenando gravemente su dignidad como persona. Ahora bien, Montesquieu reparó en que la mayoría de los ciudadanos carecen de la preparación adecuada y suficiente para hacer frente a los problemas relativos al gobierno y a la Administración del Estado. Por consiguiente, los ciudadanos debían limitarse a seleccionar a sus representantes. Para tal elección las personas sí disponen de conocimientos suficientes. No los tienen, sin embargo, para gobernarse a sí mismas. Esta doctrina de la representación se remonta a la Edad Media: en los parlamentos medievales, el diputado era el representante del estamento que lo había elegido y debía actuar conforme a las instrucciones que se le confiaban.

  • El componente medioambiental, al que ya aludía Montesquieu como presupuesto de todas las potencialidades del ser humano.

  • El componente cultural, en tanto considera al ser humano como generador de pensamiento y ciencia. La Ilustración se identifica con el siglo XVIII, el denominado «siglo de las luces». Se trata de la época en la que nace el denominado «Estado liberal». Este nuevo concepto de Estado cuestiona la legitimidad tradicional para sustituir la teoría del origen divino del poder por la del origen popular del mismo. Este origen popular supone que el ejercicio del poder se encuentra limitado materialmente por las declaraciones de derechos recogidas en los textos constitucionales. Además, se considera que el poder público no debe interferir el libre comercio en beneficio del bienestar de la población. De esta forma, a finales del siglo XVIII comienza a extenderse el constitucionalismo en Europa occidental y Norteamérica sobre un Estado que se encontraba ya firmemente consolidado como forma típica de organización de la comunidad política. Lo que el constitucionalismo pretende es organizar, racionalizar y, en definitiva, mejorar el Estado. Surge así el Estado liberal.

Una de las claves de ese Estado es también la división de poderes. Tiene como objeto evitar que la capacidad de adoptar decisiones y ejecutarlas se concentre en una única persona o institución. Se trata del reparto del poder político entre diversos órganos del Estado con el fin de favorecer su ejercicio racional y equilibrado al servicio de la libertad. A ello, se añade la distribución funcional del poder, es decir, aquella que los individualiza en atención a sus propios cometidos.

Así, el poder legislativo, materializado en el Parlamento, aprueba las normas, y entre ellas y muy significativamente la Ley de Presupuestos Generales del Estado, y controla la acción del Gobierno con sentido crítico. A nadie puede extrañar entonces la supremacía del Parlamento en el conjunto de las instituciones democráticas teniendo en cuenta, además de las trascendentales funciones que se acaban de mencionar, su carácter de depositario orgánico de la soberanía nacional.

El poder ejecutivo, por su parte, se dedica a participar en el procedimiento de aprobación de las normas, a velar por el cumplimiento de las resoluciones aprobadas en el parlamento y a perfilar la planificación de los ingresos (tributos) y de los gastos (sostenimiento de los servicios públicos e inversiones). En definitiva, el poder ejecutivo, encabezado en épocas muy lejanas por el Rey y en los modernos Estados democráticos por el Gobierno, tiene atribuida la función de favorecer la aplicación y plena vigencia de las leyes y desempeñar la dirección de unas tareas administrativas que han ido adquiriendo progresivamente un volumen cada vez más mayor.

Finalmente, el poder judicial se dedica, en esencia, a la resolución de conflictos que tienen que ver, de un modo directo o indirecto, con el incumplimiento de las normas jurídicas. El modo más eficaz de garantizar la libertad es asegurar que jueces independientes puedan imponer a los demás poderes del Estado el sometimiento al Derecho y la supremacía de las normas jurídicas, empezando por la propia Constitución.

En definitiva, a través de la denominada división de poderes se buscaba un equilibrio para que, como sostenía Montesquieu, el principal impulsor de la teoría de la división de poderes, «el poder frene al poder» y se evite cualquier tipo de abuso. Un Estado jamás puede renunciar a su misión de declarar y hacer eficaz su ordenamiento jurídico. A tal fin, el Estado utiliza una función especial, al objeto de favorecer la protección y la seguridad de los ciudadanos, que es la denominada función jurisdiccional. Esta función, asume el doble objetivo de garantizar el respeto y cumplimiento de las normas, y la imparcialidad de la actuación, incluso aunque se trate de un conflicto entre el propio Estado y un particular.

La función jurisdiccional del Estado es la encargada de transformar los derechos subjetivos de una mera posibilidad en una realidad efectiva aplicada a un caso concreto e individualizado.

La garantía que la función jurisdiccional ofrece a los ciudadanos no consiste sólo en que se cuente con tribunales independientes, con ser ésta, sin duda, su primera condición. También es preciso que cuando se plantee ante los órganos jurisdiccionales una reclamación concreta, el funcionamiento de los tribunales y el comportamiento de las partes que ante ellos concurren se encuentren sometidos a normas prefijadas. Ese conjunto de normas forma parte de la disciplina jurídica Derecho Procesal, cuya denominación tiene su origen en el concepto de “proceso”, entendido como el conjunto de actos realizados por los tribunales, o por los particulares que ante ellos intervienen, para el correcto ejercicio de la función jurisdiccional.

La nación sólo puede obligarse a sí misma mediante la elaboración de las leyes por sus representantes. Es lo que se denomina «doctrina del mandato representativo», proclamada en la Constitución de Francia de 1791. Se configura así una concepción del significado de la representación que ha llegado hasta la actualidad. Se trata, en definitiva, de una primera manifestación del Estado constitucional que aún distaba bastante de la calidad democrática de los Estados de nuestro entorno. En la concepción del Estado liberal la sociedad se regula a sí misma. El Estado no tiene que intervenir porque se considera que los conflictos se resuelven entre los propios individuos. En efecto, el régimen liberal arranca de un concepto de libertad como exención del individuo frente a la acción del Estado. Dicha acción del Estado se encuentra limitada por los derechos de los individuos, para que éstos luchen por el cumplimiento de sus objetivos a través del esfuerzo personal. El Estado liberal prescinde de la realidad que marca la desigualdad social. Sin embargo, la explotación de los obreros y los abusos de los poderosos en el plano económico generan un movimiento de defensa por parte de los trabajadores que culminó en el siglo XX con el nacimiento de unos derechos que el Estado debía necesariamente proteger: los derechos sociales.

En realidad, todo el desarrollo de los derechos y libertades y, en particular, las leyes de contenido social configuran la base misma del Estado de Derecho. Y todo ello en el marco de una Constitución normativa, que forma parte del ordenamiento jurídico y, por consiguiente, del mencionado Estado de Derecho. A su vez, el ordenamiento constitucional debe integrarse en el ordenamiento internacional, tanto en su dimensión general o universal como, con especial trascendencia, en el marco de la organización supranacional denominada Unión Europea.

VIII. Capítulo 6. Evolución histórica del Estado (V): del Estado democrático a la crisis del Estado de bienestar (pp. 143-166)

En el Estado democrático el pueblo ejerce la soberanía y adopta las decisiones mediante la regla de la mayoría. De esta manera, se produce la intervención de los ciudadanos en los asuntos públicos, ya sea de forma directa, participando en consultas públicas denominadas por lo común referéndum, o a través de la democracia indirecta o representativa eligiendo a los miembros de los parlamentos o asambleas legislativas. La preocupación por las necesidades de los más desfavorecidos culmina en el siglo XX con el denominado «constitucionalismo social» que servirá para transformar el Estado liberal en un verdadero Estado democrático fundamentado en el principio, y a la vez derecho, de igualdad.

El constitucionalismo social nace a principios del siglo XX con la Constitución de México. Esta Constitución, denominada oficialmente Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, fue publicada el 5 de febrero de 1917, en el Diario Oficial de la Federación. Previamente fue debatida y aprobada en el Teatro de la República de la ciudad de Santiago de Querétaro. Entró en vigor en mayo de ese mismo año y es la primera en reconocer derechos denominados «sociales». A modo de ejemplo, el extensísimo art. 123 de esta Constitución estableció un sistema muy completo de garantías en el ámbito laboral. Dichas garantías comprendían desde la estabilidad en el empleo hasta un catálogo de disposiciones básicas sobre Seguridad Social.

A la Constitución de México se unirían después en Europa las Constituciones que se promulgaron en la posguerra de 1914-1918. Estas Constituciones reservaron una parte importante de su articulado a los derechos de carácter social y prestacional. Entre esas Constituciones destacan la alemana de Weimar, de 1919, la de Yugoslavia de 1921 y la española, de la II República, de 1931. En estas Constituciones se declaran derechos sociales como, a modo de ejemplo, el derecho al trabajo y a la protección a la familia como eje de la convivencia del ciudadano. Se trataba así de asegurar unos estándares mínimos de bienestar económico que permitieran hacer efectivos y posibles los derechos clásicos de autonomía personal como pueden ser la libertad de expresión o el derecho de sufragio.

El objetivo último de los derechos sociales es asegurar a todas las personas, más allá de su clase social o de cualquier condición o circunstancia personal, las condiciones mínimas para poder desarrollarse en el seno de la sociedad. Se trata de obligaciones positivas, de carácter prestacional. Sus costes los asume el Estado orientando una buena parte de su acción política al bienestar social, en beneficio de las personas con menos posibilidades económicas. Esa acción política de carácter social guarda relación directa con el principio de igualdad de oportunidades. Una educación pública de calidad es un derecho social que abraza los argumentos expuestos con anterioridad. El Estado social parte del pluralismo asociativo de los agentes sociales. Ello determina la presencia en el espacio público, junto a los partidos políticos, de sindicatos y asociaciones profesionales.

No resulta admisible un texto constitucional que ignore los contenidos sociales y el bienestar de la ciudadanía en sus diferentes franjas de edad. En efecto, una Constitución que merezca ese nombre ha de ser necesariamente democrática, en su génesis y en su contenido, e incluir tanto lo relativo a los derechos y libertades relacionadas con la autonomía personal, y los grupos sociales en los que se integra, cuanto los contenidos vinculados a los derechos de carácter prestacional.

Hermann Heller (Cieszyn –Polonia-, 1891 – Madrid, 1933) fue miembro del Partido Social Demócrata alemán (en su sección «no marxista»). Es el estudioso al que se debe, en el marco de un importantísimo legado intelectual relativo al concepto de Estado, la primera manifestación escrita de lo que conocemos como Estado social. A criterio de Heller, Estado liberal y Estado social son, en realidad, dos caras de la misma moneda que integran el Estado democrático.

Se constata, en definitiva, un fenómeno de interpenetración entre el Estado y la sociedad, pues sin posibilidad de cobertura de las necesidades básicas de las personas ni hay libertad, ni hay democracia. Así lo expone en su «Teoría del Estado», una auténtica obra clásica traducida al castellano. Para Heller, es criticable el Estado autoritario, pero también lo es el Estado liberal que se desentiende de las necesidades básicas de los ciudadanos. Lo anterior le lleva a concluir que resulta imprescindible atribuir a toda la ciudadanía tanto los derechos de autonomía personal (individuales) como los sociales. En efecto, los derechos sociales, como los individuales, tienen una relación directa con la dignidad de la persona (art. 10.1 CE).

Se produce de esta manera un cambio en la concepción de la libertad que dejará de ser meramente individual (libertad de cada uno en relación consigo mismo) para adquirir un marcado tinte social (libertad de todos en el marco de una sociedad libre). A partir de esta idea, se va a dejar de lado el concepto de Estado liberal de Derecho que será sustituido de manera progresiva por el de Estado social de Derecho.

En el ámbito europeo, destaca especialmente el contenido relativo a los derechos sociales de la Constitución alemana de Weimar, de 1919. En ese contexto, Hermann Heller apadrinó un nuevo concepto que refleja la referida evolución de la idea de Estado. Dicho concepto surge de la pregunta que el propio Heller se formulaba a sí mismo y que es la siguiente: ¿Es preferible el Estado de Derecho o la dictadura? La respuesta es que tanto una como otra posibilidad resulta insatisfactoria por diferentes motivos. La dictadura impone “su verdad”, mientras que en democracia no existen las verdades absolutas. Por tal motivo, en democracia es preciso tratar de alcanzar acuerdos razonables entre personas y grupos sociales con diferentes criterios, pero a los que en ningún caso cabe atribuir la condición de enemigos.

En la actualidad asistimos a una crisis de la vertiente social del Estado. La globalización transforma el orden internacional y económico y condiciona las decisiones de los poderes estatales. La política se configura en nuestros días como un hecho de dimensión mundial. El marco de la política ha dejado progresivamente de ser nacional para adquirir una dimensión planetaria. A lo anterior ha contribuido de manera incuestionable un progreso exponencial en las áreas técnica y económica. Dicho progreso ha traído como resultado una red mundial de comunicaciones, un mercado de dimensiones universales y un sistema político de ámbito intercontinental. De este modo se crean espacios supranacionales en lo político, lo económico y lo militar. De este modo, se registra una irrefrenable tendencia hacia una extraordinaria semejanza entre las diversas comunidades políticas estatales y ello pese a su diferente organización, singularidades históricas y desarrollo económico.

A la dimensión planetaria de la política, que erosiona el poder del Estado, se une el nacionalismo que cuestiona el Estado desde su propio interior. En realidad, el nacionalismo de este momento histórico no es casual. La necesidad de arraigo del ser humano y la uniformización de costumbres y culturas que genera la globalización chocan frontalmente. El ser humano es el único de entre los mamíferos que precisa, para su pleno desarrollo personal, ese componente del arraigo a una tierra y a una cultura.

El Estado ha sido durante la segunda mitad del siglo XX ese eslabón intermedio de arraigo entre lo local o regional y lo continental, o incluso lo planetario. La sucesión por doquier de reivindicaciones nacionalistas podría tener que ver con ese alegato del arraigo, de la necesidad, experimentada por el ser humano, de conectar con un territorio y una cultura propia o de «proximidad». Como fácilmente puede comprenderse, el compromiso del ciudadano con los valores de su sociedad resulta saludable para la persona y necesario para la sociedad.

La dificultad se cifra, no obstante, en el nacionalismo excluyente y en su carácter absoluto y negador del resto de opciones políticas igualmente legítimas. En efecto, el problema surge desde el momento en que el nacionalista cree que sus valores justifican la coacción para poder ser impuestos a quienes no los comparten o a quienes los comparten, pero no con la intensidad y la exaltación necesaria. De esta manera, el nacionalismo, que en principio surge como un hecho cultural de todo punto respetable y positivo, se transforma, en su modalidad de nacionalismo excluyente, en coacción revestida de legitimidad hasta resultar incompatible con la propia democracia. Respecto de quienes no comparten el credo nacionalista, en su versión absolutista, la intención suele ser o bien “forzar su conversión” o bien situarlos en los espacios marginales de la sociedad.

En otro orden de cosas, e igualmente en relación con el “estado actual del Estado”, el condicionamiento de la política por la economía y el efecto de la globalización implican una reducción de las posibilidades de implantación de nuevas estrategias que permitan a nuestros representantes parlamentarios recobrar la influencia que tuvieron el siglo pasado en el espacio público.

Tenemos un buen ejemplo de la impotencia que sufren los representantes políticos democráticos estatales a la hora de hacer frente a las dificultades económicas en lo acontecido en Grecia en el marco de una terrible crisis de naturaleza financiera. En efecto, con ocasión de la crisis financiera mundial de 2008, los ciudadanos griegos fueron convocados a votar en unas elecciones en las que el Parlamento elegido realmente no podía decidir absolutamente nada frente a las medidas adoptadas por las autoridades europeas de la Zona Euro.

Más allá de aquella crisis financiera, y sin olvidar lo que de ella se pudo aprender, lo cierto es que los representantes democráticos de ámbito estatal, e incluso los vinculados al sistema institucional de la Unión Europea, se enfrentan a problemas que escapan a sus posibilidades de acción política al quedar en manos de los grandes centros de poder económico ajenos al control derivado de la cláusula constitucional de Estado democrático.

Por lo demás, el funcionamiento cortoplacista de las dinámicas económicas de la globalización acaba por contagiar a la política hasta generar el olvido del cuidado del Planeta. Un cuidado de la naturaleza que se muestra difícilmente compatible con el consumo desenfrenado y el despilfarro de recursos esenciales como el agua o la energía.

Las redes sociales generan un modo de pensar acorde a la aceleración histórica que padecemos y a la general ausencia de buena educación, respeto a los demás, pausa y criterio en la expresión del punto de vista propio. De esta manera, las redes producen mensajes simplistas, sin profundidad y con valor temporal limitado al momento en que son emitidos. La realidad se construye a partir de lo que se expresa en las redes sociales en tiempo real y se descompone y modifica, en ocasiones sin motivo aparente, en cuestión de horas. La política se apunta, en una respuesta meramente adaptativa, a esta realidad escasamente constructiva y esperanzadora. Se hace política de menos calidad y valor que en otras épocas que propiciaban una reflexión más pausada y de mayor calado argumentativo.

Por su parte, los populismos de toda condición, tanto de derechas como de izquierdas, son otra respuesta precipitada, cuando no muy escasamente fundamentada, a una realidad compleja y en permanente evolución.

En la cultura constitucional se localiza la prevención más eficaz frente a los extremismos de uno y otro signo. Es imprescindible recordar que capitalismo y democracia han protagonizado históricamente los mejores momentos para ambos cuando han sabido construir una relación equilibrada entre ellos. Hoy en día, el sistema financiero y productivo, inserto en un mundo globalizado, somete y restringe el desarrollo de la política democrática, en el plano económico, hasta condenarla a programas políticos con muy escasas alternativas. Esta situación nos reconduce a la paradoja formulada por el célebre economista Keynes: ¿De qué le sirve al trabajador que se incremente el salario mínimo si por ese mismo motivo no se le va a contratar? De esta manera, resulta muy difícil compatibilizar el deseo razonable de justicia social, materializado en el incremento del salario mínimo, y la necesidad, en unidad de acto, de incrementar la contratación de trabajadores. Ante una sociedad tan compleja y en constante evolución se hace preciso apostar por una adecuada educación para el ejercicio de la ciudadanía que ofrezca como resultado final un voto informado y consciente. Al fin y al cabo, como ha puesto de manifiesto Konrad Hesse, “la democracia depende de ciudadanos informados y no de masas apáticas sumidas en la oscuridad por sus gobernantes bien o mal intencionados”.

Las claves de esa formación bien podrían localizarse en el texto del art. 10.1 CE. En efecto, tales objetivos esencialísimos en la labor pedagógica de nuestros centros educativos, en lo que afecta al concepto de ciudadanía, podrían sintetizarse en los siguientes cinco principios que cabe deducir del precepto antes señalado:

  1. La puesta en valor de la dignidad de la persona.

  2. La eficacia, protección y garantía de los derechos inviolables de la persona.

  3. El cumplimiento de las normas aprobadas democráticamente.

  4. El respeto a los derechos de los demás.

  5. El logro de la paz social en el marco de un ordenamiento jurídico democrático. El sistema institucional estatal y autonómico debe conocerse para que cada ciudadano sea consciente de su responsabilidad en una convivencia en libertad de la que se debe sentir protagonista.

La idea que aquí se promueve consiste en alcanzar un ejercicio responsable del derecho al voto. En democracia, el ciudadano tiene la obligación de informarse y desde esa información ha de mantener una posición crítica ante el poder que le permita, entre otros modos de participación, efectuar de manera consciente y responsable el control temporal del ejercicio del poder al que está llamado en cada convocatoria electoral. Si se actúa con esa actitud responsable, y pese a todas las dificultades, el Estado podrá seguir siendo el ámbito más eficaz en el que la comunidad democrática se siente vinculada por la decisión mayoritaria paralela al irrenunciable respeto a las minorías.

IX. Capítulo 7. Elementos constitutivos del Estado (pp. 167-197)

Este Capítulo aborda los tres elementos constitutivos del Estado (pueblo, poder político y territorio), estudiando las diferentes tesis sobre lo que son la nación y el nacionalismo; a las que se añaden las teorías sobre el poder político.

Ahora bien, no tienen los tres elementos la misma trascendencia. Es cierto que todos ellos son necesarios para que exista el Estado. Pero los más esenciales son la población y el poder; la agrupación de personas y la autoridad que la rige. En realidad, el poder es el elemento constitutivo del principal atributo del Estado: la soberanía, o lo que es lo mismo, la posibilidad de decidir ante una cuestión de especial trascendencia que pueda plantearse en el seno de la propia comunidad política.

Como indica el autor, “es importante tener en cuenta que, para la Ciencia Política y la Teoría del Estado, el Estado, a diferencia de la concepción vulgar que se tiene de él, es mucho más que el mero aparato institucional diseñado por el poder político, ya que engloba también un territorio y al pueblo o nación, de manera que la frase “el Estado somos todos” cobra sentido a partir de las disciplinas que estudian al mismo. Esta constatación de terminología académica debería hacernos reflexionar porque a menudo algunos políticos y periodistas, desde un punto de vista sectario, tratan de negar la realidad política completa a determinados Estados que no reconocen, como el caso del Estado español, al que identifican solamente con la Administración pública española, negando que exista una nación española que lo sustenta, con el fin de sostener tesis secesionistas contra España que carecen del menor fundamento histórico” (p. 167).

Íntimamente ligado al concepto de Estado encontramos el de legitimación del poder. En este sentido, “cuando el poder no se halla establecido más que por la fuerza, se trata tan solo de un poder de hecho. Sólo cuando se ejerce logrando el consenso y el conocimiento de los gobernados estamos ante un poder de Derecho” (p. 196). De lo que se trata, en un proceso de mejora del Estado que arranque, como fundamento esencial, de esa legitimación democrática, es de que la evolución conduzca “a lograr un poder cada vez más institucionalizado y racional” (p. 196).

En realidad, “cuando el poder se halla institucionalizado y objetivado en el Estado, el traspaso de titularidad no comporta trauma alguno. Lo que caracteriza al poder institucionalizado es la sujeción al Derecho (…)” o, lo que es lo mismo, su carácter objetivado entendido como independiente de criterios personales, siempre subjetivos, y sometido exclusivamente a las previsiones normativas. La historia nos enseña que, una y otra vez, se repite la aspiración de todo poder legitimarse progresivamente. No puede extrañarnos que así sea, puesto que el poder institucionalizado es una de las consecuencias del Estado de Derecho (p. 197).

X. Capítulo 8. Teorías sobre el Estado (pp. 199-211)

En el marco de este Capítulo se exponen las diferentes ideologías en su relación con el Estado (teoría monárquica clásica, liberalismo, marxismo, fascismo, neoliberalismo y la denominada Nueva Derecha). Se llega así, en este más que meritorio estudio, no ya al neoliberalismo, sino a los momentos actuales marcados por la derecha populista, cuyo conocimiento resulta fundamental para comprender de manera adecuada el surgimiento de los nuevos movimientos nacionalistas antisistema.

El Capítulo hace inicialmente referencia al Estado liberal. La concepción liberal del Estado se define también a través de la denominada “Teoría del Estado mínimo”. Como acertadamente pone de manifiesto el autor, partiendo de una idea, discutible pero muy aceptada en la sociedad de que el poder siempre corrompe, y cuanto más poder más corrupción, llega a la conclusión de que el Estado es un mal menor que ha de tener las dimensiones más reducidas posibles, porque para los liberales la actividad estatal “supone por sí una merma a la sacrosanta libertad del individuo. En efecto, el Estado se ocupará de garantizar exclusivamente los tres principales derechos de los liberales: libertad, seguridad y propiedad (p. 201).

Ahora bien, este esquema propio del Estado liberal resultará totalmente inoperante en lo que se refiere a la corrección de las desigualdades. En efecto, el Estado liberal se había mostrado incapaz de asegurar el orden económico de forma equilibrada. Se requiere un Estado diferente, un Estado que pasa de ser abstencionista, limitando su ámbito de actuación a aspectos relacionados con la defensa, la seguridad y la justicia, a tratarse de un Estado con una decidida vocación social. Dicha vocación se materializa en la prestación de servicios públicos sostenidos con una política de redistribución de rentas y corrección de desigualdades mediante un sistema tributario justo y eficaz. Un sistema capaz de ordenar la contribución de los ciudadanos de un modo progresivo que atiende a los diferentes niveles de ingresos.

XI. Capítulo 9. Formas de Estado (pp. 213-241)

Como pone de relieve el propio autor, este Capítulo resulta fundamental para alcanzar una adecuada comprensión de los conceptos básicos de la Teoría del Estado y de la Ciencia Política. En efecto, en dicho Capítulo se distingue entre formas de Estado, formas políticas y territoriales de Estado, sistemas de gobierno y regímenes políticos. El Capítulo expone con detenimiento los sistemas de gobierno más comunes en el mundo (en particular, el presidencialismo y el parlamentarismo, con especial referencia al presidencialismo en América).

El Capítulo concluye con una referencia a los países tan queridos para el autor, y para quien escribe este comentario bibliográfico, con los que compartimos lengua y cultura: los del área iberoamericana. Coincido, de manera muy entusiasta, con el Profesor Luis Tomás Zapater Espí en la idea de la urgente necesidad de reafirmar nuestras señas de identidad frente a la colonización e imposición cultural anglosajona, portadora para los hispanohablantes de un extraño complejo de inferioridad que debe ser superado.

XII. Capítulo 10. El Estado y el Derecho Internacional (pp. 243-264)

El Capítulo 10 desarrolla los conceptos básicos del Derecho Internacional y el papel del Estado como agente del orden internacional.

El Derecho Internacional configura las responsabilidades de los Estados en sus relaciones entre ellos, así como el trato a los individuos dentro de las fronteras estatales. Son conceptos claves en este ámbito los derechos fundamentales de las personas, el desarme, el delito internacional, la nacionalidad o los denominados bienes comunes mundiales, como el medio ambiente, el desarrollo sostenible, las aguas internacionales, el espacio ultraterrestre, las comunicaciones mundiales y el comercio internacional.

Como acertadamente advierte el Profesor Zapater, “no hay en el orden internacional un órgano normativo equiparable al que en el interior de los Estados ejerce el poder legislativo. Es cierto que en la sociedad internacional existe desde 1945 una Organización de Naciones Unidas, y que su Asamblea General adopta resoluciones, pero tales resoluciones no son per se obligatorias. Así las cosas, son los propios Estados los que crean Derecho Internacional. Pero en la sociedad internacional no todos los sujetos se hallan vinculados por las mismas reglas ni sometidos a las mismas obligaciones jurídicas, aunque ello no obsta para que algunas normas convencionales adoptadas tengan pretensiones expansivas (…) Es cierto que el Derecho Internacional contemporáneo proclama la obligación del acuerdo pacífico de controversias, pero también es verdad que consagra al mismo tiempo la libertad de acción de los Estados en la elección del medio que consideren más adecuado para dicho arreglo, y en ocasiones estos se muestran reacios a dar su consentimiento para el arreglo pacífico. Los Derechos interno e internacional descansan sobre supuestos institucionales diferentes: los supuestos institucionales de la sociedad internacional son los que son y no los que nos gustaría que fueran” (p. 244).

XIII. Capítulo 11. La globalización y el Nuevo Orden Mundial (pp. 265-313)

El Capítulo aborda una cuestión de máxima relevancia como es la de la globalización, un modo de organización de la realidad internacional vigente en el mundo desde los años ochenta del pasado siglo XX. Un fenómeno con consecuencias socioeconómicas y políticas realmente extraordinarias. Recoge el autor, una vez más con gran acierto, las críticas a la globalización procedentes de la totalidad de las posiciones ideológicas: desde la extrema izquierda hasta la ultraderecha.

Con valentía, honestidad intelectual y buen criterio se enfrenta también el Profesor Zapater al polémico y espinoso tema del Nuevo Orden Mundial. Tiene toda la razón el autor al constatar que este trascendental tema “ha sido omitido en algunos manuales”, cuando en realidad resulta esencial abordarlo, “pese a su posible inconveniencia política, por la tendencia de la política y de la economía hacia la progresiva acumulación del capital en unas pocas personas, lo que tiene importantes repercusiones cara al mantenimiento de la soberanía e independencia de los Estados”.

Este Capítulo ofrece un análisis completo y de gran calidad de estos nuevos, y muy potentes centros de poder, completamente ajenos al sistema de participación política propio del propio modo de convivencia democrático. A modo de ejemplo, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Club Bilderberg (Bilderberg Conference, o Bilderberg Club). El nombre de este club procede de una circunstancia bastante prosaica: se trata de la denominación del hotel en el que tuvo lugar la primera reunión de este curioso y potente grupo en territorio de los Países Bajos. Se trata de una potentísima alianza de poder que se crea durante la Guerra Fría, tras la Segunda Guerra Mundial, formada por las élites del poder político, financiero, de medios de comunicación, servicios secretos y algunos miembros de las realezas de Europa con la finalidad de, si llegara una tercera guerra mundial, que se contempla como un medio ciertamente eficaz, aunque “drástico”, nótese la ironía, de operar una muy notable reducción de la población que entienden imprescindible, constituir un nuevo orden mundial. A lo anterior ha de añadirse el nada despreciable negocio de la reconstrucción mediante la intervención de las grandes corporaciones multinacionales dedicadas a las infraestructuras y del sistema financiero incorporado a su propio accionariado.

Sobre este destacadísimo Club del poder y del dinero, escribe el Profesor Zapater Espí: “Cada año el evento reúne de 120 a 150 invitados; entre ellos, reyes, aristócratas, políticos, jefes y funcionarios de Estado, banqueros, propietarios y consejeros delegados de las principales corporaciones globales multinacionales (…) Los problemas más generales que el Club reconoce analizar son el desarrollo político y económico mundial, las relaciones transatlánticas y los problemas de la globalización. La composición del Club es cada vez renovada a la mitad. Sin embargo, hay miembros omnipresentes como los mismos magnates hereditarios: el ex secretario de Estado de Estados Unidos, Alan Greenspan. Personalidades como Bill Clinton, Angela Merkel, Gordon Bronwn, Ben Bernanke, George Soros, Donald Ramsfield, Rupert Murdoch, fueron sólo invitados en una o varias conferencias del grupo. De los españoles invitados al foro en 2015 el conocido presidente del mediático Grupo Prisa, Juan Luis Cebrián, fue cooptado inmediatamente al Comité Directivo. Con posterioridad, lo ha sustituido en esta junta de elegidos otra invitada de enorme potencial económico: Ana Patricia Botín, presidenta del Grupo Santander (…) A través de un foro para reuniones informales, los debates se llevan a cabo bajo la regla Chatman House, que establece que, a pesar de que los participantes son libres de usar la información recibida en dichos debates, no pueden revelar la identidad ni el contenido de los discursos de ningún participante en los mismos. Para garantizar la privacidad de las conversaciones que se mantienen dentro del Club, éstas no son transmitidas a los medios, no se transcriben, no se graban, así como tampoco en ellas se votan acuerdos ni se hacen declaraciones oficiales. La opacidad y el secretismo constituyen las auténticas señas de identidad de una organización cuya razón de ser es el hermanamiento y el apoyo sin límites ni fisuras entre quienes aglutinan el poder y el dinero en el mundo. La seguridad es tan estricta que los invitados no pueden llevar acompañantes, ni su pareja, ni escoltas. Además, tampoco pueden acudir en su propio vehículo” (pp. 308-312). Pese a ese carácter secreto, recientemente se ha sabido que, en una de las últimas reuniones de este curioso grupo de intereses económicos, fueron varios los temas abordados: la protección y el futuro del neocapitalismo como el sistema más eficaz y eficiente en materia económica, la vigilancia, control y neutralización del poder de Rusia, el cumplimiento por parte de China de sus obligaciones como socio amparado por el grupo Bilderberg, la necesidad de reducir la población de un modo rápido y eficaz, cambio climático, fomento y repercusión de la inteligencia artificial, ataques cibernéticos y el denominado Brexit y sus consecuencias para la economía.

El Club Bilderberg dispone de un Comité Directivo formado por 33 miembros, presidido por María José Kravis, mujer del dueño de K.K.R. Ellos eligen los invitados y durante cuatro días se reúnen en un hotel de lujo, completamente blindado y reservado en exclusividad para el Club. La última edición ha tenido lugar recientemente en Lisboa. Lo que tienen en común todos los invitados es el poder que ejercen en el mundo financiero y de la comunicación.

Como ha puesto de manifiesto Cristina Martín Jiménez (Diario La Razón 19/05/2023), “el nuevo orden mundial necesita ser apoyado por relatos prefabricados. Es un matrimonio feliz: el poder y el relato. El poder y el mensaje. Los medios son las armas de estos plutócratas. Los que les ataquen serán denigrados (…) Si no podemos ver a quienes están tomando las decisiones, no podemos denunciarlos ni criticarlos. Es una teocracia, un dios invitado. Nadie sabe quién es y, por lo tanto, estamos inermes, sin defensas (…) En ese grupo de invitados no están todos, pero son todos los que están. Elon Musk, Bezos o Mohamed bin Salmán son un modelo, un paradigma de clase social extremadamente adinerada que no está interesada solo en lo empresarial, sino que quiere el control social. Apropiarse de todo. De las personas, de la identidad, de la propiedad privada. Su lema es “no tendrás nada y serás feliz (…) Bidelberg nace del gran capital estadounidense. Los invitados españoles acceden al Club en los años 80 del pasado siglo. Uno de los primeros fue Manuel Fraga. Con posterioridad, Javier Solana, que llegó a ser secretario de la OTAN y presidente del Consejo de la Unión Europea. Al final, la Unión Europea es una colonia financiera estadounidense. Se creó como una especie de muro de contención para frenar el expansionismo soviético”.

Desde esos inicios, Bilderberg ha sido la representación de los más potentes poderes fácticos de Occidente que coincide con lo que podemos denominar la élite económica global: financieros, empresarios, banqueros, políticos, multinacionales y conglomerados de medios de comunicación. Nadie puede adquirir una invitación para la reunión anual, aunque muchas corporaciones lo han intentado. El comité directivo de este selectísimo club (si se atiende exclusivamente a la riqueza y el poder económico) decide a quién invitar. Los criterios no han variado y se resumen en que ha de tratarse de personas sumamente influyentes y poderosas en el plano económico y entusiastas del Orden Mundial Único que ahora minimiza los poderes de los Estados e incluso de sus organizaciones supranacionales como la Unión Europea.

Los efectos negativos de la globalización, dirigida por las fuerzas representadas en el Club Bilderberg, han sido muy certeramente sintetizados por Ignacio Ramonet cuando sostiene que la mundialización financiera incrementa de manera extraordinaria la inseguridad económica y las desigualdades sociales. Menoscaba las opiniones de los pueblos, de las instituciones democráticas de los Estados soberanos encargados de defender el interés general. Los sustituye por lógicas estrictamente especulativas que únicamente expresan los intereses de las empresas transnacionales y de los mercados financieros. La pandemia de diciembre de 2019 es un hecho social total en el sentido de que tiene la facultad de perturbar al conjunto de los actores, al conjunto de las instituciones y al conjunto de los valores de una sociedad. Hay pocos hechos sociales totales, pero la pandemia es uno de ellos, no es una crisis sanitaria únicamente. La cuestión que se plantea hoy en día es precisamente si el neoliberalismo tiene una parte de responsabilidad en la tragedia sanitaria. Y ello en cuanto el neoliberalismo es partidario de la reducción del tamaño e influencia efectiva del Estado en la comunidad social y también en la medida en que el neoliberalismo trata, precisamente, de ceder el máximo de poder al mercado, en detrimento del Estado. ¿Por qué no han previsto esta pandemia? Como curiosidad, en Estados Unidos esta crisis sanitaria fue largamente anunciada. A modo de ejemplo, pueden citarse informes de la CIA, del Pentágono, de científicos, de otros dirigentes norteamericanos y de empresarios como Bill Gates, que anunciaban que un coronavirus, no un virus, sino exacta y precisamente un coronavirus, se haría presente entre nosotros antes de 2025 y provocaría, como así sucedió efectivamente, una terrible pandemia. Esa crisis sanitaria mundial encontraría a los Estados sin mascarillas, sin camas suficientes, sin protectores faciales, sin batas quirúrgicas y otros materiales sanitarios imprescindibles.

XIV. Capítulo 12. Tipos especiales de organización política: sistemas internacionales de Estados, mini Estados y Estados especiales (pp. 315-358)

En este Capítulo se pasa revista a los sistemas internacionales de Estados, es decir, las organizaciones supranacionales que tratan de asumir una parte sustancial de la soberanía de los Estados o al menos establecer directivas y políticas comunes de actuación internacional para el favorecimiento del comercio mundial o de los derechos humanos, como la Unión Europea o la Organización de Naciones Unidas (p. 21). El Capítulo concluye con una referencia a los microestados, prestando especial atención al Estado Vaticano.

El autor introduce una expresión original, al tiempo que certera, como es la de “sistemas internacionales de Estados” para designar “a la agrupación de Estados en organizaciones internacionales que buscan promover políticas comunes en el campo internacional” (p. 315). La elección del término “sistema” se justifica por tratarse de “un conjunto de elementos interrelacionados entre sí con un propósito compartido”. En este sentido, y bajo esta perspectiva, el autor analiza sucesivamente la Sociedad de Naciones, la ONU, la Unión Europea y los sistemas de Estados americanos.

El capítulo concluye con una referencia a los “mini Estados” y Estados especiales, “cuyo ejemplo más emblemático es el Estado Vaticano” que merece un apartado especial por su singularidad (no es un Estado comparable a los demás, ni es una forma territorial de Estado, ni tampoco es un sistema de Estados) y por tratarse de un Estado con unas funciones y un fin que supera el marco tradicional de un Estado por su universalidad (p. 315).

Desde el momento de su creación en 1945, una de las principales prioridades de la ONU ha sido lograr la cooperación internacional en la solución de los problemas de carácter económico, social, cultural o humanitario y en el desarrollo y estímulo de los derechos humanos y las libertades fundamentales. Es verdad que el concepto de progreso ha cambiado con los años y ahora se centra en el denominado desarrollo sostenible, el bienestar social y el medio ambiente.

Las Naciones Unidas no aprueban normas y sus decisiones no son de cumplimiento obligatorio para los Estados miembros, excepto en el caso de las medidas coercitivas que pueda adoptar el Consejo de Seguridad. En la Asamblea General de la ONU pueden expresarse todos los países del mundo sobre cualquier problema relacionado con el Derecho Internacional Público. Por ello, su poder y eficacia depende de la voluntad colectiva de los pueblos y Gobiernos que la apoyan.

Como advierte el autor, algunos Estados en ocasiones se muestran contrarios a dar cumplimiento a las decisiones de la Organización de Naciones Unidas, pero a la larga se ven obligados a negociar (p. 321).

La Unión Europea constituye la concreción jurídica y material del sistema de Estados europeo por la integración de los Estados de Europa a ella adheridos en una organización supranacional (p. 328).

La Unión Europea se asemeja a una Federación en la medida en que se produce un trasvase de la soberanía de los estados miembros a una entidad superior, si bien desde el punto de vista técnico-jurídico no lo es, por cuanto sus componentes son Estados, es decir, organizaciones políticas soberanas. La Unión Europea no tiene competencias originarias y propias como en el caso de una Federación, ni se las confieren los Tratados. Las competencias de la Unión Europea son derivadas de quienes son titulares y las conservan, los Estados miembros. Sólo éstos atribuyen a la Unión Europea competencias para que ésta alcance sus objetivos (p. 328).

XV. Bibliografía (pp. 359-372)

La obra concluye con una completa y variada bibliografía que combina, con admirable equilibrio, obras clásicas y contemporáneas. En efecto, las entradas que se ofrecen en el repertorio bibliográfico son producto de aplicar un criterio inteligente, prudente y sensato en lo que se refiere a la selección de los títulos. De esta manera, se trata de hacer posible una ampliación de los conocimientos sobre los temas más relevantes abordados en el libro.

XVI. Consideraciones finales

En definitiva, cabe concluir que nos encontramos ante una obra, de excelente factura académica y de obligada consulta para estudiantes, entre otros muchos posibles, de los Grados universitarios en Historia, Sociología, Derecho, Ciencia Política, así como del Doble Grado en Derecho y Ciencia Política, pues en el libro se ofrece una exposición, a la par clara, de orientación didáctica, y profunda, del Estado.

En efecto, nos encontramos en presencia de una obra rigurosa, profunda y, por ello mismo, construida a partir de un enfoque multidisciplinar que abraza lo histórico, lo politológico y lo jurídico.

El Estado configura un modelo de convivencia cuya estructura ha de ser organizada por medio del Derecho, entendido como conjunto normativo y sistemático. Ahora bien, ese componente jurídico no puede mantenerse aislado. Por el contrario, habrá de considerarse necesariamente el carácter político que acompaña a la idea de Estado. Es más, es precisamente ese carácter político del Estado el que ha de reconducirse al plano normativo-institucional mediante la Constitución como norma superior del ordenamiento jurídico. De esta manera, el Derecho, y la Constitución, que se sitúa en la cúspide de la pirámide normativa, como elemento estabilizador de la vida del Estado, hace gala de su eficacia ordenadora, delimitando las competencias del poder central y de las unidades administrativa y políticamente descentralizadas, garantizando la eficacia del sistema constitucional de derechos y libertades, organizando su sistema de gestión pública, sus presupuestos, su ordenamiento tributario y regulando la intervención estatal en la economía y en la sociedad.

No se olvide que el Estado del momento histórico actual no es el propio de la idea liberal. Se trata de una realidad de mucha mayor complejidad, de tal suerte que desde un análisis exclusivamente constitucionalista no alcanza para penetrar en la auténtica realidad de los regímenes políticos contemporáneos.

En opinión del autor que firma este comentario, la obra de referencia resulta decididamente recomendable para estudiosos y profesionales de las distintas disciplinas jurídicas y, muy en particular, de aquellas, como sucede en los casos de la áreas de conocimiento de Derecho Constitucional y de Derecho Administrativo, adscritas al ámbito del Derecho Público, que quieran obtener una cuidada visión de conjunto sobre el fenómeno estatal, en sus dimensiones histórica, jurídica y politológica, y, a la par, actualizar, profundizar y reforzar sus conocimientos sobre una materia de capital importancia, y de la que hasta ahora hemos vivido esencialmente de traducciones, como es la Teoría del Estado.

Notas de autor

* Profesor Titular Derecho Constitucional

Información adicional

Cómo citar : López González, J. L. (2024). Recensión a Teoría del Estado. Zapater Espí, L. T. (2022). Ed. Universidad Autónoma de Baja California Sur (UABCS), La Paz, México, 383 p. Revista Estudios Jurídicos, Segunda Época, 24, e8627. https://revistaselectronicas.ujaen.es/index.php/rej/article/view/8627

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Revista de Estudios Jurídicos
ISSN: 1576-124X

Num. 24
Año. 2024

Zapater Espí, L. T. (2022). Teoría del Estado. Ed. Universidad Autónoma de Baja California Sur (UABCS), La Paz, México, 383 p. Prólogo del Profesor Antonio Colomer Viadel bajo el título "El Estado, un enfermo de una mala salud de hierro”.

José Luis López González
Universidad Autónoma de Madrid,España
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